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Columnas

San Pablo Huitzo: patrimonio vivo sin proceso de momificación

San Pablo Huitzo: patrimonio vivo sin proceso de momificación

El patrimonio puede ser entendido a partir de múltiples referencias visuales que van desde la herencia física, financiera, sentimental, etc., recibida de nuestros antecesores, a los sistemas normativos para la conservación de valores colectivos abarcando amplios territorios de nuestro planeta (aunque al día de hoy ya nos debería quedar claro que es un todo), hasta los objetos materiales, muebles o inmuebles, preservados a lo largo de la historia de las culturas, o de aquellos conceptos inmateriales como el conocimiento que se transmite de una generación a otra creando identidades territorio-culturales a diversas escalas demográficas.

José Saramago, escritor portugués ya fallecido, redactaba en sus Cuadernos de Lanzarote que el patrimonio vale lo que vale el espíritu, reclamando con ello lo que él consideraba la pérdida de la esencia colectiva de la identidad portuguesa. Y es que en el amplio abanico de lo patrimonial hay casi una versión sobre el tema como habitantes humanos hay en el planeta.

En esta columna, el tomar postura es una de las reglas para el ejercicio de la reflexión, entendiendo que es una acción subjetiva, personal y, por lo tanto, susceptible a compartirse, pero de ninguna manera a imponerse, para así poder escuchar otras.

El alma patrimonial, por decirlo de alguna forma, es como un ecosistema en donde, entre más diversidad, se tienen más posibilidades de resiliencia, por lo que en mi vida he ido aprendiendo a aceptar diversas posiciones, planteamientos y acciones sobre la conservación patrimonial. El viajar me ha permitido apreciar desde ciudades completas —que han quedado “momificadas” físicamente en el tiempo, y donde lo que se aprecia es un transitar turístico para ver calles, templos, y edificaciones diversas, donde ya prácticamente no quedan habitantes locales que les confieran la habitabilidad para la que fueron creadas, hasta sitios vivos, en constante proceso evolutivo que combinan la preservación de objetos e ideas locales, con la inquietud y búsqueda aspiracional de evolucionar en la actualidad de su tiempo y seguir existiendo como un todo. El espacio que comparto hoy reflexiona sobre esta última versión.

Por ello en esta ocasión, si nuestras y nuestros estimados lectores son adictos, como su servidor, a visitar la Ciudad de Oaxaca y sus alrededores, o si no han estado, pero planean dicha visita entre sus objetivos futuros, permítanme introducirles un peculiar descubrimiento que, gracias a la gestión de nuestra colega Amparo Socorro y al curso Intersemestral o de Verano que realizamos la maestra Pilar Álvarez y yo, con las Universidades Javerianas de Bogotá y Cali pudimos experimentar en junio del presente año, todas y todos los que participamos en esta apuesta de intercambio académico.

San Pablo Huitzo se encuentra a orillas de la sierra denominada Nudo Mixteco, en cuyo extremo norte nace el Valle de Etla, uno de los tres que conforman el de Oaxaca. Es el punto natural donde desemboca tras cruzar si usted viaja por vía terrestre el mencionado Nudo, el camino que une al estado oaxaqueño con el de Puebla, y por donde escurre también el río Ayutla, que riega los sembradíos de la región desde que la agricultura surgió en estos territorios.

La cultura Mixteca le denominaba Huijazoo, y dejó memoria de ello en lo que hoy es una pequeña zona Arqueológica así denominada. Durante el dominio mexica, se renombró como Guaxolotitlán, según los datos oficiales del municipio, para finalmente en el periodo del Virreinato de la Nueva España, adoptar su nombre actual.

Ahí no encontrarán una población donde las edificaciones ejecutan el papel de una escenografía detenida en el tiempo, ni a los habitantes jugando el juego del folklore, pero no por ello dejarán ustedes de encontrar atractiva la visita, tanto en los elementos relacionados con el patrimonio tangible inmueble, como en las esencias de aquél que es intangible y se percibe solo en la sutileza del trato.

Para llegar a la plaza central, recorrerá usted alguna calle cuya traza urbana se ha ido extendiendo hasta el borde de la carretera federal libre de peaje, donde un arco le da la bienvenida. La carretera de cuota pasa más lejos, tangente e indiferente cono son siempre estas vías, a todo aquello que sucede en el territorio, más allá del objetivo que es llegar lo más rápido posible al destino principal.

El trayecto le conducirá a la plaza principal, ahí encontrará un largo porticado hacia el norte de la misma, construido en dos etapas: La primera, en los años 20 del siglo pasado, cuando la necesidad de los gobiernos postrevolucionarios, utilizaron el lenguaje neocolonial, como un sistema ideológico para generar una identidad moderna a partir del mestizaje. En ese sentido, el pórtico reproduce con rigor académico una estilizada arcada que da sombra a las dependencias municipales, durante la primavera, otoño e invierno, ya que es fachada sur. La segunda etapa, en los años 70, donde la homogenización de la ceremonia festiva que conmemora el inicio de la lucha independentista, obligaba a ampliar el edificio y dotarlo de un balcón con campanario para replicar el “grito” que Hidalgo diera en la población de Dolores, hace algo más de 200 años. La adición no deja de ser un pastiche, pero hay que reconocer, hecho con la dignidad colectiva de los oficiales albañiles del sitio, que buscaron unificar los lenguajes previos de la mejor manera. 

