Realidad y ficción de las ciudades de 15 minutos
¿Qué tan realizable es la idea de ciudades de 15 minutos? En este ensayo breve, se hace un balance de [...]
5 julio, 2024
por Pablo Lazo
Incheon (Seúl, Corea del Sur), después de 10 años de intervención urbana y ecológica. Foto: Pablo Lazo
Acaba de publicarse el número más reciente de la revista Arquine 108 — Suelos, en la que, por coincidencia, aparecerá una obra, aún en proceso, que visité junto a Juan Carlos Cano, uno de los arquitectos responsables del proyecto, además de amigo y colega de hace muchos años: la Utopía Estrella y el humedal en Iztapalapa.
En estas mismas páginas, y en números anteriores de Arquine, se ha ejemplificado cómo el agua se está convirtiendo en un tema central para la agenda del diseño arquitectónico. Tal es el caso del Parque la Quebradora, de Loreta Castro y Manuel Perló (Arquine 97); el Acuario de Mazatlán, de Tatiana Bilbao (Arquine 104 — Futurismos); o el Parque Ecológico Lago de Texcoco, de Iñaki Echeverria; y el Malecón de Villahermosa, de Mauricio Rocha y TaAU (estos dos últimos proyectos, aparecidos en Arquine 108), entre algunos otros.
Todas estas obras de colegas muy cercanos demuestran el creciente interés por entender cómo hacer arquitectura y construir en la era de la emergencia climática. Me temo que los esfuerzos son valiosos, pero su efectividad es paliativa y muy localizada. Como lo ha repetido George Monbiot: “el planeta sobrevivirá el cambio climático, pero gran parte de la raza humana probablemente no”.
El Acuario de Mazatlán es un gran ejemplo de arquitectura social y cultural de bajo costo, pero se encuentra ubicado dentro de un frágil ecosistema de humedales y una laguna interior al frente de mar. Si llega una gran tormenta o un huracán, veremos cómo se “adapta” o “sobrevive”. No es sólo que vaya a perder su función como infraestructura pública en caso de un daño masivo. También el cambio climático eliminará especies marinas y esto alterará su forma de explicar las cosas. En suma, el edificio puede convertirse en lo que Christian Mendoza llamó “Una ruina para el futuro”. El parque La Cantera, inaugurado con toda pomposidad por la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) justo antes de la pandemia en 2020, en las cercanías de la Ciudad Universitaria de la UNAM, bien podría haber tenido una función primaria de vaso regulador y captador de lluvia a gran escala para suministrar agua en las colonias cercanas, además de otros programas recreativos. El diseño final se enfocó más en lo lúdico y recreativo, e ignoró casi por completo la importancia de la adaptación al cambio climático como parte programática. El recientemente inaugurado Malecón de Villahermosa, que tiene un notable diseño de paisaje, carece de un sistema de recolección de agua debajo del gran talud a orilla del río Grijalva, con lo que se podría mitigar la subida del río en caso de lluvias extremas; por eso, resulta un gran espacio público, pero con riesgos de ser destruido por la próxima tormenta “inusual” que llegue al Golfo de México.
Es decir que hay tres ejemplos de oportunidades perdidas en donde los proyectos resuelven programas de funcionalidad muy concretos, pero no atisban la posibilidad de un cambio de vocabulario de la forma arquitectónica. Con la excepción del acuario, en el que la optimización del costo es el objetivo subyacente, ningún otro de estos proyectos busca explorar cómo la arquitectura podría ayudar a transformar la economía de la naturaleza, como lo expresaba Bellamy Foster J. en su libro The Return of Nature: Socialism and Ecology (2020).
Los desafíos climáticos —como el exceso de lluvias e inundaciones, o la falta de lluvia y las sequías extremas— pueden potenciar la agenda disciplinaria de la arquitectura hacia la ecología. Desde que Ernst Haeckel acuño el término ecología en 1864, la relación entre la acción de construir (la arquitectura) y la acción de mantener lo existente en el medio (la ecología, como la definió George Tansley en el siglo XVIII), no ha habido un mejor momento como ahora para buscar un sistema integrado que formule soluciones o programas para ambas partes.
La optimización del costo de construir, así como la reducción de las emisiones de calor de los edificios, son procesos convergentes entre la arquitectura y la ecología que ya tienen camino recorrido. Hay muchos ejemplos exitosos de esto, pero el reciente discurso de proyectos sociales y a gran escala en las ciudades mexicanas no lo toman en cuenta.
Por varias décadas se ha negado los efectos del cambio climático. La industria de la construcción, en la que la arquitectura es el principal vehículo para definir lo que se hace y cómo se hace, desempeña un papel fundamental en la activación de los cambios en los programas —y la forma de lo que se diseña—. No sólo es el suelo lo que impacta la arquitectura, sino toda la economía de la ecología.
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