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Columnas

Serie Juárez (I): inmovilidad integrada

Serie Juárez (I): inmovilidad integrada

12 agosto, 2024
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio

Inmovilidad integrada (2024). Pablo Emilio Aguilar Reyes. Collage y técnicas mixtas. Elaboración: © Pablo Emilio Aguilar Reyes

No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me refirieron a las oficinas de orientación e información que están en la estación Juárez, en la línea 3 del Sistema de Transporte Colectivo (STC por sus iniciales, en lo sucesivo “metro”), asumí la prerrogativa de acudir, porque, si bien luego uno carece de principios, prescindiré de fines cuando muera. Mis fines eran 50 pesos que estaba determinado a recuperar. Pero este episodio en metro Juárez se sitúa a la mitad de la historia, que comenzó el año pasado en el metro Insurgentes Sur, de la línea 12. En compañía de la entrañable Ana Elisa, quien volvió durante unos breves e intensos meses desde Europa, intentamos acceder al andén con dirección a Tláhuac. Nos apersonamos en la primera taquilla inmediatamente a la izquierda de un tiro de escaleras, cuyo descanso accede al Liverpool de Insurgentes —conozco bien la descripción de la ubicación de la taquilla, porque la tuve que describir en un renglón del oficio que después me pedirían llenar—. Tras recibir un billete de 50 pesos, la operatriz de la taquilla nos dijo que el sistema de recargas se lo había tragado el billete, sin que se registrará el saldo. Después, la encargada comentó que había que meter una queja y solicitar una remuneración en unas oficinas en metro Juárez. Procedió a devolverle a Ana Elisa su tarjeta de movilidad integrada con la misma cantidad de fondos con la que había entrado a la estación. Ignorando que hay reclamos que devienen conflictos, me ofrecí para ir a reclamar los 50 pesos, porque metro Juárez es uno de los parajes posibles en el ir y venir de mi oficina: la calle 5 de mayo, esquina con Bolívar, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, cuna del régimen centralista, centro de operaciones administrativas de una cuenca, un sistema urbano y un país que se mantiene en disputa —por desgracia, una disputa que parece tener como objeto el dinero y no necesariamente la dignidad.

El dinero no me sobra y el tiempo escasea. Transcurrieron semanas para que lograra estar franco para ir a las oficinas de metro Juárez a pesar de que camino por ahí de manera regular. Fui hacia allá. Sobre avenida Balderas, en la acera poniente, accedí al Módulo de Tarjeta MI (movilidad integrada) del Gobierno de la Ciudad de México. Pensé que tendría que hacer fila, pero no había nadie. También pensé que ahí me devolverían el dinero. Me atendió una trabajadora, le platiqué mi situación, omití el hecho de que el plástico no es era mío (la tarjetahabiente ya estaba de vuelta en Berlín), le entregué la tarjeta y respondí muchas preguntas del tipo: “¿has vuelto a utilizar esta tarjeta desde entonces?” (negativo). Después, anotó en un papel el número de la tarjeta de movilidad integrada — no el que viene en el revés, sino un número oculto al que sólo se tiene acceso desde dentro del sistema, un número que de tu propia tarjeta probablemente ni tú mismx conozcas—. Pero en ese módulo no manejan dinero. Tras entregarme el número secreto, que sería necesario de aquí en adelante, me refirieron al siguiente paso, también en metro Juárez, del otro lado de la avenida: la Oficina de la unidad de Orientación e Información en Balderas 58, primer piso, colonia Centro.

