Los dibujos de Paul Rudolph
Paul Rudolph fue un arquitecto singular. Un referente de la arquitectura con músculo y uno de los arquitectos más destacados [...]
16 abril, 2013
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Pedro Ramírez Vázquez fue un gran estratega. Su capacidad para entender y resolver problemas de gran complejidad lo sitúa entre los más lúcidos y efectivos transformadores de las ciudades del pasado siglo. Como Le Corbusier o Albert Speer, Pedro Ramírez Vázquez (16 de abril 1919 – 16 de abril 2013) aunó diseño y poder sobre el tablero urbano con enroques magistrales. Si el franco-suizo imaginó la modélica Ciudad Radiante en abstracto y propuso cambios radicales para París (Plan Voisin), Barcelona (Plan Macià) o Argel (Plan Obús), y el alemán imaginó la extensión de Berlín hasta París, la imaginación del mexicano no fue menor. Su visión metropolitana fue clave en la conformación de los grandes íconos de la capital mexicana, como son el Museo de Antropología, la Basílica de Guadalupe o el Estadio Azteca, dignos continuadores de una tradición enraizada en Tenochtitlán que expresa su esplendor y monumentalidad en los grandes contenedores de vacío como el Zócalo capitalino o el campus de Ciudad Universitaria.
Decían Alejandro Hernández y Fernanda Canales en 100×100, Arquitectos mexicanos del siglo XX que “influido por la corriente que pretendía transformar la revolución armada en revolución social, Ramírez Vázquez se enfocó en la infraestructura que el país requería, dedicándose después a abastecer a la ciudad con las dotaciones culturales, deportivas y de planeación que exigía el desarrollo de la segunda mitad del siglo”. Este longevo arquitecto, con casi siete décadas de práctica profesional, inició su carrera a los 25 años con una aula-casa rural. Junto con Augusto H. Álvarez, Ramón Torres y Héctor Velázquez proyectó en 1952 la Facultad de Medicina de Ciudad Universitaria, uno de los pocos edificios a través, sobre el eje vertebrador del campus. Fue Secretario del Trabajo y Previsión Social y construyó quince mercados en dos años (1955-1957) en colaboración con Félix Candela, destacando el de Coyoacán, que todavía hoy es un excelente equipamiento. Su producción más importante se llevó a cabo en los años sesenta. Su fuerte vínculo con el poder y la confianza del Presidente Gustavo Díaz Ordaz en sus facultades lo hicieron responsable de la organización de los Juegos Olímpicos de 1968 y Director de la Secretaria de Obras Públicas (1976-1982). La capacidad gestora y el impulso de sus iniciativas no se amilanaron ante nada y en un tiempo récord consiguió coordinar uno de los juegos olímpicos más destacados de la historia, en los que se incluyó por primera vez la Olimpiada Cultural, que heredó a la ciudad de México la Ruta de la Amistad sobre el incipiente –en aquel entonces- anillo periférico.
Trabajó buena parte de su vida con los arquitectos Rafael Mijares (1924) y Jorge Campuzano (1931), con quienes proyectó en 1964 el Museo Nacional de Antropología y el Museo de Arte Moderno, ambos en la ciudad de México. Si éste resultó ser una obra precipitada -sin bodega, paredes curvas y acristaladas- acorde con algunos edificios a la moda de esos años en que se terminaban los Ministerios de Brasilia de Oscar Niemeyer y se levantaban los primeros pabellones de Arne Jacobsen, el primero fue una obra maestra. El Museo de Antropología retoma el monumentalismo mexicano, donde la simetría y la sacralización del espacio ceremonial vacío adquieren todo el protagonismo. Ahí, el patio es un referente de la gran escala sólo equiparable al Zócalo o a la Calzada de los Muertos de Teotihuacan. El gran paraguas, cargado paradójicamente de agua, es Tláloc y crucifijo a la vez, y tensa un espacio que define en el imaginario colectivo la escala de una cultura. A su alrededor una arquitectura que evoca formas precolombinas con técnicas industriales, arropa, con solemnidad, un pórtico perimetral que une las salas del museo.
Poco después llevó a cabo la Secretaria de Relaciones Exteriores. Lógicamente, ésta debía ubicarse cerca de las Embajadas y el Museo de Antropología próximo a las excavaciones arqueológicas de Tlatelolco. Sin embargo, un osado arrebato del arquitecto todopoderoso, enrocó ambas piezas icónicas en aras del paisaje urbano resultante. Ni el Barón Haussmann, ni Albert Speer, ni Oscar Niemeyer habrían sido tan poco cuestionados ante el rápido movimiento de un trilero metropolitano como Ramírez Vázquez…y lejos de toda lógica, el tiempo le dio la razón. Hoy la Secretaría de Relaciones Exteriores cambió de domicilio y el edificio original –semi vacío e inclinado por los sismos- alberga el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, mientras que el Museo de Antropología –sin duda su patio- se ha convertido en el ombligo de México. En 1965 proyectó con Rafael Mijares, el Estadio Azteca, referente mundial tras la senda del Estadio Maracaná de Río de Janeiro. Diez años después, en 1975, llevó a cabo la Basílica de Guadalupe, sin duda el edificio más visitado de México y quizá su última gran obra. Proyectado con José Luís Benlliure y Gabriel Chávez de la Mora, la nueva catedral incorpora la monumentalidad arcaica basada en la forma y la escala, junto con la tecnología moderna de los pasillos deslizantes de ferias y aeropuertos, dando muestras, una vez más, de la lucidez pragmática de Ramírez Vázquez.
En 1981, con Jorge Campuzano, construyó el Congreso de la Unión, en la ciudad de México. Se trata ya de una arquitectura que expresa la grandilocuencia de los últimos años triunfales de un priismo hegemónico ante las puertas de una serie de crisis en cascada que cambiaría el escenario del país. Este parlamento acorde con un sistema obsoleto, y que recuerda a los inmensos palacios legislativos chino o soviético, debería cambiar la morfología parlamentaria de acuerdo a la pluralidad de nuestros días. Ramírez Vázquez, el demiurgo de la arquitectura mexicana del pasado siglo, que tuvo el control sobre cualquier modificación –propia o ajena- en todas sus obras y hasta el más brillante de sus colegas tenía que pedir permiso y autorización, pasa a la historia como un gran estratega. El pabellón de México en la Exposición Universal de Sevilla, en 1992, fue una de sus últimas obras y reflejo de otros tantos pabellones nacionales que realizó a lo largo de su carrera. Dos equis convertidas en logotipo desde cierto sincretismo arquitectónico que, don Pedro Ramírez Vázquez, supo aunar las formas arcaicas y las modernas con el branding de Estado.
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