Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
11 julio, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Hace unas semanas The Architects Newspaper publicó un texto de Ryan Scavincky sobre el más reciente proyecto terminado de Eric Owen Moss, un edificio de diecisiete pisos en Culver City, California, llamado The (W)rapper. El edificio es uno más de los proyectos que Moss ha desarrollado para Samitaur Constructs, una empresa de desarrollo inmobiliario fundada por Frederick Samitaur-Smith, quien en su currículum cuenta haber sido asistente de Pablo Picasso, y su esposa Laurie, bailarina. Entre los dos, según escribió Victor W. Hwang en la revista Forbes en 2014, “ayudaron en el renacimiento de una ciudad” —Culver City, establecida en 1913 al lado del condado de Los Angeles y donde en la década de los años 20 se asentaron grandes estudios de cine, como la Metro Goldwyn Meyer—, entendiendo, agrega, que lo que debían construir era un “ecosistema”. Los proyectos de Moss han sido parte fundamental en la construcción de dicho “ecosistema”, materializado en edificios que en un principio parecían el resultado de la colisión lúdica y desenfadada de materiales ordinarios utilizados de maneras extraordinarias, podría agregarse para rematar un eslogan casi publicitario, que al final termina en extravagancias arquitectónicas que parecen más fruto del capricho. Un poco la misma historia que va de la casa de Frank Gehry en la cercana Santa Monica al Guggenheim de Bilbao o la parisina Fundación Louis Vuitton. Digamos, parafraseando a Lautréamont, que si todo empezó con la colisión más irónica que fortuita de una hoja de madera contrachapada y un rollo de malla ciclónica en un pequeño lote de una ciudad californiana, el chiste terminó convertido en el encuentro forzado entre miles de placas de titanio cada una con su propia forma determinada por un programa de modelado en tercera dimensión con estructuras de acero y concreto que se retuercen para sostener dicho envoltorio en un barrio o hasta una ciudad que quiere reaparecer en el mapa.
The (W)rapper es presentado en un artículo firmado por Sam Lubell en el sitio web de la revista Metropolis como “audazmente experimental” y derivado de una instalación que realizó Moss en 1998 dentro del Wexner Center, en Columbus, Ohio —éste uno de los edificios más conocido de Peter Eisenman. Lubell cita a Moss diciendo: “Tan pronto como tuerces la línea de las columnas, los marcos se vuelven sustancialmente diferentes. Es una tensión conceptual entre las posibilidades del desorden y la promesa del orden.” En cambio, en el sitio Atlas Obscura, califican al edificio de “absurdo”, un diseño “cuya intención es hacerlo parecer como envuelto (wrapped) en bandas de concreto que lo sostienen unido”. De hecho, agrega el articulo, no sólo es una apariencia, sino que el exoesqueleto de concreto sostiene los pisos de la torre, permitiendo que los entrepisos tengan diferentes alturas. Al igual que con los materiales, el ataque revolucionario e iconoclasta que, en las últimas décadas del siglo pasado, varios arquitectos trabajando en California —como Moss y Gehry— y otras partes de los Estados Unidos, emprendieron contra la racionalidad estructural heredada no sólo de cierta versión corbusierana —no siempre atenta a los manierismos del maestro suizo— sino, sobre todo, me parece, de la historia que va de la casita de la pradera —el balloon frame— hasta los primeros rascacielos de la Escuela de Chicago, sin dejar de lado la composición diagramática que a principios del siglo XIX desarrolló Jean Nicolas Louis Durand, ese ataque, pues, llegó a un callejón sin salida donde la única excusa para olvidarse de las lógicas estructural, constructiva y económica, era el tamaño de la cartera del cliente.
Para resumirlo burdamente, The (W)rapper le ha parecido a muchos feo y más: agresivo e innecesario. Demasiado excéntrico y estrafalario incluso para la región del mundo que inventó las realidades alternativas de Hollywood y Silicon Valley. En su texto, Scavincky dice que eso a Moss le divierte, y que afirma de su nuevo edificio: “¡no saben qué hacer con él!, no por su uso sino por su apariencia y estructura que, supuestamente, retan las convenciones. Parece tratarse, dice Scavincky, de otro desencuentro entre los que saben y entienden la acumulación de referencias que han llevado a que The (W)rapper sea como es —referencias que van, afirma Scavincky, de Chichen Itza a W. B. Yeats—, y los legos, a quienes su ignorancia no les da más que para decir que eso no les gusta y es feo.
