Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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¡Felices fiestas!
6 marzo, 2024
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Me parece que ya comenté con ustedes, estimadas y estimados lectores, que llega esa etapa en la que los hijos, ya adultos, al conversar con nosotros, nos generan un nuevo estrato de aprendizaje, ya que su visión fresca y evolucionada de la vida abre ventanas al conocimiento que antes no imaginábamos.
En este caso, me refiero a la visión desantropocentrista que, en su perspectiva ya profesional de la literatura fantástica, ha compartido conmigo José María, mi hijo. En su discernimiento me ha permitido abordar el análisis de la naturaleza, no desde la óptica de mi conocimiento personal, sino desde aquel que producen los otros habitantes no humanos de nuestro planeta.
A esto se le suman los recuerdos de algunas reflexiones hechas con mi padre, a partir de la observancia de la naturaleza, o de otras personas amigas queridas, con quienes he compartido momentos de construcción intelectual basados en la sabiduría propia de la biodiversidad.
Hoy concentro la reflexión en un producto específico, siempre sorprendente y apasionante: la trama que, con su seda pegajosa, tejen las arañas.
Habrá cientos de miles de patrones, que cada espécimen arácnido en el conocimiento acumulado por su código genético, que se diferencian entre sí. Desde el muy estereotipado, gráficamente plano, compuesto por tensores radiales ligados con otros concéntricos, que ofrecen una trama de perfecta geometría, hasta redes colectivas de alta complejidad, conocidas quizá sólo por biólogos expertos.
Para el caso que nos refiere, tomaré dos ejemplos que, justamente, salen del estereotipo y ofrecen una geometría diferente. No podré compartir el nombre específico de la especie que produce uno u otro ejemplo, ya que desconozco el dato, pero quizá alguna o alguno de ustedes, estimados lectores, sepa arrojar algo más de luz al respecto y nos lo pueda comunicar tras observar las imágenes que acompañan el texto.
Entrando en materia, el primer ejemplo es un descubrimiento personal, bastante reciente, del diciembre del año que acaba de terminar. En el jardín de la casa que fuera de mis padres, en el municipio de Jiutepec (Morelos), la aparición de las telas que tejen las arañas siempre ha sido motivo casi de celebración en cuanto a su expresión geométrica se refiere; no así en cuanto a su existencia, pues algunos miembros de la familia tienden a sentir cierta aprensión por estos peculiares arácnidos. Sin embargo, la forma encontrada en los días pasados era inédita para mis ojos.
Un pequeñísimo individuo, que tardé varios días en encontrar, pues en un inicio sólo se apreciaba su obra, había dejado (cerca de la base de unas matas de chiles silvestres) una estructura maravillosa, entre trampa de caza y habitáculo. La construcción toma la geometría de doble cuenco o vasija semiesférica, superior e inferior, armada con un intrincado tejido cuyo patrón geométrico no he acabado de comprender dada la cantidad de hilos que lo componen. Para cada cuenco, largos tensores se proyectaban hasta las ramas, tanto de las matas de chiles, como de las otras plantas circundantes, con múltiples refuerzos que aportaban estabilidad y resistencia a la red.
El doble cuenco era capaz de capturar no sólo insectos desapercibidos de cierta dimensión, que ofrecerían sustento a la arañita autora, también atrapaba las pequeñas hojas y ramas que caían de tanto en tanto, desde un tabachín que se alza por encima de matas y plantas en ese punto del jardín. Dependiendo de qué lado esté la luz, la arquitectura de nuestra pequeña amiga se hace más o menos perceptible por lo que, para fotografiarla, había que buscar los puntos de mayor visibilidad.
Un par de días después, descubrí dos estructuras más, similares, aunque no idénticas. La diferencia principal, además de que no fueron hechas por el mismo individuo, era el sitio. Las condiciones cambian de manera inevitable a sólo un par de metros de distancia. No son las mismas plantas, no las cubre la misma luz, y entonces la estructura se adapta, se ajusta —no conceptualmente, pues siguen siendo el sistema de cuencos narrados—, pero sí de forma geométrica, ya que los segmentos de esfera, producto de la forma final, varían de manera considerable. La variación, entonces, no proviene de la inspiración racionalista que busca originalidad en la obra, sino del instinto creativo de quien construye a partir del entorno y las condiciones que le rodean: sabia naturaleza.
El segundo ejemplo es un descubrimiento de mi hijo Pablo. Yo lo había percibido de reojo, pero no presté suficiente atención hasta que él me lo hizo notar. Hacíamos una ruta ciclística él, Alonso, otro de mis hijos, y yo. La ruta pasa por el incipiente cauce del río Apatlaco, que tiene su nacimiento en el Parque Barranca de Chapultepec, de Cuernavaca (Morelos). Ese punto se encuentra ya fuera del parque, en el municipio de Atlacomulco, y hay un intento bastante digno de parque urbano, que deambula junto al cauce, en cuyas orillas crecen vetustos ahuehuetes, sólidos bambúes y cientos de otras plantas. Así, durante unos minutos, uno sale de la vía donde reina el automóvil y entra a un pequeño entorno híbrido, en el que la mancha urbana pareciera desaparecer; sólo en ilusión, porque las colindancias con lotes privados se encuentran a unos metros.
Ahí, en un punto específico del parquecito lineal, de repente Pablo nos dirige con voz de asombro a Alo y a mí un “¿¿¡¡Ya vieron eso!!??” Y es que, ligando ramas entre ahuehuetes y bambúes, se extendía un complejo manto, una inmensa red de tela que cientos de arácnidos habían construido en colectivo, pues es simplemente imposible que un solo individuo llegara a conseguir los varios metros y el volumen de ese tejido sorprendente.
Las fotos compartidas no harán suficiente justicia, y tristemente nos permiten ver algo del evento constructivo y su entorno, pero no a los individuos que cazan y habitan en él. La enorme red se apoya en incontables puntos que van de los troncos a las ramas, a los tallos, a las ramas otra vez, tensando el espectacular lienzo, cuya forma ondulante genera bellas catenarias, en ocasiones acentuadas por el peso de las hojas que han sido atrapadas por esta formidable trampa. A la sombra, puede pasar desapercibida hasta cierto punto, lo cual quiere decir que el follaje de los ahuehuetes y bambúes es un aliado indispensable para que el colectivo de arañas elija ese punto como logística de su hábitat. Pero cuando algunos rayos de sol llegan a penetrar la compleja urdimbre de ramas, entonces se manifiesta esta ciudad-telaraña como una sutil veladura blancogris. Un breve estremecimiento recorre mi cuerpo al recordarle, y otro al pensar que —un mes después, en la siguiente visita— esta gran urbe a escala insecto había desaparecido por completo.
¿Sería una fumigación masiva de los jardines que colindan con el naciente río Apatlaco? ¿Una lluvia torrencial? ¿O una parvada de aves que detectó la abundancia de nutriente y arrasó con toda la población de arañas? Al final su efímera existencia no le impide ser una lección extraordinaria del nivel de complejidad arquitectónica y constructiva al que pueden llegar otros protagonistas cohabitadores del planeta, a quienes el Antropoceno invisibiliza, discrimina e, incluso, considera como plaga, y que evolucionan a mucho mayor velocidad que quienes, a la fuerza, nos hemos autoasignado con injusticia el papel de protagonistas en este bello cuento que llamamos vida.
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