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Mandarinas, vitrinas y ladrillos (a ser valiente no se aprende)

Mandarinas, vitrinas y ladrillos (a ser valiente no se aprende)

22 febrero, 2024
por Liana Vázquez

Beatriz González (Bucaramanga, 1932) es una mujer valiente, que además es artista. La descubrí por casualidad hace años cuando su nombre apareció en una de mis búsquedas académicas. Iba pasando páginas y leyendo textos sobre ella y me regañaba a mí misma por no haberla conocido antes. “El artista no puede ser complaciente’’, dijo ella en alguna entrevista. Y fui entendiendo que Beatriz González podría ser todo menos tibia, y la coloqué en el espacio en mi cabeza que ocupan las creadoras con alma. Las creadoras de las que esperaba escribir un par de líneas, alguna vez. 

A finales del año pasado el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) anunció una retrospectiva de su obra, curada por Cuauhtémoc Medina y Natalia Gutiérrez Montes. Llamada Guerra y paz: una poética del gesto, la muestra reúne una selección bellísima de muchas de las obras más importantes de la artista. Como dice el texto inicial, era una exhibición que México le debía a González y que a mí me permitió saldar una deuda que tenía conmigo misma desde años atrás. 

A Beatriz le gustan los archivos porque es también historiadora, y como conoce la historia del arte entiende que para re-semantizar lo artístico hay que conocerlo desde la raíz. No se puede romper un lenguaje sin dominarlo. Al menos no de manera consciente. Su formación académica le regaló la capacidad de pintar exquisitamente, y desde muy joven la llamaron “pintora fina e inteligente”, pero en cuanto la crítica la denominó así, ella corrió al otro extremo de la sala. No le ha gustado nunca ser predecible ni que la encasillen en una única manera de ser. 

Nacida en un pueblo de Colombia, Beatriz defendió el lenguaje popular de su entorno y, como mujer observadora, entendió que precisamente ahí estaba la esencia de su arte. Manipular elementos entendidos como cultos fue apenas el primer paso. Como historiadora, entendía el trasfondo artístico como un todo en el que convivían las grandes pinturas académicas y el lenguaje más pop de su época. Monet no le era ajeno, pero Warhol tampoco, porque en realidad ella entendió pronto que ambos eran sólo dos formas diferentes de hablar de exactamente lo mismo. Entonces prefirió alejarse de los discursos establecidos y utilizar elementos en verdad populares. Podría decirse que reinventó lo kitsch llevándolo a su terreno, manipulándolo a su antojo. Mezclaba a su manera las grandes áreas de color con temáticas que llegaban a la provincia en periódicos, fragmentos de carteles, latas de refrescos, revistas estrujadas. De una profunda inteligencia, produjo en esos primeros años obras que no podían encasillarse dentro del lenguaje académico aceptado en la alta sociedad colombiana que consumía arte y lo compraba. “¿Cómo una cama iba a ser el soporte de una pintura? ¿O un tocador, o una silla, o una cortina?” —se discutía en los espacios que validaban los discursos artísticos—. Y es que ella tenía una debilidad y esa era el escándalo. Ser provocadora era parte de su esencia.

Nada en su obra era, ni ha sido jamás, casual. Por eso, cuando encontró en los periódicos y revistas imágenes que acompañaban noticias de diversa índole, se abrió para ella otra forma de mirar. Y su pintura, que ya jugaba con la idea de desechar la idea de ver el arte como algo sagrado, se volvió mucho más crítica, ácida y por momentos burlesca (aunque en realidad no comparto la idea de que la burla forme parte intrínseca de su discurso). Así, vemos grandes áreas de colores estridentes sobre las superficies de las telas, que reflejan escenas tristes y complejas; un suicidio, una pérdida, un espanto, una muerte violenta. Si sus pinturas se ven desde lejos, pueden confundirse con algo más liviano, pero, mientras se achica la distancia, crece la angustia y el desasosiego. “La alegría del subdesarrollo”, le llamaba ella de manera sarcástica a su manera de pintar. 

Esta Beatriz está en las salas de Guerra y paz: una poética del gesto. Está toda su intelectualidad y el re-inventar el arte colombiano desde una mirada “provinciana”, que ella tanto defendió. Y está la búsqueda, el archivo, la crítica social, la inteligencia sagaz. Pero también está la otra Beatriz que es, a la vez, la misma. La otra, la que entendió que, si los pueblos tienen poca memoria, los artistas deben mantener la suya. Deben hacer permanente lo que, por desgracia, se ha convertido en efímero. Por eso esta Beatriz, que es la misma que la otra, pinta a la humanidad, desde la perspectiva individual de su país de origen. Parte de la compleja situación política de Colombia para elaborar un discurso que es, en definitiva, universal, porque Colombia forma parte de un mundo, aunque este muchas veces le dé la espalda. 

Beatriz González es valiente, porque pinta lo que debe permanecer en la memoria. Porque un pueblo sin memoria queda estéril y desarmado. Un pueblo sin memoria casi hace una invitación a un ataque. Ella, González, pinta la historia de su país, que es hermoso y es duro y es complejo. Su país, que está ensangrentado por siglos violentos en cuyo interior, aunque ahora viva un momento de aparente paz, sigue viva la violencia. Las escenas de sus pinturas, noticias encontradas, imágenes que aparecen en una revista, en un periódico, hablan de lo dolorosa que resulta también la reconstrucción, y validan la idea de que encontrar alguna paz, en una tumba, en unos huesos, no hace menos dolorosa la ausencia. El dolor que persiste, porque han sido siglos de muerte y de lágrimas y de miedos y de sillas vacías. Beatriz es una de esas mujeres artistas que habla de lo que está en los márgenes. De los muertos de pueblos indígenas, de las tumbas sin nombre, de los huesos desperdigados en campos kilométricos, de lo que no importa más allá de las cuatro paredes, casi siempre miserables, donde creció el ausente. 

Hay exposiciones que te zarandean y cuestionan, y hay otras que te abrazan. La exposición de Beatriz González en el MUAC hizo todo eso conmigo y lo hizo al mismo tiempo. Y me recordó por qué amo el arte y por qué lo estudio y reviso desde perspectivas mucho más emocionales de las debidas. Renuncio a cualquier dejo de originalidad o seriedad para terminar: Beatriz González cruza la pasarela. 

Beatriz González. Guerra y paz: una poética del gesto se exhibe en las salas 1, 2 y 3 del Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM, y podrá visitarse hasta el 30 de junio de 2024. 

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