1 agosto, 2018
por Vivian Abenshushan | Twitter: zingarona
Desde el último ciclo de luchas laborales, a finales de los sesenta y principios de los setenta, apareció algo que varios teóricos y activistas italianos han llamado la mutación posfordista del capitalismo contemporáneo: el paso de la fábrica fordista a una nueva dinámica de intercambio y producción que trataría de incorporar las premisas de la lucha obrera —el derecho al ocio, la flexibilización laboral, la reducción de la jornada laboral— a las nuevas formas de producción, pero adulteradas y sin beneficio para los trabajadores, que permitiera al capitalismo encontrar un camino sin obstrucciones para sus flujos. Una economía de producción de signos, que tiene que ver con la desaparición de la fábrica industrial en un nuevo tipo de fábrica móvil, portátil e inmaterial, capaz de generar trabajo en cualquier lugar. Eso podría ser internet: la fábrica permanente, atomizada, que evita, por supuesto, la asociación gremial y entre trabajadores, y en la que el trabajo sufre una doble transformación. Por un lado, la jornada laboral se extiende indeterminadamente y se incorpora a todos los aspectos de la vida y, por otro, el trabajo material se invisibiliza y parece que no existe. Todas las máquinas en las que trabajamos las hacen obreros que son esclavos en fábricas de China, Panamá, Costa Rica o México; fábricas invisibles en las que no hay ningún tipo de movimiento obrero, porque están en países donde no hay derechos laborales o donde las reformas estructurales han acabado con éstos. Parece que ése es un trabajo que no existe o que sólo existe ese otro proceso dinámico de producción de signos, imágenes, información, memes, tuits, posts o conversaciones, que convierten el tiempo libre en tiempo ocupado, en tiempo de nueva creación de valor y de producción.
Es ahí donde aparece otra genialidad perversa del capitalismo contemporáneo: haberse apropiado de la capacidad cooperativa. Las redes sociales trabajan gracias a nuestra capacidad de crear en común una comunicación permanente, donde se intercambian puntos de vista y opiniones. Esa capacidad cooperativa que genera la red, en lugar de crear bien común, está siendo capitalizada por grandes algoritmos que dan lugar a una máquina muy bien engrasada para generar dinero. Ése es el cambio fundamental: el paso de la fábrica —industrial y de trabajo físico pesado, donde se generaban objetos materiales— a esta otra fábrica que produce evanescencias y volatilidades cada segundo, toneladas de información por minuto que, a su vez, crean grandes capitales a través del sistema financiero y que pone de relieve la relación entre el carácter inmaterial del trabajo y el carácter cada vez más abstracto e inasible de la economía global, que funcionan permanentemente gracias a la velocidad y la interconexión. Lo urgente ahora es repolitizar el trabajo, pues el movimiento final de esta mutación fue su despolitización, que la gente lo amara, que fuera cool, que fuera la esencia de lo que somos, una forma de estar en el mundo, que la gente quisiera trabajar más.
Esta despolitización tuvo que ver con la cancelación de las resistencias colectivas y la incapacidad de los individuos de agruparse para organizar sus formas de convivencia de un modo no fundado en la competencia y en la transacción permanente de beneficio, lo que generó zonas amplias y extendidas de soledad laboral: átomos interconectados que nunca se encuentran físicamente. La desfinancierización atravesaría por la reocupación del espacio físico y por desafiar la crisis de la presencia, encontrándose en lugares donde poder trabajar de forma compartida y cooperativa; espacios donde reunirse y discutir de sus problemas de explotación laboral y encontrar vehículos y medios —legales o no— frente a los abusos que padecen: la falta de contratos, de derechos y de esos otros aspectos que son parte de una vida siempre contingente e inestable, en la que nunca sabemos qué va a pasar y nos hace vivir con ansiedad. Sólo hay una forma de ofrecer presión frente a esta volatilidad y es ocupando los espacios, estando ahí. La presencia y el cuerpo son irreductibles a los flujos del capital. Es ahí donde empiezan a operar los obstáculos.
Texto elaborado a partir de una conversación de Pedro Hernández con Vivian Abenshushan.