Con prontitud me registré ante la vigilante — “asunto: información”— y subí a la oficina de la unidad de Orientación e Información. A diferencia del paraje anterior, de aspecto más o menos contemporáneo, esta oficina mantenía su encanto de los 60: señalética de no fumar, ventanas percudidas por el smog, pisos de loseta de cerámica (antes blanca, ahora gris), plafón reticular y paredes con acabado de yeso, pátina sobre el mobiliario original, puertas y marcos de madera y canceles, barandales, molduras y demás detalles de aluminio. La luz proveniente de los focos incandescentes teñía la oficina de un tono cálido, como la atmósfera del régimen estético de la burocracia predigital. Aire estancado, silencio y quietud. La oficina estaba casi vacía y el personal permanecía estirando el acontecer del tiempo, parecía que me estaban esperando. Tras un detallado testimonio, una secretaria de uñas largas y rojas me dio información, primero similar, después diferente y, al final, contradictoria a la que había recibido en el módulo anterior a propósito del procedimiento para el reembolso. A través de la ventanilla, la trabajadora me entregó un oficio fotocopiado con campos vacíos para anotar toda la información para ellos relevante (nombre, fechas, números de tarjeta, monto ingresado y actual, estaciones frecuentes, etc.), incluida la ubicación de la taquilla donde estaba la máquina se había tragado el billete de 50 pesos. Devuelto el oficio, fue incorporado a las pilas de papeles, folders y carpetas que estaban sobre escritorios de color beige. Así, quedó metida mi denuncia y —de vuelta a la era digital— se me dijo que en un lapso de 10 días hábiles tendría una respuesta en mi correo electrónico.

Edificio de oficinas del STC en Metro Juárez. Foto: ©Zaickz Moz

No menos de un mes después, el 14 de febrero —día de San Valentín: día del amor y la amistad, del espectro que los une y del umbral que los separa— recibí en mi bandeja un correo, cuya emisora era la ciudadana Muñiz Flores, en representación de la licenciada Arce Mayén, un oficio firmado por la licenciada Granados Pineda, que daba réplica a mi proceso con la siguiente información:

Derivado del análisis del Reporte 1 Recargas por Tarjeta, correspondiente al número de plástico proporcionado por la persona usuaria, así como del historial de Equipo de Recargas (POS), ambos emitidos por la Gerencia de Organización y Sistemas de este Organismo y de acuerdo a los datos proporcionados, se determina que procede reembolso por la cantidad de $50.00 (cincuenta pesos 00/100 M. N.).

La victoria es dulce. Pero es mejor celebrarla en silencio, porque del plato a la boca se cae… Hasta ahí mis queveres en metro Juárez. El oficio correspondiente no omitió la mención de que la Coordinación de Taquillas a la cual tendría a bien apersonarme para recibir mi reembolso no estaba en donde las anteriores, sino a un costado del metro Salto del Agua, en la acera con dirección a Observatorio: avenida Arcos de Belén 13, colonia Centro, primer piso.

En el momento en que esto transcurría, durante la primavera de este año, el Sistema de Transporte Colectivo estaba en proceso de dar el brinco de lo analógico a lo digital y mudar su infraestructura de acceso de los boletos válidos por un viaje, expirados el 20 de abril de 2024— el fin de una era—, a las tarjetas de movilidad integrada con validez en el resto de la red de transporte público de la ciudad: metrobís, trolebús, cablebús, etc. Sin embargo, los procesos burocráticos de la dependencia estatal STC y los interiores de sus oficinas siguen en la era análoga, y son como una máquina del tiempo cuya diferencia con el exterior es de medio siglo. En el transcurso, y a lo largo de semanas subsecuentes, no podía quitarme el recuerdo de las oficinas de metro Juárez de la cabeza. Soñaba de día con ellas, como pozos de agua onírica, como posiblemente las llamaría Walter Benjamin, el Manuel Gutiérrez Nájera alemán. No dejaba de contemplar en mi memoria su energía y apariencia sesentera. En los traslados a mi oficina, observaba desde afuera las oficinas en el primer piso de metro Juárez e imaginaba una explosión aurática capaz de transportarme a mediados del siglo pasado; que extendiera su atmósfera de leve tono amarillo, desde ahí al resto del Centro Histórico del Distrito Federal, pasando por el edificio de mi oficina que también es de los 70 y en el que, desde el sexto piso, se vislumbra (a veces) el horizonte al norte de la región más transparente del aire, cuyo transcurrir de la vida, diaria en la sexta década del siglo XX, suscita en mí una sensación de nostalgia peculiar porque yo nunca la conocí —nací en el 94 en Mixcoac, soy contemporáneo del TLCAN y del EZLN—. ¿Qué era aquello, esa anemoia? Así se le llama a la capacidad de echar de menos un pasado en el que uno nunca ha estado. ¿De dónde provenía aquella nostalgia? Lo averigüé hace poco, en otra localización que ostenta el nombre Juárez.

