Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
2 noviembre, 2020
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Querido David,
Me preguntas qué debemos hacer los arquitectos respecto a la inequívocamente innegable catástrofe ambiental. Acerca de la desigualdad social. Sobre la pobreza. Sobre la degradación de los recursos del planeta. Sobre la pandemia, que nos ha colocado en una situación casi irreal que exige una descripción. Todo esto manejado por líderes políticos cuyo cinismo y absurdas acciones avergonzarían a los hermanos Marx.
La respuesta, querido David, es: nada.
Ese es el primer párrafo de la carta que Jacques Herzog le dirige a David Chipperfield, quien durante este año funge como editor invitado de la revista italiana Domus. La carta de Herzog es brutalmente honesta y, al mismo tiempo, brutalmente cínica, al punto que se puede señalar a quienes ejercen la arquitectura de la manera que la presenta del mismo modo que lo hace con los políticos: su cinismo y absurdas acciones avergonzarían a cualquier Marx, sean Groucho, Gummo, Harpo o Chico, Zeppo o Karl.
¿Puede la arquitectura cambiar o anticipar algo?, pregunta Herzog. Y la respuesta es otra vez negativa: “Los arquitectos no podemos prevenir la comercialización del arte ni tampoco un crecimiento del mercado inmobiliario”, afirma, pidiéndonos aceptar que los efectos colaterales de un edificio como la Tate Modern son imprevisibles e inevitables. “Los arquitectos necesitamos clientes”, escribe, y se antoja pensar en un vampiro de película entornado los ojos mientras apresta los colmillos al cuello de su víctima diciendo “los vampiros necesitamos sangre”. A veces, dice, los encargos vienen de “gobiernos que no tienen los mismos estándares democráticos que tenemos en Europa.” Dejemos de lado el problema de determinar la propia regla como la única que mide, pues no importa: “¿alguna vez la arquitectura ha logrado cambiar a la sociedad?” No, responde de nuevo el reconocido arquitecto, “no podemos cambiar la sociedad pero podemos hacer una contribución tangible”. En ese momento las luces de un auditorio imaginario bajan de intensidad, se abre la elegante cortina de terciopelo rojo que está detrás del orador y comienza la proyección de imágenes que muestran las contribuciones tangibles del arquitecto. Proyectos realizados en el taller de diseño que desde hace veinte años enseña en la ETH de Basel, especialmente uno que propone “construir en lo construido”. Más tarde veremos las fotografías de una clínica construida hace también veinte años y que cambió la tipología hospitalaria. “La salud es un campo totalmente descuidado —dice. A los arquitectos rara vez se les permite involucrarse y, cuando lo hacen, no podían transformar al hospital en un lugar valioso y habitable.” La mayoría de los hospitales actuales, sigue Herzog, incluso los más reconocidos, están alojados en “aburridas cajas, feos monstruos afeados aún más por sus anexos”. Al parecer, esas feas y aburridas cajas se construyen o bien sin la intervención de ningún arquitecto o de algunos que no pueden convencer de abandonar su mal gusto a sus clientes —que obviamente necesitan. Porque todo esto es cuestión de gusto. “Deberíamos repensar radicalmente el uso del concreto —afirma—, no sólo porque queremos ser ambientalmente correctos” y proteger “preciosos recursos no renovables, como la arena y la grava.” Y claro que “podemos trabajar sin concreto, a menos que juegue un papel estético específico”. Papel que, sin duda, decidirá el arquitecto, y nada más. Más allá de las contribuciones tangibles, no hay mucho. Los escritos y teorías de arquitectura, incluidos los que él ha firmado, dice Herzog, sólo sirven como materia para disertaciones y exámenes. Nada más.
Podríamos imaginar a un famoso diseñador diciendo que, dadas las condiciones actuales del mundo, la industria de la moda tendría que rechazar seguir produciendo ropa de bajo costo aprovechando —explotando, pues— la materia prima y la mano de obra baratas de ciertas regiones del mundo; que también debería poner un freno a la absurda ansiedad por novedades que impulsen un consumo innecesario temporada tras temporada; o rechazar la idea de la alta costura como un desfile de costosísimas piezas para vestirse una sola vez por unos cuantos privilegiados; incluso, con cierta ingenuidad, suponer que imprimir consignas políticas en camisetas ayudaría a hacernos conscientes sobre temas específicos sin descuidar el negocio. O llegar hasta confeccionar ropa más duradera y en cada tienda de la marca abrir un taller para zurcir prendas u obsequiar patrones para quien quisiera hacerse sus propios vestidos. Si un hipotético editor invitado de alguna revista de moda hubiera preguntado qué pueden hacer los diseñadores de moda respecto a la catástrofe ambiental, a la desigualdad social, a la pobreza, etcétera, quizá las contribuciones tangibles que hubieran sugerido resultarían más tangibles que las del arquitecto, y su respuesta se resumiría en algo menos chocante que un nada.
Aunque quizá, como apunté antes, la respuesta de Herzog sea tan honesta como cínica y, en realidad, el papel de los arquitectos frente a todas estas crisis acumuladas sea mínimo, menor incluso al de un diseñador de moda, casi inexistente: como arreglar las sillas de la cubierta del Titanic mientras los músicos siguen tocando.[1]
Tras la carta de Herzog, la revista Domus publicó otra, que también responde al cuestionamiento de Chipperfield, firmada en conjunto por el arquitecto e ingeniero Carlo Ratti y el “artista e innovador” Daan Roosegaarde. A diferencia del nada de Herzog, ellos responden diciendo que “podemos y debemos hacer mucho”. En referencia a la excusa esgrimida por Herzog —“necesitamos clientes”—, Ratti y Roosegaarde citan primero a Wright enlistando las tres cosas más importantes para la arquitectura —“clientes, clientes y clientes”— y señalan como inspiración nada menos que a Luis Barragán, quien tuvo, dicen, “la audacia de declarar: «estoy cansado de escuchar a los clientes hablar de sus gustos»” —porque de eso se trata, está claro, de clientes y de gustos. Apuntan, claro, que la posición de Barragán fue un “lujo”, derivada de una “estabilidad financiera” que podía “pagar la fianza de su libertad estética” —porque de eso se trata, claro, del arquitecto y de su libertad estética. Queda al margen que esa estabilidad financiera se consolidó gracias al negocio de comprar tierra barata, fraccionarla y revenderla cara. Así, parte de la respuesta de Ratti y Roosegaarde parece sugerir que lo más urgente a resolver para poder actuar frente a las crisis acumuladas del mundo actual es la manera como un arquitecto pueda sobrevivir y mantener su “libertad estética” —porque de eso se trata, claro— sin depender de los clientes.
También dicen que “no debemos dejar que la tiranía del encargo nos impida comprometernos en los retos más urgentes de hoy” y sugieren otras formas como el diseño colaborativo y abierto —Ratti es coautor del libro Open Source Architecture. Pero quizá haga falta dejar de insistir en el problema del cliente —o de su ausencia— y su correlato: el usuario —abstracto genérico de género masculino— y pensar en personas, en ciudadanas, en habitantes, humanos y no humanos. Quizá habría que pensar que si bien muchos de los problemas y las crisis apuntadas por Chipperfield pasan por la arquitectura, no dependen necesaria y exclusivamente de las decisiones y opiniones de arquitectos, menos de aquellos cuyo principal interés es cómo mantener su “libertad estética”.
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