7 marzo, 2012
por Arquine
por Juan José Kochen / @kochenjj
Toda historia crítica se remite a la ciudad, desplazada, multifacética y conformada mediante una variedad de espacios y edificios unos encima de otros. Construcciones que no sólo pertenecen a la configuración urbana y arquitectónica de la urbe, sino también a una serie de significados adquiridos por los lugares intervenidos y que permanecen en la memoria aún con la transformación de sus rasgos morfológicos.
El tinglado urbano de la ciudad, en particular en la ciudad de México, es tan móvil que no ofrece más que un mínimo anclaje al recuerdo. La ciudad, como teatro de la memoria, es una forma de reconstruir lo que es, ha sido y seguirá siendo. Intersticios donde el espacio construido se transforma en experiencias vividas para enriquecer la memoria y su imaginación. Estos huecos de la memoria se llenan con archivos imaginarios que a la vez dejan una página en blanco llena de posibilidades para restauraciones y proyectos futuros, incluso en una ciudad rebasada.
En Megalópolis, Bernd Scherer escribe que “la ciudad de México se caracteriza por el cambio profundo y constante. Nadie sabe a ciencia cierta hacia dónde se orienta, pero no hay vuelta atrás. La situación está determinada por la coexistencia de lo viejo y lo nuevo. Toda destrucción de lo viejo implica, en esencia, creación de algo nuevo, aun cuando esto, a menudo, yergue todavía como algo incomprendido y desvinculado del ritmo cotidiano de la urbe. Pero quizás el mismo hecho de hablar de “la ciudad” sea un eufemismo, puesto que en ella coexisten diversas ciudades, especialmente en la mente de los pobladores”.
Esta coexistencia múltiple va delineando las formas de nuestros edificios como reminiscencia de otros que a la vez se enfrentan al horizonte de las construcciones venideras y que intervienen en la interfaz entre pasado y futuro. La ciudad es por sí misma un formidable archivo de memorias desplazadas. El territorio de la memoria materializada en la ciudad es la identidad de los espacios a través del tiempo, pero la memoria puede resultar difusa si no se escribe para dejar testimonio de la evolución de la metrópoli. Estos cambios de forma se archivan junto a los cajones que relatan las historias de los personajes, los movimientos sociales, las transiciones políticas y el crecimiento urbano. La mancha urbana que alguna vez fue un archipiélago, se va condensando –más de lo que ya está– en una misma isla desbordada, una ciudad (área metropolitana) que se devora a sí misma.
Pero a la vez, los rasgos más comunes de la urbe y su crecimiento son los que mantienen y contienen una historia vigente. Se trata de una memoria material colectiva como en Las ciudades invisibles de Italo Calvino, donde “…la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcando a su vez, cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, comas”. Es así como los signos de la ciudad hacen redundante a la memoria, ya que repite estos signos para que la misma ciudad empiece a existir a partir de lugares inventados por la voluntad y el deseo, por la escritura, por la multitud desconocida. La ciudad reclama esta nostalgia de espacios en coexistencia, vacíos o reutilizados. Las líneas de trazo de lo que alguna vez existió permanecen en estos ángulos y elementos cotidianos.
Los paisajes se vuelven cambiantes, en continua transición según el momento histórico que atraviesan, y así, las ciudades aprovechan ocasiones de mitificación y representación simbólica para mantener su vigencia, aunque muchas veces como ebulliciones fugaces que se erigen sin ninguna esperanza de añadir valor rentable a la memoria de la cultura urbana. La Estela de Luz es el mejor ejemplo de este aforismo. De esta forma, anclados o no a un pasado, los lugares de los habitantes no son aquellos que se dejan ver sino aquellos que quedan guardados sin que se puedan ver directamente. Es así como concebimos la ciudad, como un ciclo de réplicas sísmicas y representaciones sobre la presencia de lo que se ha perdido o se ha modificado. El Paseo de la Reforma es un caso tangible y en plena transformación de formas y escala.
La ciudad se vuelve un territorio donde los ojos penetran con dificultad, ahí donde el espacio construido se transforma en experiencia vivida para enriquecer la memoria y su imaginación. El territorio de la memoria materializada en la ciudad es producto del carácter de desplazamiento que adquieren los espacios a través del tiempo, una memoria material colectiva producto de los espacios recorridos.