A veinte minutos caminando desde metro Juárez, en la colonia Juárez, abrió hace poco una cafetería. Negocio familiar: su distintivo parece ser el de extenderle una invitación al comensal a pausar su ocupada vida contemporánea y darse un pequeño minuto para tomar un café. El precio de un americano es igual a la denominación del billete perdido en la taquilla de metro Insurgentes Sur. El local de la cafetería es pequeño, posiblemente mida 3 metros de frente por 7 de fondo. No diría que es un interior contemporáneo, sino tentadoramente retro: ostenta un estilo similar al que estuvo en boga en el resto de la ciudad entre las décadas de los 60 y 70: focos cálidos cuya luz atraviesa luminarias en retícula, una identidad gráfica vintage y, sobre todo, un diseño de interiores con fuertes notas de aluminio: entrecalles, perfiles y molduras relucientes —a veces natural, a veces dorado—, que enmarcan enormes espejos en todo el perímetro. El café no es malo. Al fondo hay una vitrina “directorio”, pero, en donde normalmente habría un listado de despachos, aquí hay una colección de memorabilia, objetos de la época: billetes, postales de la Torre Latinoamericana, del Palacio de Bellas Artes, Teotihuacan, un caset, un sobre de cerillos, un calendario de Alis S. A. de C. V. (Abastecedora Nacional de herrajes y cerraduras), etc. La cafetería es coextensiva con la fantasía de ser un oficinista de entonces, bien trajeado, que detiene su transcurso por la colonia Juárez —en la calle Londres, casi esquina con Dinamarca— para pasar un minutito por un café. A estas alturas, todo lector atento sabrá a dónde conduce todo esto: las diferencias entre la cafetería de la Juárez y las oficinas de metro Juárez dicen más que sus semejanzas. La primera, seductora y sencilla, es una escenografía cinematográfica reminiscente de la era espacial del siglo pasado que, como comensal, se agradece. La segunda, encantadora pero insufrible, es un auténtico microcosmos de la burocracia mexicana, cuyo deterioro denota la ineficiencia de un sistema que —como escribe Salvador Novo— “se regodea en su propia inercia”, lo que, como ciudadano, me preocupa.

Café-bar El Minutito. Foro: © Ricardo Acuña

Preocupación y nostalgia, peligrosa mezcla combinada con el agradecimiento por la ejecución de un diestro diseño. En el café de la Juárez, a la mitad del sentido longitudinal, frente a la barra, arriba de los portales del deseo que suponen espejos perimetrales, hay una lámina que enmarca el isologo “68” de las Olimpiadas: un detalle adecuado y de precisión histórica. Cada que veo algo que tenga que ver con las Olimpiadas de México 1968, me siento interpelado por —entre otras cosas— ser residente de la Villa Olímpica, al sur de Ciudad Universitaria (en donde estudié), y en la que en ese entonces se hospedaron atletas de todo el mundo; en el sur de la cuenca del Valle de México: centro de operaciones administrativas de algo que se ha manifestado antes como imperio, después virreinato y ahora como una federación —siempre en disputa, y cuyo centralismo es uno de sus más pesados lastres.

