José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
3 agosto, 2016
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Día Internacional del Orgullo LGTB. Centro Histórico, Ciudad de México
Día Internacional del Orgullo LGTB. Centro Histórico, Ciudad de México
Ciudades Paralelas es el inicio de una serie de entrevistas y reflexiones en torno a las formas marginalizadas de habitar la ciudad, formas que existen a pesar de los discursos unificadores que buscan volverla para una clase única de urbanita: la ciudad de las mujeres, la ciudad de los peatones, la ciudad de los que no tienen un techo y la ciudad de los afectos distintos serán algunos de los segmentos que buscamos abordar. Iniciamos con esta pregunta: ¿se puede hablar de que las políticas públicas de la ciudad son incluyentes o representativas de una comunidad que rebasa los límites de la marcha LGBTTTI anual y de las demandas que esta misma plantea?; ¿a quiénes dejan de discriminar las legislaciones que combaten la discriminación?; ¿quiénes no están en ese “público” que presuponen las políticas públicas incluyentes? Pensando la relación unívoca que las políticas públicas pretendieron establecer entre la ciudad y la comunidad gay, en Arquine publicaremos textos que nos permitirán diluir, desde todas las aristas que nos sean posibles, parte de su andamiaje. El diálogo se establecerá a partir de las diferencias, de las múltiples maneras de vivir lo gay en la ciudad. Esperamos que esta primera exploración nos permita fragmentar la visión construida en torno a lo urbano por parte de quienes toman decisiones y de quienes se conforman como una oligarquía
Este año se inauguró la muestra Punchis Punchis Punchis Pum Pum Punchis Punchis Punchis del artista Manuel Solano, curada por Guillermo Santamarina, quien trabaja en el Museo de Arte Carrillo Gil. Previo a las celebraciones del Orgullo Gay en la Ciudad México, en un contexto en el que se discuten políticas públicas, Santamarina trae al discurso institucional una práctica artística centrada en el SIDA, una realidad negada por la misma comunidad que meses más tarde desfilaría en la ciudad. En esta conversación, Santamarina narra algunos puntos de su carrera en que las instituciones mexicanas incluyeron, gracias a su práctica curatorial, algunas circunstancias concernientes a la epidemia, además de abordar las segmentaciones y diferencias que tendrían que existir en un colectivo.
Manuel Solano
Christian Mendoza [CM]: Desde tu identidad y desde tu práctica curatorial, ¿cómo has trabajado los discursos de lo gay?
Guillermo Santamarina [GS]: Sí me han interesado y he trabajado mucho en relación con eso, pero fusiono mucho lo que son temas actuales. Me interesa muchísimo darle la oportunidad a lo que pueden ser estas formas de comunicación y de participación a partir del presente. Desde 1981, lo que me ha interesado es el arte contemporáneo como un desarrollo de ideas y de posiciones que también expresan una condición, un fenómeno. Hablar del pasado también lo he hecho, me interesa traerlo pero no de la misma manera en que las instituciones, sobre todo en México, traducen el pasado. Esa traducción sin una condición con el presente la siento súper aburrida, además de falsa. Sin embargo, esa traducción en diálogo con el presente, puede ser afortunada. Creo que, en mi caso, soy también obsesivo con los apuntes del presente hacia algo que puede ser una especulación o una ilusión, quizá muy utópica, sin serlo abiertamente.
CM: ¿Qué clase de espacios culturales existían para lo gay en la Ciudad de México?
No estábamos del todo desprovistos. No había muchos, la ciudad era más pequeña, pero los espacios sí existían. Estoy hablando de los museos. Aunque faltaba más, y hacía falta un acento en el presente. Con eso fue que empecé a trabajar, y tal vez por eso mi trabajo tuvo cierta repercusión. De alguna manera, era un portavoz entre la institución y procesos del presente –búsqueda formal, búsqueda de estéticas distintas–. La fuerza de lo que en ese momento era el discurso posmoderno, la fuerza de lo que sucedía en la experimentación… Todas esas cuestiones que exigían espacios y contextos. Yo trabajaba en instituciones donde podían facilitarse cierto tipo de espacios –finalmente, eran cubos blancos–, mientras me encontraba en otros contextos a donde llevaba la experiencia, a un contexto muy preciso que generara un diálogo fuera del cubo blanco. Hicimos cosas en muchos lugares que no eran galerías, espacios que estaban enfocados en un uso muy específico o que lo tuvieron: hoteles, casas desocupadas. Había una crisis de la economía, en las que hubo cuestiones históricas muy agudas, como el zapatismo. Montamos una experiencia en un hospital de principios de siglo XX, hasta que el lugar no fue lo suficientemente ascéptico. Se trabajaron muchas piezas con la idea de lo que era la medicina y la terapia. En otra ocasión, abordamos el contexto de un edificio que en su historia albergaba fricciones y paradojas: había sido una casa de una familia aristocrática, un prostíbulo, una oficina de recaudación de impuestos y un centro de detención. Ahí construimos una experiencia en relación con la inmaterialidad y las ambigüedades. La muestra se llamó Ummagumma. El edificio estaba lleno de fantasmas, impuestos y los que ya vivían ahí. Era la total inmaterialidad, la indefinición total.
