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Columnas

Remover la modernidad

Remover la modernidad

11 enero, 2019
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

En Crónica de la intervención, novela de Juan García Ponce, se describen profusamente los afectos eróticos de una incipiente clase media mexicana que dejaba atrás la organización hacendaria e ingresaba a la economía industrial, así como a ciertos espacios domésticos suburbanos. García Ponce estableció una relación entre la sexualidad —o perversión, según quien lea— de sus personajes y los lugares que habitan. En la casa con el jardín “a la Barragán”, o en el departamento estudiantil con vistas al espacio público, es donde se escriben diarios, se mira desnudo al esposo o a la esposa, se celebran orgías: se cultiva una suerte de privacidad moderna. En una primera lectura, García Ponce reelabora la novela burguesa, narrada casi siempre por la tradición en interiores domésticos, pero con la particularidad de que el cuerpo se comporta como una entidad polifacética. La madre de tres hijos es también una mujer sexual, a la que no le importaría que su marido le fuera infiel. El fraile de la iglesia local es también un profesor universitario que comenta a Marx en sus clases. Pero, cuando pareciera que estamos ante una apología de la emancipación y la individualidad durante el desarrollismo priísta, nos enteramos que esta burguesía, durante momentos prolongados, reconoce que está inmersa en una representación: que se mueven nada más sobre la superficie y que en realidad no conocen del todo la intimidad de las casas donde viven, así como sus propios afectos. En la novela son abundantes las reflexiones sobre la representación, la imagen y la supuesta autenticidad de lo que se está viendo, una cuestión que ronda las consciencias de los personajes. Aquí, aparece en la trama el movimiento moderno de la arquitectura mexicana. La arquitectura, en Crónica de la intervención, media las escalas entre lo privado y lo público, entre la célula individual o familiar y la colectiva, aunque sin dar resolución a ambos extremos.

Un trasunto de Pedro Ramírez Vázquez conoce, en una fiesta, a Esteban, un joven fotógrafo, a quien le comenta la importante misión que está llevando a cabo para el gobierno nacional, una misión que unirá a las consciencias del mexicano de ese presente y que proyectará al mexicano del futuro. Se trata, nada más y nada menos, de la Olimpiada Cultural. Dicho fotógrafo piensa que su oficio consiste no en capturar la realidad, sino la pura idea que se tiene de su sujeto. Pero, ¿cómo representar la Olimpiada Cultural? Anteriormente a su encargo, Esteban únicamente había retratado a ciertos integrantes de la clase media, fotografías para colgarse en la sala. En su tránsito de lo doméstico a lo colectivo, Esteban sigue pensando que es imposible la fotografía documental. ¿Se trata, entonces, de fotografiar el aura cosmopolita de la Olimpiada? Al interior de la novela, lo que inicia como un aliento de fiesta y apertura que toma al espacio público y que forja a la masa que lo transita, termina más bien en su desaparición también colectiva y pública: la matanza en la Plaza de las Tres Culturas. En las casas del suburbio, la identidad de la clase media no termina de solidificarse, y en las grandes plazas construidas ex profeso para este nuevo sujeto mexicano, ocurre un genocidio. 

Tres décadas después de la publicación de la novela, en la Ciudad de México ocurría un debate respecto a la imagen y la representación. A 50 años de la masacre del 2 de octubre, el gobierno federal ordenó el retiro de placas conmemorativas en seis estaciones del Sistema de Transporte Colectivo Metro, aquellas que fueron inauguradas por Gustavo Díaz Ordaz: Pino Suárez, Balderas, Insurgentes, Zócalo e Hidalgo. En el debate público, se llegó a mencionar que el gesto fue pura demagogia. El Estado reconociendo crímenes del pasado cuando no ha respondido por los crímenes del presente. Esto es cierto, pero también lo es que remover un momento de la historia tan oneroso es una forma contundente de memorial. Mientras el Estado inauguraba formas tecnificadas de modernidad, perseguía a los críticos de su régimen. El implemento de cierta tecnología –la cual, actualmente, se queda insuficiente ante la cada vez más creciente afluencia urbana– para desplazarse no tendría que opacar el hecho de que se disparó contra estudiantes, por lo que la ausencia de una placa es el verdadero monumento, uno que no está dedicado a la modernidad priísta, sino a sus víctimas. Así como los cuerpos desaparecieron en los espacios oficiales del gobierno, en las grandes superficies que se utilizaron para comunicar progreso y estabilidad –la gran fachada que encarna Nonoalco-Tlatelolco– también tendría que anularse el rastro de su perpetrador. Porque la opinión verdaderamente preocupante fue la de quienes pidieron que se mantuviera la placa con el nombre de Díaz Ordaz. Bajo esta perspectiva, el espacio público tendría que seguir legitimado no por quien lo planea o lo ocupa, sino por quien borra los cuerpos que lo transitan. En Crónica de la intervención, los personajes no pudieron habitar la modernidad, ni adentro ni afuera, e insistir en que de todas maneras deba mantenerse, aunque sea como máscara, es decir que vale más el acto conmemorativo, el aplauso internacional, la Olimpiada cosmopolita, que la existencia pública —a la vez que privada: quien protesta es porque desea que su intimidad pueda desarrollarse plenamente—  de quien decide tomar la calle. Cabría preguntarnos qué clase de espacio público buscamos, uno que opere a través de la representación o uno que, de hecho, nos albergue y nos permita transitar. Tal vez lo que merecemos es la modernidad, y no una placa que la conmemore. 

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