Tacón, punta, tacón, punta: “Los Simpson” se travisten | Parte 3
Así como en el sueño, la imaginación, el carnaval y en los juegos de niños, existen otros espacios y celebraciones [...]
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¡Felices fiestas!
28 septiembre, 2023
por Jonathan Rico Alonso
Quien haya visitado o vivido en la Ciudad de México se habrá dado cuenta de que el transporte público es insuficiente para la gran cantidad de habitantes. Las llamadas “horas pico” son prueba irrefutable de esto. Basta con intentar abordar el metro a las 6:00 de la tarde en la estación Hidalgo para comprobarlo; no importa si es en los andadores correspondientes a la línea azul (la 2) o a la verde (la 3), es casi imposible subirse, incluso bajarse de un vagón. El sentido común no existe ni podrá existir: permita salir antes de entrar. Los usuarios son los ríos que van a dar a Indios Verdes, que es el morir —permítaseme la paráfrasis de los versos del poeta medieval castellano—.
Este exceso de pasajeros no es un fenómeno de este siglo, como casi nada lo es; habría que remontarse al Porfiriato para constatarlo. En el relato “La novela del tranvía”, incluido en el libro Cuentos frágiles (1883), de Manuel Gutiérrez Nájera, el Duque Job narra la historia de un sujeto que recorre las calles de la capital arriba de un ómnibus: “A cada paso, el wagon se detiene, y abriéndose camino entre los pasajeros que se amontonan y se apiñan, pasa un paraguas chorreando a Dios dar […]. Los pasajeros ondulan y se dividen en dos grupos compactos, para dejar paso expedito al recién llegado. Así se dividieron las aguas del Mar Rojo para que los israelitas lo atravesaran a pie enjuto”.
Décadas más tarde, el cronista Salvador Novo retomaría esta imagen en su Nueva grandeza mexicana (1946): “Tras de nosotros, una elástica puerta lateral, al cerrarse, aseguró contra todo riesgo de repentina proyección contra el asfalto a los pasajeros que ya no encontrarán asiento y que viajarán –como se ha dicho siempre en los camiones– ‘parados’”.
Tanto el texto de Novo como el de Gutiérrez Nájera bien podrían tomarse como intertextos de Aura (1962): “alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el pasamanos”. La plasticidad de las dos imágenes –el bus que no frena y los pasajeros parados– acerca aún más la mejor novela de Carlos Fuentes a “La novela del tranvía”, que a la Nueva grandeza, pese a que ésta guarda más cercanía temporal.
El autor de Return Ticket recuerda además, en su Nueva grandeza, la ruta de un tranvía que iba por toda la calle Tacuba hasta llegar al Zócalo. Esta vía siempre ha sido paralela a la calle de los Donceles. Aunque ambas se unen por una más corta: Xicoténcatl. En este espacio, antes adornado por adoquines –según dice el escritor Héctor de Mauleón, en una nota publicada en Nexos en septiembre de 2015– se hallaba el Hospital de San Andrés, donde se llevó a cabo el segundo embalsamiento (el primero fue en un convento queretano) de Maximiliano de Habsburgo, casi tres meses después de su fusilamiento.
Felipe Montero se bajó del camión en Tacuba, tomó la calle de Xicoténcatl y recordó, como todo buen historiador, que allí estuvo el cuerpo del jefe del Segundo Imperio; continuó su camino sin saber que llegaría a la casa de otro hombre que asistió a “las ceremonias y veladas del Imperio” entre 1864 y 1867: el general Llorente, quien se casó con una mujer más joven que él, infértil y que la vio un día delirante, “abrazada a la almohada”: la señora Consuelo, casi loca a causa de la ingesta de narcóticos. Esa mujer, como la del Archiduque de Austria, Mamá Carlota –como reza la letra de la canción de Vicente Riva Palacio–, la emperatriz de México que no pudo concebir y que meses después de haber enviudado, comenzó a mostrar signos de locura.
Cuenta José María Marroquí en La Ciudad de México (1900) que el nombre de la calle de los Donceles (de ‘doncel’, que significa “joven noble aún no armado caballero”) tiene su origen en la Conquista: en esta zona se avecindaron los hombres que llegaron en condición “de conquistadores y de pobladores, fundando títulos y mayorazgos”; pocos nombres de otras calles aún se conservan, como el de Tacuba.
En la novela de fuente, su protagonista, becario de la Soborna, inició la búsqueda del número 815. Siguió sin poder “imaginar que alguien vive en la calle de Donceles”, pues siempre había “creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie”. ¿Cómo alguien puede habitar en ese “conglomerado de viejos palacios coloniales”? –se preguntó–. Sí, el antiguo Distrito Federal, la ciudad de los palacios: el Palacio de Bellas Artes, el Palacio Postal, el Palacio Nacional y, en la calle donde reside la bella Aura, la parte trasera del Palacio de Comunicaciones y Obras Públicas, luego el Palacio de los condes de Heras y Soto –esquina con República de Chile– y al final, antes de que Donceles se convierta en Justo Sierra, el Palacio del Marqués del Apartado, el cual cruza con República de Argentina.
Sí, en siglos pasados las familias más acaudalas vivían en el viejo Centro Histórico; ocuparon estos palacios que luego, en el ocaso de la centuria decimonovena y en los albores de la vigésima, se convirtieron en inmuebles del Estado y de la cultura: el Museo Nacional de Arte, la Secretaría de Justicia e Instrucción Pública y el Archivo Histórico del Distrito Federal, por citar algunos ejemplos. No obstante, para el profesor auxiliar de escuelas particulares esos vetustos alcázares citadinos sólo fueron “convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas”.