La plaza se divide en dos segmentos, un espacio duro para ceremonias civiles, seguido al sur de un espacio blando, esmeradamente cuidado en su jardinería y sombreado por centenarios árboles, donde los habitantes aún se concentran para socializar y relacionarse lúdicamente. Siguiendo la trayectoria sur de esta secuencia de espacios, usted llegará a un arruinado pórtico, más antiguo que aquel del Palacio Municipal y que deriva de la época virreinal. La gente de Huitzo le denomina “la Hacienda”, seguramente esta edificación de propiedad privada, incomprensiblemente abandonada al exterior, habría sido originalmente la casa grande de este sistema productivo, y de ahí el nombre. No deja de dar un tono romántico y melancólico este rítmico juego de columnas prismáticas que no sostienen ya, más que fragmentos de un tejado que se sigue desvaneciendo en el tiempo.

Al oriente de la plaza, su sección dura y cívica se remata con una escalinata que nos conduce a la plataforma donde hace unos 450 años, los Dominicos levantaron un conjunto conventual, que consagraron al patrón de la Región: San Pablo. La escalinata es uno de los tres accesos que tiene el conjunto para ingresar al amplio atrio, cuyas capillas pozas presentan una tipología totalmente inusual: Una robusta columna de mampostería, que sostiene un ligero tejado que completa su apoyo en los muros que forman la esquina.

La portada principal del conjunto, se compone del templo en el lado norte, reconstruido tras un terremoto en el siglo XVIII, pero que conserva la esencia del XVI. La austera portada del templo es acotada por dos torreones y se remete entre ellos, pero los tres elementos tienen la misma altura, dando así una unidad compositiva. Por encima, los campanarios reposan en las torres mientras que el frontón que remata la nave lo hace sobre la placa de la portada. Al interior ésta sola nave con capillas cripto colaterales y bóveda de cañón corrido acoge las celebraciones religiosas y el rezo individual de quien aún tiene fe. La dimensión del espacio interior del templo es menos imponente que en otros ejemplos de la misma época, pero también más acogedora; su escala es digna de ser conocida.

A la derecha del templo, se desarrolla el convento. Un solo arco de tres centros, anuncia el portal de peregrinos, enmarcado por un cornisamiento sobre el cual, se remete un balcón, haciendo una composición volumétrica por demás rica, mientras que un sólido volumen, con un gran vano tapiado se proyecta hacia el atrio. Al interior, el claustro refleja la calidez de un patio ajardinado, con su pozo al centro que narra la vida cotidiana del párroco y sus ayudantes. Los interiores, conviven extrañamente entre la escenografía museística y la actividad práctica del día a día: El refectorio montado como si fueran a degustar sus alimentos varios frailes, es fotogénico pero frío, en cambio, otro espacio donde hoy día sirve de comedor para quienes habitan permanente o temporalmente el convento como casa parroquial, se siente cálido, vivo, cotidiano, sin por ello renunciar al marco que le da una bella y significativamente grande, cajonera de madera barroca. Fragmentos de esgrafitos aún ornamentan la parte superior de los muros. 

Pero la cocina ¡ah, la cocina! El orden y acomodo de los distintos utensilios, aún de madera y barro, sugieren una puesta museística, pero en el fogón arde la leña, y las hoyas humean soltando el aroma de un guiso ricamente sazonado, de todo el convento, es éste el espació para mi gusto (y ahora sí, haciendo valer el origen de la palabra) más notable.

Detalles de la arquería del claustro sugieren que quien levantó la edificación, tenía una particular y bien educada mano proyectual, y que aquellos que asistieron como albañiles en el proceso, el conocimiento arraigado por centenas de años, para moldear y conformar la piedra en plástica estructural capaz de soportar el tiempo y movimiento de la tierra, sin desatender la escala y la proporción de su arquitectura. Vale destacar justamente, la escala misma del claustro, ya que el convento es una edificación de dos niveles, sin embargo, solo el claustro bajo presenta arquería, mientras que el alto remete su fachada, dejando un deambulatorio externo a manera de terrazas. Este juego volumétrico, da la sensación de una edificación más cercana a una vivienda particular, que a un edificio de habitación colectiva e institucionalizada. Tomando en cuenta que la orden son los dominicos, y que su arquitectura al menos en lo que fuera la Nueva España no se caracteriza normalmente por la humildad, llama notablemente la atención la expresión narrada.

Un segundo patio de menores dimensiones, recuerda más a una casa solariega extremeña, que, a un convento de frailes, y el pequeño huerto trabajado en ella, termina de acentuar está muy personal sensación.

Salimos del convento al atrio, para deslizarnos hacia el pueblo por otra de las puertas atriales, la oriente, donde una bella calzada refuerza su perspectiva con la tan necesaria sombra en nuestras latitudes tropicales que provee el follaje formando una verde galería. Las casas que rodean al conjunto conventual, vuelven a ejercer esta bella tensión entre la memoria reflejada en los muros de adobe que se erosionan hacia el olvido, los tejados de una sola agua, otra intrigante calzada arbolada que culmina en una reja, o los grandes ventanales con cierros de herrería, y las adecuaciones que las nuevas generaciones van haciendo para sentirse parte de un mundo contemporáneo que no se detiene. La estructura urbana se desarticula, otros espacios no fotografiados se transforman, como la vía del tren que quiere ser un paseo peatonal, más lejos, ya no visitados, los restos arqueológicos de Hujazoo.

Las amables personas que habitan Huitzo nos despiden junto a su presidente municipal, observando cómo el enorme autobús que nos llevó hasta allí, tiene serios problemas para encontrar una forma de salir del entramado urbano, divertidas y expectantes. Nos han abierto su casa, nos han permitido aprender de ellas, nos han declarado sus anhelos, sus miedos, su esperanza. A cambio devolvemos ideas, propuestas de cómo actuar en espacios puntuales, y claro está, este escrito que les invita, queridas y queridos lectores, a conocer un patrimonio aún no momificado, en tensión inevitable, muy olvidado por la industria del turismo, y la “infraestructura” supercarretera.

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