La primera exposición que hago para sitio específico es un homenaje a Joseph Beuys, un homenaje muy especial. En realidad de lo que yo quería hablar era sobre espiritualidad acorde a las ideas estéticas de Beuys, conectada la enfermedad, acorde a Beuys y acorde al momento, uno de los momentos más críticos [1988] de la plaga. Uno de los artistas que estaba preparando una pieza en relación con esto mismo, ni siquiera pudo llegar porque ya estaba desahuciado, una pieza hermosísima sobre esa circunstancia. La exposición se disparó a partir de la circunstancia de que Rubén Bautista no llegara y que sucedieran tantas situaciones alrededor de su vida. Un año después, quizá, murió, en un momento especial de lo que fue su enfermedad. Eso concentró mucha atención en el discurso de la exposición, además de lo que fue trabajar con ciertos materiales, referidos a lo vivo y a lo muerto. La muestra estuvo en el convento del Desierto de Los Leones, y la hice con Gabriel Orozco. A partir de esa exposición, de los ejercicios de espacio específico o de los programas para instituciones, siempre hubo una anotación al respecto, sobre cómo iba evolucionando esa situación histórica. El SIDA era ineludible, lo tenía que hacer. No solo por un compromiso ético o político, sino por el hecho de que estaba totalmente imbuido en la circunstancia. Se estaban muriendo mis amigos, se estaban muriendo personas muy cercanas a mí. El hecho de que esas mismas personas fueran artistas, que estuvieran viviendo la crisis y que participaran en las muestras colectivas, era una manera de confirmar ese interés. En ciertos momentos, el tema también fue abandonado, para priorizar otros signos que resultaban también importantes dentro de la definición de lo gay, de ser gay en México. Hace rato te hablaba de lo que sucedió en El Chopo, pero hay otros momentos. En una exposición me interesó mucho esta frontera entre lo público y la defensa de la intimidad, la inevitable fuga de lo que es tu intimidad. Esa muestra fue muy interesante, cargada hacia lo poético: desnudarse hasta un punto, llegar a exhibirte en el espacio público pero todavía con la defensa de tu privacidad; de lo que podías, de lo que debías y de lo que permitías. Me estoy tratando de acordar del título de la exposición, me dieron la oportunidad de trabajar en algo que se llamó Casona 2, un espacio que era de la Secretaría de Hacienda, no era una galería convencional. Era una casa, y trabajamos un par de años. Cerca de esa, monté otra en el Centro Cultural Santo Domingo, que dependía del INBA y estuvo pensada en un momento de enorme crisis en el SIDA. La cocuré con un artista que se llamó Armando Sariñana, quien se defendió durante mucho tiempo de publicar que era seropositivo, pero de alguna manera, en esa exposición, lo declaró. La exposición contó con muchos artistas que ya habían muerto. Más que de la obra, quisimos hablar de su huella.
CM: Si bien, Manuel Solano contaba con un lugar en el arte, la inclusión de una obra como la suya en un museo, ¿qué implicaciones tuvo en tu práctica curatorial?
Estos enfoques se perdieron hace unos años en la creencia o en el presupuesto –prejuicio, tal vez- de que en esta etapa de supuesta sinceridad ya no era necesario abrir en este tipo de circunstancias de la intimidad, de la vida privada, de la experiencia de una comunidad que fue atacada, sumamente lesionada por el SIDA. Al entrar en este siglo, se fue perdiendo lo que se había estado haciendo con mucho vigor e intensidad entre los años ochenta y principios de nuestras décadas. Aquellos artistas que fueron víctimas de la epidemia se fueron perdiendo, pero no solo fueron ellos. Ahora, el feminismo se mira de una manera demasiado general, al igual que lo queer. El tema de lo queer rebasó lo que era un enforque muy pertinente. Lo queer, ahora, es demasiado ambiguo y demasiado abierto. Y en el discurso de lo queer no entra la relación arte-SIDA. Al menos, eso es lo que he notado en los programas de exposiciones en Nueva York, en San Francisco, en ciertas ciudades que son centros de arte. Aunque, tal vez por eso no hay discursos, porque cada vez hay menos centro de arte y cada vez más especulación mercantil. En ese sentido, no entra todavía en ese canal de la industria del arte no entra ese discurso, más allá de Mapplethorpe, quien si se sigue vendiendo con ese discurso, menos que Keith Haring, quien también se perdió.