Esa batalla, sigue Scavincky, tomó otras dimensiones tras lo dicho por Oliver Wainwright —crítico de arquitectura y arquitecto de formación, nacido en 1984— en su columna del periódico The Guardian, y la crítica que su crítica recibió en el seminario El eclipse de la crítica —organizado por la Universidad de Pisa a principios de abril de este año— de parte de Cynthia Davidson —reconocida editora y crítica de arquitectura nacida en 1952 y, como anunciaba una nota en el New York Times publicada al día siguiente de la boda, el 12 de noviembre de 1990, casada con Peter Eisenman— y Robert Somol, profesor y teórico de arquitectura nacido en 1960 y que, entre otras muchas cosas, publicó en el 2002, en coautoría con Sarah Whithing, un famoso texto fundamental para lo que se conoció como el movimiento post-crítico: en parte una respuesta a la lectura, no del todo exacta, que habían hecho Peter Eisenman y otros arquitectos estadounidenses, de las posturas de Manfredo Tafuri —autor, curiosamente, de un texto también famoso titulado No hay crítica, sólo historia— y que contraponía al entendimiento de la arquitectura como una actividad crítica, que les parecía paralizante, la idea de que se trata de una actividad propositiva o, más precisamente, proyectiva.
El título del texto de Wainwright resume su crítica: ‘A gas-guzzling villain’s lair’: welcome to LA’s grotesque new high-rise —’La guarida de un villano devorador de gasolina’: bienvenidos al nuevo y grotesco rascacielos de Los Ángeles. Tras describir el trabajo de Moss en Culver City y el proceso de diseño de The (W)rapper, poema de Yeats incluido, Wainwright se detiene en la tortuosa estructura o, más bien, en su inmensa huella de carbono:
Los pisos, que varían de cuatro a siete metros de altura, se asientan sobre vigas I de acero profundas que se conectan a las bandas curvas en la fachada, a veces las atraviesan y otras veces fallan por completo, teniendo que ser conectadas por “curitas” de acero horizontales adicionales. Las bandas están hechas de chapa de acero laminada, de 1 a 7 cm de espesor, fabricadas en China y soldadas en secciones de caja hueca, unidas en las esquinas con nodos de acero macizo de 30 cm de espesor, fabricados en Alemania. El acero está revestido con cemento ignífugo grumoso, mientras que el núcleo de circulación y la base están revestidos con yeso gris rugoso, lo que le da a todo el edificio una textura rugosa de hormigón. El resultado es algo amenazante, que eleva las tendencias cyberpunk de Moss a nuevos niveles de alto octanaje. Si alguna vez Hollywood necesita una sede para villanos en un imperio distópico consumidor de gasolina, este edificio está en la primera fila, con una huella de carbono a la altura.
Una de las características que la oficina de Moss destaca para The (W)rapper, es la base aislada de la estructura, que le agrega una resistencia sísmica cinco veces superior a la que exigen los reglamentos, lo que se presenta como prueba de sustentabilidad: el edifico es casi indestructible y al día siguiente de un terremoto de magnitud impensada, sus ocupantes pueden regresar a trabajar.
Wainwright contraataca: por la resistencia a sismos cinco veces mayor a lo requerido, el edificio de Moss tiene cinco veces más carbón incorporado que lo recomendado para edificios similares en el Reino Unido. “Es difícil pensar que esas acrobacias formales valgan el costo ambiental.”
