La ciudad en tiempos de algoritmos, corporaciones y derechos de autor. Una conversación con Conrado Romo
Fruto de más de una década de trabajo y de un prolongado periplo editorial, Copyright City (Fondo Editorial Tierra Adentro-Fondo [...]
11 septiembre, 2023
por Olmo Balam
Al hablar sobre fascismo (y sobre todo de cómo enfrentarlo), toda persona de América Latina debería pensar primero en Augusto Pinochet y menos en el monigote modélico hitleriano —por mucho que la nazifilia haya cundido con especial saña en Chile, región austral de nuestra América—. Algo similar podría decirse del 11 de septiembre que define el destino de este continente en el XXI: es el bombardeo y toma del Palacio de La Moneda en 1973 en Santiago, y no los atentados terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York en 2001, lo que debe ocupar ese sitial en la memoria política y cultural (incluso si muchos no estábamos vivos cuando ocurrió).
Ahora que se cumple medio siglo del golpe de estado perpetrado contra el gobierno del presidente Salvador Allende, quizá la mayor dificultad para entender lo que sucedió aquel martes en la capital chilena esté menos en los datos duros o el registro histórico que en lo básico: el presente, que en su momento fue el futuro. Y en este caso, para atestiguar la vitalidad del fascismo, y la resistencia contra él en nuestro continente, siguen por ahí muchas de sus huellas. Algunas no sólo son visibles sino que incluso están habitadas. Tal es el caso del conjunto habitacional Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano (y, no sobra decirlo, de las izquierdas) en la Ciudad de México.
A propósito, el director argenmex Sebastián Kohan Esquenazi (quien se define así, pues en México es argentino, y viceversa) estrenó hace unos meses un documental que analiza este conjunto habitacional que durante la década de los 70 recibió con casa a miles de refugiados de las dictaduras del Cono Sur. En Villa Olímpica. Recuerdos de un mundo fuera de lugar (Chile, 2022), Kohan recuerda su propia infancia junto a otros niños que recorrían y hacían travesuras por los pasillos, azoteas y ascensores de este espacio que llegó a tener —según cifras no oficiales, pero que el cineasta da por buenas— alrededor de 3 mil expatriados de Argentina, Chile, Uruguay y otros países; es decir, más de la mitad de la población de la Villa, que en sus 29 torres y 900 departamentos daba hogar a un total de 5 mil habitantes.
Bajo la supervisión del comité organizador de los juegos, el presidente Gustavo Díaz Ordaz encargó a los arquitectos Manuel González Rul, Carlos Ortega Viramontes, Agustín Hernández Navarro y Ramón Torres Martínez la construcción del proyecto, que ganó gran fama por la rapidez con la que se logró (menos de 500 días entre el 2 de mayo de 1967, hasta la inauguración el 12 de septiembre de 1968), y por el hallazgo de una zona arqueológica en Cuicuilco —pirámides incluidas— sepultada por el magma del volcán Xitle. No fue el único conjunto que se hizo para cumplir el encargo olímpico, pues tuvo un mellizo también en Tlalpan: la Villa Narciso Mendoza, entre las avenidas Acoxpa y Miramontes, también compuesta por torres multifamiliares, pero caracterizada por supermanzanas con edificios de no más de dos pisos. Sin embargo, fue la unidad sita entre Insurgentes y Periférico la que se quedó el nombre de Villa Olímpica.
Diseñada para los atletas que competirían en la XIX edición de este certamen (incluso se llegó a dividir en dos conjuntos, uno femenino y otro masculino), y reacondicionada como vivienda colectiva después de 1968, la Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo concentró en su microcosmos algunos de los conflictos decisivos de la historia latinoamericana. Deportistas, funcionarios, turistas y corresponsales de todo el mundo fueron recibidos en estas instalaciones tan sólo días después de la masacre del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ese contraste entre la hospitalidad con los extranjeros y la persecución soterrada de sus paisanos disidentes siempre ha sido objeto de burla y escrutinio. Una obra de teatro muy posterior a los hechos, Olimpia 68 (2018), del dramaturgo Flavio González Mello, la usó como su motivo principal: con la Villa Olímpica como escenario principal, esta comedia política tenía como protagonista a un grupo de atletas que ayudan a un sobreviviente de la masacre de Tlatelolco a refugiarse en sus instalaciones.
Lo que es más, uno de los principales responsables de esa injusticia, Luis Echeverría (en ese entonces secretario de gobernación y a la postre presidente de la república), se convertiría en uno de los valedores de los miles de refugiados latinoamericanos. En el contexto de la Guerra Fría, que en su teatro en este continente tuvo su mejor expresión en el Plan u Operación Cóndor, los presidentes priistas de México pudieron navegar con cierta estabilidad, diplomacia y no poca hipocresía entre las asonadas que colocaron a militares en el poder en Bolivia (1971), Chile (1973), Uruguay (1973), Argentina (1976) y Perú (1975), al tiempo que se mantenían las dictaduras ya instaladas en Paraguay, Brasil y otras en Centroamérica y el Caribe.