El centralismo mexicano se manifiesta de muchas formas. La más evidente es la que impera sobre el territorio. Porque si bien, según la Constitución —artículo 40—, cada estado se autodetermina, en los hechos fácticos el sistema político institucional (entre otras cosas) vicia su cometido y deviene en gobiernos estatales que se ponen a merced de facciones políticas con sedes de administración, supervisión y rendición de cuentas ante la ciudad central; hecho que ocurre en cada entidad federativa, en mayor o menor medida. La Ciudad de México, que a su vez alberga en su interior lógicas centralistas, tiene una sobrerrepresentación de edificios, colegios, sindicatos, palacios, institutos y demás instituciones que ostentan el adjetivo “nacional”. El centralismo territorial tiene como correlato al centralismo político latente en lo que podríamos llamar la ideología del Partido; ideología que, en la década de los 60 y, en particular, días antes de las olimpiadas de 1968, tuvo un punto de inflexión.

La ideología del Partido es la causa responsable del centralismo político y los laberintos burocráticos —como el que yo atravesaba, aún a la mitad, entre la Oficina de la unidad de orientación e información en metro Juárez y la Coordinación de Taquillas en metro Salto del Agua—. La ideología del Partido se caracteriza por una naturaleza dual de geometría circular. Por un lado, está el centro, representado por el líder, sus cabilderos y los jerarcas del Partido, que forman parte de una tradición intelectual manifestada en cualquiera de sus denominaciones tras el primer tercio del siglo XX: Partido Nacional Revolucionario (PNR), Partido de la Revolución Mexicana (PRM), Partido Revolucionario Institucional (PRI), Partido Acción Nacional (PAN), Partido de la Revolución Democrática (PRD), etc. Diferentes nombres, pero misma estructura; diferentes capítulos —tanto narrativos como grupusculares—, pero una misma historia. Por el otro lado, alrededor de este centro equidistante está el diámetro concéntrico: el Partido que, como discurre Octavio Paz en Posdata (1970), más que expresión de un sentir político compartido entre ciudadanos, es un ente burocrático que se limita a giros político-administrativos. Sus esfuerzos consisten en la dominación institucional, no mediante la fuerza coercitiva sino el control y manipulación ejercidos mediante sus radiales: las agrupaciones populares (sindicatos, ejércitos, asociaciones obreras y campesinas, etc.); los discursos de modernización e industrialización; una filia por la inversión extranjera, así como la construcción de infraestructura políticamente utilitaria; y los medios de información que— si bien cada individuo es libre y soberanx— influyen en el pensar de, sobre todo, las clases medias— nacidas en el seno del Partido. “Al mismo tiempo, el Partido es un órgano de exploración de la conciencia popular y de sus aspiraciones y tendencias”, continúa Paz. A un atento lector le corresponde, de acuerdo a su propio juicio, proceder o no con un examen del horizonte político mexicano en el siglo XXI, en relación con esta ideología para determinar si su movimiento sigue o no vigente.

A reserva de enmarcar esta crónica del sistema político moderno mexicano dentro de un relato de buenos contra malos— o cualquier arquetipo de ellos contra nosotros—, toca reconocer las virtudes de la ideología del Partido en el transcurso de la primera mitad del siglo pasado: la creación de estructuras públicas institucionales, cierta estabilidad política y, por extensión, económica: la construcción de muchos tipos de infraestructura. Y en la capital: la construcción de una Ciudad Universitaria, un Museo de Antropología, una Basílica, una red de Sistema de Transporte Colectivo (en breve volveremos al relato de aquellos 50 pesos en moneda nacional). La administración de este crecimiento nacional resultó en reconocimientos internacionales y, en consecuencia, la designación del Distrito Federal como sede de los Juegos de la XIX Olimpiada. Pero las autoridades de ese momento, incapaces de reconocer que las virtudes de su ideología ya habían transcurrido, primero doblaron su apuesta, después ignoraron el clamor de la juventud educada y, finalmente, cometieron atrocidades. Cuando el poder no se suelta a tiempo, deviene un punto de inflexión en el que sus virtudes se invierten en vicios, lastres. Aquí, los más protagónicos fueron la corrupción y el autoritarismo, peligrosa dupla combinada con una creciente incompetencia para gobernar. La incapacidad de cambiar de ideología o ceder el poder cuando sus constituyentes se lo solicitaron, confirma de manera retroactiva que, tal vez al Partido— tras un proceso de anquilosamiento y fijación del poder por el poder mismo— ya no le era lícito gobernar. El poder concentrado en su configuración concéntrica, bajo la ideología del Partido, explica en gran medida lo que aconteció el 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco cuando, pasadas las 18:00 horas y hasta la madrugada de la jornada siguiente, agentes del ejército —bajo mandato de la figura ejecutiva— abrieron fuego sobre civiles, jóvenes mexicanos. No hubo reparaciones, no se pidió perdón, siguen sin esclarecerse por completo las causas. Así comenzaron las primeras Olimpiadas en suelo latinoamericano, con un trauma.

