Vergilio Ferreira alguna vez dijo, refiriéndose al portugués, su idioma materno, “de mi lengua se ve el mar”. Lo sabía también Pessoa cuando decía que “por el Tajo se va al mundo”. Y es que Portugal, ese pequeño resquicio de tiempo detenido a la vera de una Europa consumida por sus propios temores, finca su vida en la costa, al margen del resto. De espaldas a ese viejo continente, que en nombre de su propio progreso ha olvidado que hay países que ven a otros lados, lo cierto es que Portugal es un país cuya relación con el mar es tan estrecha que tal vez lo dicho por Ferreira y Pessoa sea cierto: la vida y la lengua portuguesas pertenecen al litoral y no al centro.
Esta condición de ver hacia afuera, hacia el mar indeterminado y agreste, configura una cosmogonía que se asume como frontera ante el infinito, como última barrera de civilización ante el caos del porvenir. El tiempo frente al mar portugués parece siempre un pasado en el que se recuerdan las glorias de los que por él navegaron e hicieron de Portugal un gran imperio del que ya nada queda, salvo la memoria de aquellas hazañas heróicas. Esta sensación se percibe en las calles empedradas y en los mosaicos de las iglesias, se respira en los fierros oxidados de las barandas de los edificios abandonados, se mira en las viejas estatuas de reyes que nunca voltean hacia atrás, sino siempre al horizonte, a la espera de una nueva marea que al parecer nunca vendrá.
Piscinas das Marés, Leça da Palmeira, Portugal | Álvaro Siza | Foto: WikiSammy (Wikipedia)
Pienso esto después de una visita a las Piscinas das Marés, de Álvaro Siza, en las afueras de Oporto. Este proyecto, inaugurado en 1966, se yergue sobre la costa, insospechado y tímido hacia el exterior, como prueba material de lo que dijeran estos dos escritores portugueses ante los oídos de una multitud europea para la que Portugal es un país menor, y su lengua, el portugués, un idioma secundario. Y es que, como su nación, Siza es un arquitecto foráneo y extraño: su entendimiento del movimiento moderno no radica en la repetición de sus fórmulas, sino en una interpretación personal, al margen de toda norma, íntimamente fincada en la cosmogonía lusa.
Discípulo de Fernando Távora, cuya aproximación a lo abstracto del movimiento moderno se aleja de cualquier guiño ideológico, Siza demuestra en las piscinas un manejo impecable de la promenade lecorbusiana. Sin embargo, contrario al suizo, el portugués no pretende ser canónico. Con simples placas de concreto armado insertadas en el paisaje de forma aparentemente aleatoria —referencia poco escondida a la fluidez espacial del Mies temprano— el cuerpo principal sumerge al sujeto en un recorrido donde algunos espacios están abiertos hacia el cielo y otros, los más íntimos, son cerrados y oscuros. El contraste entre el frío concreto de los muros y la suave madera de las cubiertas admite el rumor de las olas a cuentagotas al tiempo que las vistas hacia el mar, escondidas en las uniones entre muros y vigas, son como la promesa de un texto que se lee entre líneas. El final del recorrido tiene su recompensa cuando los intrincados muros interiores dan paso a una gran vista, mediada sólo por las rocas y el puerto a lo lejos, hacia el océano. Al traspasar esta barrera, las piscinas, que se llenan con agua de mar, reflejan el horizonte y duplican este paisaje infinito.
El sitio parece intacto por la estrecha relación entre la playa y los muros de concreto, y aunque el paso del tiempo se nota en las piscinas, parecería que la noble pátina que pinta sus muros de color cobrizo hubiera estado ahí desde el inicio. ¿Cuál inicio, cuándo fue? A saber. La impresión que queda en quien vaya es que este edificio, cuando sea ruina, pasará a la historia como un noble gesto en el litoral.
Da minha língua vê-se o mar, decía Vergilio Ferreira. Desde las piscinas de Siza se entiende el infinito.
Piscinas das Marés, Leça da Palmeira, Portugal | Álvaro Siza | Foto:
(Wikipedia)