Las palabras y las normas
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14 julio, 2020
por Rosalba González Loyde | Twitter: LaManchaGris_
Imagina que necesitas, no sé, colgar un hermoso cuadro de un dibujo que te regaló un amigo. El cuadro es algo pesado y colocar un simple clavo no servirá de mucho, especialmente en una ciudad donde comúnmente se mueve el piso. Entonces te das cuenta que necesitas un taladro, pero claro, no tienes porque no lo habías necesitado hasta ese día y, con mucha seguridad, no volverás a necesitarlo en unos años más, llamas a algunos de tus vecinos para pedir, acomedidamente, que te presten un taladro, pero, ¡sorpresa!, no tienen. ¿Comprarías uno?
La respuesta a la anterior pregunta claro que es diversa, pero muchos estarán de acuerdo en que la propuesta a acceder a un producto por determinado tiempo por un pequeño costo solucionaría muchas cosas en la vida, incluso, pensándolo mejor, usted podría rentar algo también y acceder a pequeños ingresos por cosas subtutilizadas en su hogar. ¿Su impresora lleva arrumbada algunos meses? Réntela. ¿Usa su coche solo los fines de semana? Póngalo en Uber. ¿Tiene una habitación para visitas que solo usa un par de veces al año? Súbalo a Airbnb.
Seamos sinceros, lo anterior no suena nada mal y si agregamos a la mezcla una crisis medioambiental por generación de basura vinculada con el consumo, una pérdida de legitimidad de las grandes empresas que sobre explotan recursos naturales y capital humano, y una necesidad de volver a los vínculos locales como mecanismo de resiliencia urbana, pareciera que estamos frente a una solución perfecta a los problemas de las últimas décadas: la economía colaborativa.
El término sharing economy (economía colaborativa) se utilizó por primera vez en 2007 en el libro Colaborative consumption de Ray Algar, pero se popularizó tres años más tarde con las publicaciones de Gansky (Why the future of bussines is sharing) y Botsman & Rogers (What’s Mine is Yours: The Rise of Collaborartive Consumption), textos que detallan las bondades de la economía basada en el aprovechamiento de recursos infrautilizados y el uso de medios digitales para potenciar y facilitar la comunicación entre ofertantes y consumidores. Así lo describía el propio Botsman en una, hoy famosa, charla de TED sobre economía colaborativa:
“En esencia, se trata de empoderar. Se trata de empoderar a la gente para establecer vínculos valiosos, vínculos que nos están permitiendo redescubrir una humanidad que hemos perdido por el camino, interactuando en mercados como Airbnb, como Kickstarter, como Etsy, que se basan en relaciones personales y no en la transancción vacía” [1]
El discurso de la economía colaborativa ha sido muy bien recibido y, en un primer vistazo, pareciera no tener aspectos negativos. Ha sido tan aceptado que incluso organismos internacionales y gobiernos de varios países se han mostrado interesados en incorporarlo a su agenda pública. En América Latina, por ejemplo, el Banco Interamericano de Desarrollo[2,3] ha sido un excelente difusor y promotor del sharing economy y ha logrado posicionarlo en la agenda de algunos países de la región.
¿Y entonces qué está mal?
Pues básicamente todo está mal menos, claro está, el discurso. Tomemos, por ejemplo, el argumento medioambiental de la economía colaborativa que explica que, al compartir reducimos nuestro consumo de productos y servicios, y con ello disminuye la producción de basura, ergo, la contaminación. Esto tendría sentido en un escenario donde las personas actuaran de forma lineal, pero somos un poco más complejas que eso. De acuerdo con Gordo, De Rivera y Cassidy[4] el abaratamiento de costos suele provocar un aumento de consumo, es decir, consumimos más cuando los servicios y productos se hacen más asequibles a nuestro bolsillo (¡vaya, quién pudo haberlo imaginado!). De esa manera gente comenzó a viajar más, porque los servicios de hospedaje se abarataron y otros tanto aumentaron su movilidad en automóvil porque apareció un servicio más barato, más seguro y más eficiente que el servicio tradicional.
¿Y qué hay del vínculo local? En la historia del taladro tú enciendes tu celular, buscas a alguien que oferte un taladro en arriendo cerca de tu ubicación y la app hace su magia. En breve encontrarás a un vecino que se convierta en tu salvador, te entregará el producto y habrás ganado un amigo. No sé si afectivamente ha pasado esto, con seguridad que sí, pero no es el escenario común cuando nos referimos a los esquemas de economía colaborativa. Airbnb, por ejemplo, oferta su plataforma como un servicio para compartir experiencias y en donde puedes habitar con un local y aprender de éste de manera auténtica a diferencia de los servicios de hospedaje tradicionales. Lo contradictorio es que, en la actualidad, buena parte de la oferta de este servicio de hospedaje se trata de departamentos o casas completas,[5] lo que quiere decir que no vas a habitar/compartir con el ofertante del espacio, además de que en muchas ocasiones el servicio es tan automatizado, que es probable que nunca llegues a conocer a los famosos anfitriones que, en teoría, te mostrarían las bellezas del lugar que has decidido visitar.
En el contexto laboral y quizá el más crítico de todo el sistema se encuentran los efectos negativos en el mercado de trabajo, pues buena parte del éxito del modelo de economía colaborativa se sustenta en el abaratamiento de costes operativos y la precarización laboral de los oferentes de productos o servicios.[6] Si descompones el taladro de tu vecino —ahora amigo—, quien pagará la reparación será él, quien además ya cubrió el costo de mantenimiento del taladro y de la movilización hacia tu casa para entregarlo, además de pagarle un porcentaje a la aplicación por subir su anuncio en formato premium a la plataforma.
A lo anterior además se suman los claroscuros normativos. Al tratarse de un “nuevo” mecanismo económico los gobiernos no han podido responder con suficiente velocidad para regularlos, esto ha abierto huecos legales para continuar operando en los mercados donde se insertan sin ser sujetos de las mismas regulaciones que el mercado tradicional.
En el contexto pandemia y postpandemia la pregunta no es si algunas de estas empresas desaparecerán, sino cómo se reinsertarán en la “nueva normalidad” y, dada la relevancia que hemos visto para la vivienda, para el mercado de trabajo y, en general, para la vida en las ciudades, cómo podemos participar como ciudadanos frente a este fenómeno.
Luego, regular, controlar y fiscalizar, pues se trata de empresas que se benefician de la infraestructura pública como calles, equipamientos, transporte público y del capital humano de las ciudades donde se insertan. Con suerte, su amigo del taladro pueda crear una microempresa que genere trabajo con seguridad social para otros y contribuya fiscalmente para mejorar la ciudad.
1. Botsman, R. (mayo de 2010). En defensa del consumo colaborativo. Sydney, https://bit.ly/365lAe9: TED Ideas worth spreading.
2. BID. (2016). Economía Colaborativa en América Latina. Madrid: BID.
3. Buenadicha, C., Cañigueral, A., & De León, I. (2017). Retos y posibilidades de la economía colaborativa en América Latina y el Caribe. Banco Interamericano de Desarrollo.
4. Gordo, Á., De Rivera, J., & Cassidy, P. (2017). La economía colaborativa y sus impactos sociales en la era del capitalismo digital. En R. Cotarelo, & J. Gil, Ciberpolítica: gobierno abierto, redes, deliberación, democracia (págs. 189-208). Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública (España).
5. En el caso de Ciudad de México este dato supera el 50% de la oferta existente.
6. Murillo, D. (19 de junio de 2018). El lado oscuro de la economía colaborativa. Obtenido de Instituto de Innovación Social: https://bit.ly/2LyZGX9.
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