Trauma. Así se le llama a la capacidad que tiene el cuerpo para adaptarse a intensas disonancias cognitivas o a un acontecimiento atroz, súbito o recurrente. Sin embargo, la impronta adaptativa, cuando se extiende en el tiempo, puede frustrar el desarrollo de la conciencia. Desarrollo detenido que, a veces, se manifiesta como nostalgia—¿anemoia?—, y se caracteriza por una incapacidad de integrar por completo los acontecimientos del pasado, por lo que el desarrollo de la conciencia se vuelve maladaptativo. Inmovilidad integrada. Este concepto es conocido en las tradiciones intelectuales que estudian la conciencia en su acepción individual —en el psicoanálisis, por ejemplo—. Sucede algo similar con la conciencia a escala colectiva, nacional y universal. Por lo tanto, al igual que las oficinas en el primer piso de metro Juárez, nuestra conciencia política mexicana está frustrada, atorada desde hace medio siglo en la década de los 60, en sus aparatos burocráticos, dispositivos institucionales y también en su régimen estético. No obstante, así como ocurrió en el Distrito Federal —cuna de un régimen centralista—, los sucesos de desestabilización social y los reclamos populares a favor de un relevo generacional y democrático del poder ocurrieron el mismo año de 1968 en otras latitudes y amplitudes del mundo geopolítico comercialmente interconectado: México, Estados Unidos, Francia, Japón, Italia, Brasil, Alemania, Pakistán, Inglaterra. Es decir, como habitantes de la Ciudad de México, como ciudadanos mexicanos y como humanidad interconectada, estamos traumados en menor o mayor medida. Hipótesis: las autoridades, ideologías y personas que ostentan el poder en el panorama geopolítico contemporáneo se benefician de nuestros mecanismos maladaptativos, se alimentan de nuestros traumas y les sacan provecho a nuestras nostalgias. A sabiendas de que hay reclamos que devienen conflictos, a esas personas me gustaría invitarlas al café en la Juárez, porque también son víctimas de su propio desarrollo frustrado, de su inmovilidad integrada.