El documental de Kohan Esquenazi también retoma esa ambivalencia. Villa Olímpica muestra cómo los sueños y pesadillas de todo un continente confluyeron en un espacio incierto: por un lado, la desolación de los exiliados, condenados de manera indefinida a esperar una fecha de regreso o, de plano, sin ninguna esperanza de volver a ver a la familia que dejaron atrás, por no hablar de los muchos silencios en torno a su condición como perseguidos políticos. Por otro lado, la alegría de los niños, quienes (a decir de los propios entrevistados del documental) encontraron en la Villa un verdadero paraíso para corretear y sentirse más adultos entre sus bloques de ladrillo naranja; las icónicas entradas con toldo y un letrero esférico con el número de cada edificio; la explanada enorme; el teatro, la iglesia y el cine; los gimnasios y áreas verdes. Muchos de estos niños, hijos de intelectuales exiliados que se sumarían a las filas de profesionistas, académicos y artistas de la Ciudad de México, también se matricularon en escuelas activas y sin empacho en estudiar los fundamentos del marxismo.
En el territorio cerrado de la unidad habitacional era posible la movilidad, el sentido de la aventura y una agencia que incluso le estaba vedada a otras infancias de la metrópolis mexicana. Lo que es más, en cada departamento se podía encontrar, según el caso, un Chile o Argentina en miniatura: el documental, que también se ensambla con la recreación de escenografías, maquetas y vestuario de época, hace un gran trabajo de ambientación en esos hogares con su música de protesta, artesanías y pósters del Che Guevara o Salvador Allende.
Ese es el luminoso recuerdo colectivo que la Villa les dejó a mucho de esos niños, ahora adultos, quienes una vez levantado el telón de acero de las dictaduras tuvieron que enfrentarse a un exilio propio: el de acompañar a sus padres de vuelta a países que los recibían como bichos raros, en ciudades acostumbradas a los toques de queda y en el que incluso el español podía ser una barrera (una de las entrevistadas recuerda cómo los niños chilenos la incitaban a decir “elote”, versión mexa de “choclo”). Más que en el simple ejercicio de nostalgia, es en este doble desarraigo donde Kohan concentra su documental, y al hacerlo se ve con claridad cómo las grandes corrientes de la historia pesan sobre los individuos, sus decisiones e identidades. Dos fechas y dos contextos distintos, el 68 mexicano y el 11 de septiembre de 1973, se enlazan en un espacio que queda en el recuerdo, tanto jubiloso como lleno de dolor.
Medio siglo después de que la derecha y los militares chilenos (con bastante apoyo estadounidense) precipitaran a miles de sus compatriotas fuera de su país, el aura vampírica del pinochetismo sigue irradiando con fuerza; sólo por referirme a la reciente película de Pablo Larraín, El Conde (2023), comedia de horror que muestra al dictador como un nosferatu de 250 años que, después de saquear las arcas de su país, torturar comunistas y procrear a unos nepobabies convenencieros, busca morir por fin a lado de su amada Maria Antonieta (sí, la princesa francesa, también vampira). Sobre esta problemática relación con el pasado (que es el futuro), Manuel Antonio Garretón, uno de los sociólogos más importantes de su país, se pronunciaba con claridad en una entrevista acerca de la controvertida conmemoración de los 50 años del golpe: “hay un sector en Chile que nunca va a condenar el golpe porque define su ADN. Ellos o sus padres o abuelos hicieron el golpe, lo apoyaron, lo promovieron”. Por su lado, el actual presidente chileno, Gabriel Boric, lleva varios intentos fallidos para redactar una nueva constitución, que en los hechos sigue descansando sobre la base de la que promulgó Pinochet.
Esa memoria conflictiva, tanto a la derecha como a la izquierda, no sólo es chilena o argentina, sino latinoamericana, y como se puede atestiguar todavía, está impregnada en lugares como la Villa Olímpica. El exilio, tanto de los adultos que huyeron, como de los niños que se marcharon, es un recuerdo que debe seguir siendo presente pues el golpe de estado contra Allende (y contra tantos otros gobiernos legítimos después) fue un golpe contra el Tercer Mundo, hoy llamado —de manera política (o académicamente) correcta— Sur Global, y nunca está demasiado lejos de repetirse.
Hay una escena en particular, que no parece tan importante, pero podría servir también como final para el documental. Dos de los entrevistados por Sebastián Kohan, argentinos de vacaciones en México, recorren la Villa Olímpica después de muchos años. Señalan por acá un árbol legendario; allá la escultura Disco Solar, de Jacques Moeschal; se dan cuenta de que tal pasillo fue en donde dieron su primer beso; hablan de las películas que vieron en el cine local (Tiburón, Flashdance, E. T.); mencionan que no era nada infrecuente que, de temporada en temporada, las familias se mudaran a otros departamentos dentro de la propia villa. De pronto, uno de ellos reconoce la ventana de lo que alguna vez fue su cuarto. No se puede afirmar si sintió o no ese picor que da al ver lo que fue la casa propia ocupada y amueblada por extraños. Pero si fue así, experimentó, sin notarlo demasiado, lo más cercano que se puede estar a una reconciliación completa con el pasado: poder mirar al viejo hogar sin sentir más nostalgia que la necesaria.
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