CM: ¿A qué crees que se deba esta falta de inclusión?
No sé qué haya sucedido. Si preguntas por uno de nuestros artistas que estaría más cercano a lo que sería un discurso paralelo a la circunstancia histórica del SIDA, es Julio Galán, y nadie lo conoce, ni siquiera la comunidad gay. Hace años hubo una exposición en San Ildefonso, una muestra muy grande y muy importante, y no tuvo repercusión, no fue trascendente sobre todo para la comunidad gay. Siento que los museos y los discursos curatoriales, sobre todo en las instituciones mexicanas, no han encontrado los valores como tampoco los compromisos en relación con lo que es ese fenómeno y esa comunidad. Y tampoco sucede con otras poblaciones, como los ciegos. En el Carrillo Gil hemos intentado, de alguna manera, reconocer ampliamente lo que es la práctica del arte hoy. Desde los valores del mismo trabajo; de las cualidades ligadas a la destreza manual, el manejo de técnicas, la estructuración narrativa se busca reconocer realidades que sean importantes para distintos sectores, entre ellos, si se puede hablar de sector, lo que es el arte fuera de la Ciudad de México. El Carrillo Gil es el único museo que está presentando nuevos valores, nuevos artistas. Ningún otro museo, tampoco está atendiendo lo que podría denominarse el arte de la comunidad homosexual. Aunque me molesta la categoría, sigue siendo un tema y un compromiso. A excepción de El Chopo. La muestra Archivos desclosetados la vi con una aportación importante pero que causó mucha polémica porque se sintió marginada una comunidad muy grande, la de los artistas gay, enfocados a una estética homoerótica. Es una comunidad muy celosa. Cuando yo hice mi exposición ahí, coqueteaba con muchas cosas: con una historiografía y una genealogía de lo sublime, de la redención, entendido desde el mito hasta Madonna. Mi exposición fue este momento de elevación. Pero además de lo abstracto, también albergó otros momentos ligados a lo personal y a lo íntimo. Fue ahí por primera vez a Manuel Solano en el momento más crítico de su enfermedad. Hubo dos enfoques: su pintura y una pieza oral, un texto leído. Solano era de los momentos más conmovedores de la exposición. Para él, estaba representando el momento sublime. Simplemente, el hecho de volver a la pintura, estaba significando a la persona de Solano. Esa exposición no fue comprendida, no fue lo suficientemente estimada por la misma comunidad que vio que no estaba representado el homoerotismo. Estaban representados otros valores que tendrían que serles significativos a esta comunidad. Y esta incomodidad de que no se encontrara la falocracia provocó que la exposición no gustara. Tiene que haber muchos enfoques. No estamos encajonados ni en la party, ni en los deseos, ni en la teoría…
Archivos desclosetados | Imagen: Fondo I, CAMeNA/UACM.
CM: Por lo general, se suele hablar de la circunstancia del SIDA a partir de Estados Unidos…
En México la toma de consciencia fue muy veloz, y afortunadamente también los dispositivos de medicina se encontraban accesibles. Bueno, a comparación de otras partes del mundo, aquí fue expedito. Se pudo de alguna manera controlar en la medida en que estaba sucediendo. Pero la asimilación no fue así. Incluso, hoy sigue siendo tabú. Era necesario, sin llegar a un activismo recalcitrante, mantener este pronunciamiento en la medida de lo posible. Porque siempre he sido así: prefiero conciliar una conmoción. No busco sacudir, busco la empatía.
CM: ¿De qué manera se vivía la vida pública gay?