Me dirigí al metro Salto de Agua. El vigilante me negó el acceso a la oficina correspondiente porque no llevaba conmigo una identificación oficial. Pasaron 20 días y me volví a apersonar con pasaporte en mano. En esta segunda vuelta, el vigilante no me pidió identificación. Subí. Frente al elevador vi la Coordinación de Taquillas, tenía un aspecto similar al módulo del metro Juárez. Había una docena de personas, la mayoría trabajadoras. Me senté en una diminuta sala de espera en la cual las bancas eran los asientos típicos de los vagones del metro, hechos de fibra de vidrio, montados sobre perfiles de acero. Transcurrieron más o menos diez minutos hasta que alguien reconoció mi presencia y me condujo a la ventanilla donde había tres trabajadoras platicando. Tras el recuento de los hechos, mostré el oficio que había recibido por correo electrónico y una de las trabajadoras me pidió la tarjeta de movilidad integrada en la que no se hizo la recarga de 50 pesos. “¿Trae su INE?”—me pregunta la secretaria—. “No, traigo mi pasaporte”—le respondí—. Me dijo que aguardara en la sala de espera por 15 minutos. Me senté y después ella salió por la ventanilla, que también era una puerta de madera, y accedió a otra oficina detrás de la recepción. Después de 20 minutos reparando en el bullicio, la secretaria me llamó a la ventanilla y me pidió escribir sobre unas fotocopias de mi identificación y otros documentos, así como mi nombre, la fecha de ese día, y mi poderosa; la firma decía: “recibí en el plástico con número […] reembolso de crédito por $50”. Mientras firmaba, sentía que era lícito congratularme: la victoria es dulce. Después de otros 5 minutos de espera, escuché que la trabajadora les dijo a sus colegas “voy a bajar con el usuario”. Me pidió que la acompañara abajo, lógicamente, para recibir el reembolso. Bajamos un piso en el elevador, salimos del edificio y me preguntó: “¿Cómo ingresó sin dejar identificación?” “No sé…”, le respondí. En la acera norte, sobre Arcos de Belén e Izazaga, bajo el sol fulminante, nos dirigimos hacia el oriente. La trabajadora era de aspecto esbelto y amable, calculo que tenía el doble de mi edad. Comenzamos a platicar mientras caminábamos. Mientras atravesábamos la sombra de los puestos afuera del mercado de San Juan, le comenté que, como no tenía INE vigente, hacía uso de mi pasaporte para identificarme en todos lados. Coincidimos en que el pasaporte es importante. Me platicó que su hijo lo tuvo que sacar para ir a una demostración de artes marciales en Japón, a la cual después no acudió porque hubo unas explosiones y se canceló; luego, continuó ella, su hijo comenzó a estudiar odontología y ya no práctica artes marciales. Llegamos a la esquina con Eje Central. Yo iba detrás de ella, dimos vuelta unos metros hacia el norte y comenzamos a bajar las escaleras de metro Salto del Agua. Continuaba platicando los detalles de la vida de su hijo, con quien simpaticé. Tras el tiro de escaleras, llegamos a los torniquetes de la estación: Salto del Agua, andén con dirección a Constitución de 1917. Todavía no comenzaba la hora pico. La secretaria se presentó ante la operatriz de la taquilla, colocó la tarjeta de movilidad integrada ante el sensor y pidió una recarga. Sus dedos tenían uñas rojas, con ellos extrajo un monedero de su bolsa, abrió el cierre y, uniendo los dedos índice y medio, sacó de su fondo personal un billete de 50 pesos y lo deslizó por debajo del cristal de la taquilla. “¿Hola, cómo estás?, ¿me puedes hacer una recarga de cincuenta pesos?” Me indicó que me fijara en la pantalla, que mostraba el saldo actual y, finalmente, me entregó en mano la tarjeta de movilidad integrada con un crédito equivalente a 50 pesos en moneda nacional. Tras aproximadamente medio año, y varias horas-hombre de diligencias burocráticas, en mayo del presente año recuperé los 50 pesos tragados por la máquina.

Recepción de la Coordinación de taquillas, STC (2024). Foto: Pablo Emilio Aguilar Reyes

Tras cumplir con la prerrogativa, y ya asegurados los fondos y el plástico bajo mi custodia, estaba claro que las preocupaciones ya mencionadas, y el tiempo invertido en este proceso, superó en gran medida el monto en disputa. Sin embargo, no todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. La tarjeta de movilidad integrada con terminación en “543BA41” será devuelta a la brevedad a su respectiva tarjetahabiente en cuanto la ciudadana correspondiente esté de vuelta en la Ciudad de México —cuna de un régimen centralista de inmovilidad integrada, centro de operaciones administrativas de una cuenca, un sistema urbano y un país que se mantiene en disputa—, que a nosotros en tanto ciudadanos nos corresponde iluminar con la luz de la conciencia los acontecimientos del pasado, nuestros traumas y nuestras nostalgias para, finalmente, terminarlos por integrar.

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