¿Cuál fue la crítica de Davidson y Somol a la crítica de Wainwright? Scavincky la cuenta a partir del reporte en vivo que hizo en su cuenta de twitter Douglas Spencer —arquitecto y crítico, autor, entre otros, del libro La arquitectura del neoliberalismo: cómo la arquitectura contemporánea se convirtió en un instrumento de control y sometimiento. Spencer dijo que Davidson y Somol defendieron a Moss de la crítica de Wainwrigh, quejándose Somol de una crítica arquitectónica que se preocupa más por la “crisis del día” que por la arquitectura, lo que sea que eso quiera decir. Y tal vez, más que “querer decir”, esa “idea” de lo que la arquitectura y su crítica “deben ser”, tengan que entenderse por lo que produjeron. Quizá debamos pensar que la autonomía disciplinar que cierta idea de la “arquitectura crítica” construyó y la de una “operatividad pragmática” con que respondió la “post-crítica”, no son ideas opuestas sino, más bien, en contrapunto y que sirvieron a una generación de arquitectos —o dos: críticos y poscríticos— para aceptar sin mucho rechistar los encargos de gobiernos y corporaciones para darle forma y color arquitectónicos a los años “gloriosos” del capitalismo tardío —el mentado neoliberalismo— y rematar con fanfarrias y acrobacias cualquier exigencia de responsabilidad social, cultural, ambiental o política a la arquitectura, redefinida ya entonces como “el juego sabio y magnífico de volúmenes girados o quebrados bajo la luz de los reflectores.”
Y aunque resultaría demasiado simple suponer que, más que una diferencia entre expertos y legos, se trata de una diferencia entre boomers, equis y milenials, no en balde anoté los años de nacimiento de Wainwright, Davidson y Somol. Wainwright pertenece a una generación que cada vez se pregunta más —sin que necesariamente sepa qué hacer con las respuestas— de dónde vienen las materias primas —y quién las extrajo, con qué efectos y bajo qué condiciones— de los productos que usan, sea ropa, teléfonos móviles, muebles o el edificio donde vivirán. Las generaciones anteriores, que nunca se tomaron en serio dichas preguntas pero que hoy saben que al menos debieron imaginar alguna excusa razonable para no hacerlo, prefieren restringir el discurso y la crítica, en el caso de la arquitectura, a lo que la arquitectura realmente es —y nunca es mucho más que un edifico, parece.
Véase, por ejemplo, la “crítica”, tan generacional como geopolítica y, también, de clase, que muchos de aquellas generaciones hacen a lo planteado en la actual Bienal de Venecia: tras el “no hay propuestas” se esconde un “son demasiadas preguntas que no queremos responder”: la defensa implícita de la irresponsabilidad.
Una o dos generaciones —no todos, cierto, pero sí la mayoría de quienes resultaron más exitosos— no quieren enfrentarse a la posibilidad de que su gran arte autónomo y pragmático a la vez no haya sido sino un decorado o un entretenimiento: la orquesta del Titanic, cuando no cómplice activo. Imaginémonos a ese grupo —o imaginémonos a nosotros mismos, si nos toca— como una colonia de pingüinos, pegados unos a otros, protegiéndose del viento helado y cuidando huevos acaso ya huecos, sobre un pequeño pedazo de hielo flotante que cada momento es más pequeño. Sólo que los arquitectos, a diferencia de los pingüinos, son responsables de la construcción material y conceptual de parte de las cosas —como los edificios— cuyo efecto ha sido devastador para su isla-mundo. Porque un edificio nunca es sólo un edificio, y la arquitectura siempre es más que edificios.
La crisis climática, así como los efectos del colonialismo y el extractivismo, del racismo y el sexismo, de la desigualdad y de la opresión sistemática a ciertas personas, tienen efecto y, al mismo tiempo, son resultado de la conformación material del mundo y, si pensamos que la arquitectura tiene algo —o mucho— que ver con esa conformación, todo eso importa, y mucho, al pensar y hacer arquitectura. Como afirmó Andrés Jaque en una entrevista publicado en el más reciente número de la revista Arquine:
La arquitectura no surge como una acción aislada, como una especie de entidad autónoma, sino que está siempre operando sobre (eco)sistemas de relaciones ya existentes.
Por eso, afirma, no podemos hablar hoy de arquitectura
sin hablar de clima, de género, de ecología, de justicia territorial y medioambiental, de migraciones, de interseccionalidad, de feminismos. Todos estos son materiales con los que se articula la vida colectiva contemporánea, y no hay más. El precio para los arquitectos y la arquitectura de sustraerse a hablar de ello, es la irrelevancia.
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