Los dibujos de Paul Rudolph
Paul Rudolph fue un arquitecto singular. Un referente de la arquitectura con músculo y uno de los arquitectos más destacados [...]
4 mayo, 2019
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Se inaugura la exposición de Jan Hendrix Tierra firme en el MUAC. Ocho grandes salas albergan una muestra exhaustiva que recorre cuatro décadas, desde las delicadas piezas de pequeño formato hasta las grandes celosías de aluminio y los colosales gobelinos. Paradójicamente, una obra que nace de la gráfica y la botánica, es capaz de aprovechar las grandes dimensiones del museo que proyectó Teodoro González de León en un guiño constante entre la intimidad del gabinete de curiosidades y de la vitrina, hasta la intervención monumental del espacio público.
Contaba Rudy Ricciotti que “en 1930 teníamos cien palabras para describir una fachada. A principios del siglo XXI no hay más que una decena. Si hemos perdido las palabras es que hemos perdido los signos asociados. Y con los signos, el saber hacer…” Sin duda con la modernidad las fachadas perdieron atributos decorativos desde que a principios del pasado siglo Adolf Loos sentenciara que el ornamento es delito. También en México, los arquitectos más radicales de los años treinta como Juan O´Gorman o Juan Legarreta, renunciaron a todo elemento insustancial o decorativo, como los que adornaban las fachadas Art-Déco de la época, para abrazar la radicalidad desnuda del funcionalismo. Desde entonces, la fachada pasó a ser la expresión del programa y de sus funciones internas, por lo que el diseño de una fachada pasó a ser un ejercicio reactivo, relegado a su condición superficial. De ahí que el arquitecto marsellés abogue por la necesidad de crear fachadas consustanciales con el contenido arquitectónico.
Ricciotti reivindica el ornamento integral, que tan buenos resultados dió con el barroco y la arquitectura de la contrarreforma, desde su condición provinciana, pequeñoburguesa y católica, como reacción al puritanismo minimalista anglosajón. Como resultado, la fachada envolvente del MUCEM (Museo de las civilizaciones europeas y del Mediterráneo, en Marsella) opta por una porosidad espacial que fluye a través de la celosía de concreto para convertir al edificio en una roca permeable, en un hito geográfico frente al viejo puerto. Lejos de replicar cornisas, volutas, arquitrabes y tímpanos, el MUCEM se muestra como una multiplicación de capas que nutre de espesor legible a la arquitectura.
Quizá también por su origen provinciano, católico y burgués, inserto en la cuna del puritanismo protestante, Jan Hendrix (Maastricht, 1949) ha llegado a complejizar arquitecturas ajenas desde sus mallas orgánicas, sus tejidos vegetales mineralizados y sus filtros que envuelven los pórticos de patios y tamizan fachadas, sentenciando -en contra de la máxima loosiana- que el ornamento ya no es delito. También es cierto que desde los albores de la posmodernidad se levantó la veda y fueron muchos los arquitectos que reincorporaron los criterios clásicos de composición, hasta llegar a los proyectos de Herzog&deMeuron de finales del pasado siglo donde integraron la colaboración de destacados artistas para definir la imagen resultante de sus edificios, como las imágenes impresas sobre el concreto de la biblioteca universitaria de Eberswalde o el arte orgánico de la celosía en Bond St, de Nueva York. Sin dejar de lado, aunque fuera mucho antes de la llegada de Hendrix a México, la arquitectura moderna de mitad del siglo XX que incorporó la integración de las artes plásticas en los edificios en su búsqueda por una arte total capaz de fundir cierto sincretismo entre la especialidad bauhasiana y el horror vacui prehispánico y virreinal.
Pero Jan Hendrix llega a la arquitectura envolvente desde otras disciplinas. Su origen hay que buscarlo en el arte gráfico, caligráfico sobretodo. En la representación bidimensional de la naturaleza observada y capturada, para conferir eventualmente cierta ilusión de profundidad tridimensional. La ritualización de un proceso que empieza por ir al lugar, al reconocimiento del paisaje, donde el artista se apropia de evidencias y acumula apuntes para recomponer, recrear e interpretar aquellas muestras convertidas en un nuevo paisaje. Sus vitrinas de especímenes botánicos remite al archivo forense y al tan recurrido gabinete de curiosidades de aquellos viajeros y naturalistas de los siglos XVII y XVIII, que en su afán coleccionista trataban de ordenar el mundo para comprenderlo. Sin embargo, Hendrix no es un protocientífico como aquellos europeos que cruzaron continentes antes que él para clasificar especies, ni un jardinero que completa y domestica la flora silvestre, sino que es un creador curioso que subjetiva la información para convertirla en forma, es un constructor de paisajes artificiales. Y el fósil quizá sea —como apuntó Javier Barreiro— la metáfora de su trabajo, en tanto que es información biológica atrapada eternamente en un contenedor geológico que, finalmente aparece como paradoja impresa. Jan Hendrix “aísla fragmentos, repite hasta crear un patrón, genera arquetipos”, dibuja y redibuja su memoria rumiante hasta olvidar el origen de la fuente de información, para cambiar de escala o fractalizar su morfología.
