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19 enero, 2024
por Olmo Balam
Era la primavera del año I antes de la pandemia de covid-19, y los noticieros del mundo se cubrieron con imágenes de una catedral sumergida en llamas: ardía Notre-Dame (París), y su icónica aguja se desplomaba en vivo como en su momento las Torres Gemelas (Nueva York). El “siniestro” (como le gusta decir a los periodistas), ocurrido el 19 de abril de 2019, se convirtió en motivo de luto para católicos, occidentalizados y turistas que no alcanzarían a ver aquel legendario edificio. Gracias al empeño de los bomberos (la famosa brigada de sapeurs-pompiers) el incendio se contuvo y, casi de inmediato, se inició el proyecto para su reparación.
Con esas imágenes y tono se inicia también la muestra Notre-Dame en México. Visita aumentada, que se exhibe desde octubre del año pasado en el Museo Franz Mayer. Como lo dice su subtítulo, se trata de una exposición de realidad aumentada, es decir, no hay piezas originales sino algunas maquetas que representan, por ejemplo, los talleres de herreros y constructores que dieron origen a la catedral; réplicas de los instrumentos usados en su construcción y mantenimiento a lo largo de los siglos (desde su fundación en 1163 hasta la actualidad); plantas y secciones de las diversas intervenciones y fases de la construcción; copias de las estatuas de vírgenes o una gárgola, así como una proyección que simula el gran vitral de la fachada norte. Fuera de eso, los visitantes recorren la sala con un HistoPad, tableta que lleva instalada una aplicación que, al posicionarse sobre uno de los códigos QR, deja ver animaciones en 3D y las fichas que proveen la mayor parte de los datos que hay por leer.
Las intenciones de la exposición son explícitas: por un lado, recaudar fondos para el proyecto de reparación de Notre-Dame); por el otro, el de crear una experiencia basada en la gameficación (tratar de trasladar al museo la lógica de los videojuegos: acumular puntos, subir de nivel, conseguir items ocultos). A esto último se ha abocado uno de los socios principales de la muestra (que también cuenta con apoyo de L’Oréal y el fideicomiso del gobierno francés para la catedral), Histovery, empresa especializada en la creación de exhibiciones de realidad aumentada que ha llevado esta exposición por museos de Estados Unidos, Portugal, Alemania y Emiratos Árabes Unidos; además de tener una especial predilección por los castillos franceses.
Así, con el empleo de sus tecnología, se recrean los grandes episodios de Notre-Dame: los empeños del obispo Maurice de Sully, a quien se le atribuye la iniciativa de construir una catedral de estilo gótico; la llegada de reliquias como la corona de espinas o un pedazo de la cruz de Cristo en 1238; la boda de Enrique de Navarra y Margarita de Valois en 1572, que buscó, en vano, la reconciliación entre hugonotes y católicos; la desacralización sufrida por la catedral durante la Revolución Francesa, periodo en el que los se le cambió el nombre a Templo de la Razón; la coronación del emperador Napoleón Bonaparte en 1804; o la revalorización de la catedral impulsada —en parte— por Victor Hugo y su novela Nuestra señora de París, que inició en el siglo XIX la consolidación de Notre-Dame como parque temático del catolicismo turístico y globalizado (en el caso del Franz Mayer no faltan, entre los espectadores mexicanos, los que presumen haber visto tal arbotante u ornamento en vivo).
El resultado de la muestra es, pese a su ambición tecnológica, algo retro: es como esos programas para CD-ROM que durante los años 90 del siglo pasado intentaron enciclopedias multimedia como Encarta o los diversos programas de Dorling Kindersley que simulaban museos virtuales. De manera muy sintética, Notre-Dame en México sí da un panorama histórico de un edificio que carga con una vida casi milenaria, pero que, pese a su controvertida historia arquitectónica, sigue siendo una catedral medieval. En el imaginario colectivo, la Edad Media ha sido construida como una época liminal entre el oscurantismo y la fantasía. Poco se deja ver del colorido y riqueza intelectual de una era en la que Occidente conservaba las cualidades que hoy se asocian a los pueblos originarios: colorido, imaginación, localía. En ese contexto, la construcción de la catedral de Notre-Dame, que recorrería varios siglos, todavía no alcanzaba funciones más legibles desde la modernidad de la arquitectura: la noción de autor (no se puede saber quién fue, en realidad, el arquitecto, pues en esa época sólo había maestros constructores), o un solo estilo arquitectónico y artístico.
Dicho todo eso, es fácil sentir empatía por la catedral en llamas, e incluso es posible percibirla como patrimonio de la humanidad, un legado que trasciende nacionalidades. Cabe recordar cómo, durante el día del incendio, en pocas horas gente de todo el mundo se volcó a hacer donaciones (cabría especular que incluso de gente que jamás la ha visitado), cosa a la que no aspiró, por ejemplo, el Museo Nacional de Río de Janeiro (Brasil), también presa de un incendio tan sólo unos meses antes, en septiembre de 2018, y que apenas y ha logrado reunir una pequeña parte de lo que Notre-Dame consiguió en un solo día.
Algo en esa dinámica emocional, que en muchos sentidos es geopolítica, resulta inquietante en este traslado virtual de un edificio medieval al corazón de una capital del sur global. Como fuere, se estima que este 2024 será el año en que Notre-Dame reanudará funciones, justo a tiempo para los Juegos Olímpicos de París.
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