Vivíamos en guetos. A finales de los noventa, todavía manteníamos una condición muy marginal. Nos tardamos mucho para comenzar a concebir lo público. Y no tanto por los activismos, aquello sucedió por la frecuencia en la información, y por ciertas necesidades de la comunidad, que también me parecen falsas y un poco aterradoras porque han generado otro tipo de estigmatizaciones. Como la necesidad de la apertura de lo que es ser homosexual. Las estigmatizaciones no surgen a partir de la información, sino de lo que es el cliché y el lugar común. Ahora resulta que todos somos queer as folk. En la ciudad, fue rotunda y desbordada la apertura, una apertura que yo considero muy estereotipada. En esta apertura, podemos pensar en matrimonio igualitario pero no en SIDA. Por ejemplo, en una oficina puedes ser muy gay mientras seas muy chistoso, muy de las bromas, pero en realidad no quieren conocer tu vida: quieren conocer al clown. Dentro de la comunidad gay, existe también esa diferencia, y puede ser aberrante, atroz. Puedes ser parte de una comunidad mientras te comportes igual que los demás, y si no, eres un marginado de los marginados. Y esa doble marginalidad ha generado mucha esquizofrenia.
Imagen vía Museo Universitario del Chopo UNAM
CM: ¿A qué clase de guetos te refieres?
A las muchas comunidades. A las comunidades que seguían siendo como logias secretas, muy tiradas al clóset. Estaban los que habían sido amigos de Barragán: arquitectos sibaritas que se reunían a mirar pornografía, pero sin perder jamás el estilo. Admiraban más, por una cuestión estética, las nalgas del modelo en la revista Blue Boy. En algunas ocasiones me llevaban ahí, y me repudiaron porque, curiosamente, yo era demasiado repudiado como para estar ahí. A esos no te los encontrabas en los bares. Esos se reunían en casas de señores super elegantes. Luego estaban las diferencias dentro del bar El Nueve: los que ya habían salido del clóset, los que ya habían ingresado al activismo porque habían estado en el Village o en San Francisco. Eran todo eso dentro del bar, y quizá en los baños, pero no había más. Eran sumamente cerrados, públicamente closeteros. Te los podías encontrar en la calle y no te saludaban. La otra generación, los que se atrevían más, fueron los más golpeados durante la crisis. Y existíamos los que estábamos totalmente locos, los que éramos incontrolables. Nos juntábamos sin discriminar nuestras amistades, que podían ser mujeres heterosexuales que venían con nosotros, muchos amigos bisexuales, y muy metidos en lo que fue una estética que no entraba tan fácil en el arreglo de los gays: estos eran punks. Éramos una bandita que jugábamos con lo ambiguo de la sexualidad, tirando a ser asexuales. Nos toleraban en El Nueve. Pero también nos corrían, y nos podían golpear. A mí me llegaron a golpear, porque nos portábamos mal. Estábamos totalmente drogados, consumíamos muchísimo. El lugar más interesante de la ciudad era El Nueve. Pero nos odiaban. Decían, “¡saquen a los punks!” Muchas veces se iban los gays porque nosotros tomábamos el lugar. Y terminábamos a los botellazos, o siempre terminaba alguien en el piso, vomitando. Había personajes entrañables y maravillosos que vivían ahí, totalmente gays pero que podían besarse con un heterosexual. Todo eso existe hoy, todavía están por ahí esos personajes, pero te puedo decir que todos los guetos no tienen cara, acabamos siendo todos marginados por la imagen actual del gay. Son personajes que ni siquiera van a la marcha, personajes por los que ni siquiera cruza por su cabeza casarse y que no se visten de la manera en que visten todos. Son una estética distinta. Sigue ahí, pero cada día más marginal. No tenemos ni siquiera un lugar a donde ir. Si vas a un bar gay es insoportable. Siempre son multitudes. ¿Por qué no un lugar donde puedas estar sentado, donde puedas conversar, donde puedas escuchar otro tipo de música? ¿Por qué todos al Marrakech? Si vas, debes estar hasta tu madre. Tal vez pudiera decirse que la ciudad está tan cargada a los estereotipos que las comunidades de lo distinto y lo diferente perdieron su lugar. Hay más lugares de reunión para cierta comunidad.
CM: ¿Cómo era tu persona cuando asistías al Nueve?
Siempre he sido de la misma manera. Mi apodo me lo pusieron unos punks, amigos míos, que tocaban en El Nueve. Me dijeron “¿y tú qué onda con esos trajecitos?” Yo no andaba de chamarra de cuero ni con los pantalones negros. Yo me vestía de trajes vintage, de los 40 y 60, la corbatita y camisa blanca, sin traer nada más encima, quizá un pin pero nada más. Un look más relacionado con el new wave o Roxy Music. Entonces, me dijeron “¿tú qué onda con ese pinche traje y esas pinches corbatas? Pareces Tin Larín”.
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