No, los palacios no corrieron con esa suerte como sí algunas casonas: éstas se usaron como locales, negocios y accesorias. Se sabe que en 1956 se fundó la librería La Selecta y hacia 1975 la Librería Lizardi era referida en Los detectives salvajes, donde Juan García Madero conoció –o por lo menos vio– a Carlos Monsiváis. La calle de los Donceles cobró fama por estas librerías de viejo o de ocasión y hoy, en 2023, además de títulos de historia, literatura, matemáticas, física y de primeras ediciones –groseras con los bolsillos de los estudiantes–, aparece la gentrificación, se venden y reparan cámaras fotográficas, y se ofrecen servicios de revelado. Son muchas las tiendas de libros y los locales de cámaras digitales y analógicas que, tal vez, años atrás eran los responsables del confinamiento de Consuelo y Aura: “Es que nos amurallaron, señor Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz [cual cuarto oscuro para el revelado de fotos]. Han querido obligarme a vender”.
Felipe Montero todavía no halla el número 815, pues “las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas”. Sin embargo, su tránsito de Poniente a Oriente le ha concedido tiempo de sobra para conocer por fuera otros monumentos como el Teatro Mexicano –actualmente el Teatro Fru Fru–, el viejo Teatro Iturbide que alberga la Cámara de Diputados (allí, el 28 de mayo de 1911, don Porfirio Díaz renunció a su cargo) y, por último, el Teatro Esperanza Iris, inaugurado en 1918 y nombrado así en honor a la cantante mexicana. El historiador, que ganará cuatro mil pesos mensuales, conoce éstos y otros datos más.
“Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia”. ¿Y es verdad que nada cambia? ¿Acaso esa parte, a veces “unidad de tezontle”, se ha mantenido inmaculada? El tiempo pausado de los segundos pisos de los caserones y palacios del centro de la ciudad; ésos que son “nichos [color contaminación en el México de los siglos XXy XXI] con sus santos truncos coronados de palomas [¡y vaya que hay palomas, son casi una plaga!], la piedra labrada del barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca”.
Dice el narrador “barroco mexicano”: ¿cuál si no el churrigueresco?, el que fue pensado para estilizar el altar del Templo de la Enseñanza, correspondiente a la iglesia de Nuestra señora del Pilar, ubicado en la calle de Donceles 104, no muy lejos del Edificio Villarcayo de estilo art déco, que probablemente fue construido hacia las décadas de los 30 y 40 del siglo pasado como el Rex, el Victoria y el Viena; este último erigido en la calle de López en MXMXXXI, como señala el piso de su entrada. Calle de los Donceles, calle de eclecticismo arquitectónico: churrigueresco, art déco, art nouveau, neoclasicismo como el del Palacio del Marqués del Apartado, barroco como el de los condes de Heras y Soto y otros más sencillos, menos favorecidos por los arquitectos y los aristócratas.
Antes de que llegue el editor de las memorias del general Llorente a su destino y se dé cuenta de que el número 815 era el 69 –antes domicilio del estridentismo (taller del pintor Huberto Ramírez)–, habrá pasado por el 66, donde el 15 de febrero de 1957 –es decir, un lustro antes de la publicación de Aura– fue fundada la Academia Mexicana de la Lengua; institución que en 2001 eligió a Carlos Fuentes como uno de sus académicos honorarios.
A unos cuantos metros de allí se halla “esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tú [“historiador cargado de datos inútiles”, tal vez como los mencionados líneas antes] la ves, […] bajas la mirada al zaguán despintado y descubres el 815, antes 69”. No cabe duda, Felipe Montero tras haber recorrido una de las calles más pretéritas de la Ciudad de México cual turista y cicerone, ha confirmado que alguien vive en la calle de Donceles: en una casa de “cortinas verdosas”; no el lírico “verde que te quiero verde” , sino el de apariciones y seres sobrenaturales como la mujer de los ojos verdes de Bécquer.
La superposición surge, pues, como un concepto para entender la continuidad de la vida en la calle Donceles: las nomenclaturas se han colocado unas sobre otras (“el antiguo azulejo numerado –47– encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924”) y las casas habitación ocupan sólo el primer piso porque en la planta baja están los locales y negocios. La superposición es, ahora, sinónimo de coexistencia; así como de la misma manera conviven y cohabitan los diferentes estilos arquitectónicos aludidos.
El mundo exterior, que pertenece primero al centro y luego se limita a Donceles, ha sido cancelado; empero, se abre un microcosmos lúgubre e interior, ya adentro de la casona de la señora de Llorente, del que nunca podrá salir Montero. Este espacio clausurado recuerda al que fue utilizado para El castillo de la pureza (1972), película de Arturo Ripstein filmada en el Antiguo Colegio de Cristo (hoy sede del Museo de la Caricatura), inmueble ubicado en la calle de Donceles número 99, cuya fachada es de “unidad de tezontle”, a usanza de las construcciones del siglo XVII.
La sinopsis: el señor Gabriel Lima ha decidido mantener lejos a su familia del mundo exterior, de ese mundo corrupto y decante. Por eso ha optado por encerrarla en el mundo interior para conservar su condición edénica; la aislará del pecado, la mantendrá sola, pues la soledad, como dice Consuelo, “es necesaria para alcanzar la santidad”. Aunque el padre ha olvidado que “en la soledad la tentación es más grande”, Montero desea sexualmente a Aura, y ella le corresponde en más de una ocasión. Los dos hermanos de la familia Lima (re)conocen sus propios cuerpos, el martirio de la soledad para conservar la castidad no ha funcionado (y bien lo saben anacoretas como el del cuento del Decamerón), se ha quebrantado como la casona vieja de la señora Consuelo.
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Para analizar, determinar, identificar y etiquetar a estos personajes de la serie Los Simpson, propongo una tabla de características físicas, [...]