Si su trabajo se caracterizó durante años por la pulcritud minuciosa de una obra eminentemente gráfica, impresa o gravada sobre exquisitos papeles, y evolucionó hacia formatos cada vez mayores con la precisión de las tecnologías del diseño industrial contemporáneo, su incursión en el campo escultórico y tridimensional lo llevó también al ornamento arquitectónico. Algunas de sus piezas, como los gobelinos en blanco y negro que representan a las dos patrias de Hendrix —arbustos holandeses y cactáceas mexicanas— expanden la escala y cambian la materialidad de los primeros grabados por exquisitos tejidos murales de seda, para aportar una percepción espectacular sin transformar la idea original. En otros casos, como en la serie Tour Blanche, atrapa el entramado orgánico en una retícula conformada por cuadrados de acrílico negro, que a su vez, abren una nueva oquedad para relacionase con el lugar.
Decía José Luís Barrios que “las piezas de Jan Hendrix no son meras esculturas, sino esparcimientos que ponen en operación inflexiones, pliegues y repliegues de la potencia infinita de lo vegetal y lo mineral.” Esparcimientos o expansiones del plano dibujado para conformar figuras curvando el plano bidimensional, que le confiere cierta ilusión de profundidad. Como el doble cilindro de aluminio pulido del pabellón en Valle de Bravo, donde Hendrix propone el regreso a la naturaleza con una construcción, una naturaleza artificial que dialoga con el paisaje, para enmarcar —en el sentido heideggariano— un nuevo lugar. De hecho se trata de una folie en el jardín, recordando aquellos caprichosos pabellones que se inscribían en los jardines románticos del siglo XVIII, para establecer un nuevo dialogo con el paisaje. Sus obras nunca llegan a ser esculturas esculpidas, sino superficies expandidas tridimensionalmente que cambian la escala de sus trazos: las hojas se convierten en fachada en la primera sede de la Universidad Centro (proyectado por Arroyo, Hernández y Tello) o en lucernario en la librería Rosario Castellanos (que diseñó Teodoro González de León) y las enredaderas en celosía para la Universidad de Qatar (obra de Legorreta arquitectos). Estos planos autoenvolventes y ensimismados se convierten en estelas, prismas o cilindros circulables y manieristas, en tanto que pueden ser apreciados desde cualquier ángulo y a su vez, recurren a su léxico orgánico fractalizado, con la capacidad decorativa de un tejido estampado. Quizá la mayor expresión escultórica pasa por la representación tridimensional de información gráfica en secuencia de scanner, para componer planos paralelos que virtualmente definen una nueva volumetría y la consecuente apropiación del espacio. Así, la pieza ubicada en el centro del patio cubierto de la Biblioteca de México —donde fuera una fábrica de tabaco en el siglo XVIII para convertirse en arsenal, bodega, escuela, hospital y finalmente biblioteca— Hendrix toma como punto de partida la nervadura de una hoja de tabaco para dialogar con la memoria del lugar. Los siete metros de planos de aluminio blanco suspendidos y paralelos al piso, también aluden a las pilas de libros de las salas adyacentes, pero sobre todo permiten distintas lecturas espaciales que van del anamorfismo visual desde la perspectiva en contrapicado, que deja ver una única hoja en profundidad, hasta los planos paralelos que dan escala al extraordinario espacio virreinal.
Jan Hendrix irrumpe en la arquitectura con láminas metálicas recortadas que parecieran inofensivas, al carecer de los atributos de los elementos constructivos: ni cargan, ni cierran, ni protegen. Sin embargo aportan una capa más —de orden narrativo— que agrega la tercia vitrubiana faltante —utilitas, firmitas, venustas— corroborando que el ornamento no sólo no es delito sino que la belleza es una necesidad.
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