Cultura serrana, la otra escala del horizonte clásico (II): Ranas
Tras la imborrable experiencia de la visita a la Zona Arqueológica de Toluquilla (en la Sierra Gorda de Querétaro), publicada [...]
30 diciembre, 2020
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Al norte de la actual ciudad de México, formando una transición entre la cuenca del mismo nombre y los inicios de la del Pánuco, al sur de Pachuca, un conjunto de valles forma un sistema de larga tradición agrícola. Desde épocas teotihuacanas, siguiendo por el postclásico, la región presentaba una intensa actividad de producción e intercambio, que no perdió durante el período virreinal, en el que, además, se sumó la importancia de la minería.
Durante el siglo XVI, se concentró en esta región una importante actividad constructora, principalmente enfocada a la conformación de la red evangelizadora por parte de la orden Agustina, por lo que, si salimos de la ruta directa, que nos marca la autopista México-Pachuca, podemos encontrar en diversos poblados, varios ejemplos de las peculiares construcciones monásticas desarrolladas por la orden ya mencionada.
Ya en otras publicaciones de este espacio hemos mencionado algunos ejemplos en otras regiones de este tipo de construcciones, cuyos aspetos tipológicos recordamos brevemente: grandes atrios destinados a la evangelización masiva, capillas abiertas, capillas pozas, templo cubierto, portal de peregrinos, convento y huerta. Mientras que estos elementos, más o menos constantes, marcan una pauta común, también es cierto que cada edificación es única y peculiar, ajustando, interpretando y configurando sus características a las condiciones de su entorno específico, a la imaginación del fraile arquitecto encargado de la obra, y a la de los artesanos locales.
Hoy comparto uno de muchos que, gracias a la semilla de exploración sembrada por mi padre desde mi más tierna infancia, he logrado visitar: San Andrés Apóstol, en Epazoyucan.
Como mencionaba anteriormente, hay que salirse de ruta, lo cual puede permitirnos descubrir más de lo que uno cree. La cabecera del municipio de Epazoyucan, en el estado de Hidalgo, es una población que pareciera haber quedado olvidada en el tiempo, lejos de la vorágine de la gran ciudad, a pesar de que se encuentra a solo 21 kilómetros de la capital hidalguense.
Su vida cotidiana refiere mucho más a ese universo rural, que habita a otra velocidad, más coherente con aquella que marca el ritmo de la naturaleza, que con la vertiginosa intensidad industrial, aunque esto precisa y tristemente, conlleva un fuerte grado de marginación económica —¡hay mucho que replantearnos! Al centro de la población, asentada en el basamento de un previo centro ceremonial, se encuentra el conjunto de San Andrés, que se terminó de edificar hacia 1540, según los estudios del INAH. La velocidad de edificación, que no tardó más de un año, se debía a la gran cantidad de habitantes en la región. Cada ideología prioriza, según sus objetivos, a dónde se van los recursos.
Una notable portada plateresca, encuadra la fachada del templo que conserva, casi como un joyero al costado norte la capilla abierta, de corte más románico que refuerza el eje vertical, en ese mismo costado de un campanario que, más que torre, pareciera una espadaña doblada en cuatro equilibrando la fuerza de la portada en forma peculiar y notable. Al sur, el cuerpo del convento presenta un portal de peregrinos en ruinas, que marca el umbral de acceso al espacio habitacional, hoy museo y que juega en la línea horizontal de la base de todo el conjunto rítmicamente, con los arcos de la capilla abierta y del acceso al templo.
El interior del templo nos muestra un espacio a una sola nave con bóvedas de crucería y un severo aspecto de austeridad monumental, pero ahí, lo que es realmente notable es el alfarje de madera que forma la estructura del coro, librando con sus potentes ménsulas un claro de 12 metros de luz. Esta estructura arquitectónica, con la descripción aquí reseñada y cuya imagen puede verse tras estas líneas, es la única en su tipo que yo he encontrado.
Las portadas del convento manifiestan la preferencia por el románico en las dimensiones de las ventanas de las celdas, y en los vanos estilizados que rematan los deambulatorios superiores, donde la escala entre unas y otros, manifiestan claramente la diferencia entre el espacio de habitación individual y la circulación colectiva.
El claustro se acota con una bellísima arcada también de referencias románicas que contrastan en su refinada transparencia, con la masividad del muro sur del templo, formando además, ese microclima peculiar característico de los esquemas de patio.
El trabajo de restauración de varias décadas, por parte del INAH, nos regala una serie de murales y pinturas recuperadas, que amplían el valor de la experiencia cultural de la visita, junto a un maravilloso paisaje que, dependiendo de la época del año en que visitemos, puede pasar de un verde intenso, a un universo de variables tonalidades ocres, cafés, verde seco, como suele suceder en el prototípico clima estacional semiárido de la parte norte del altiplano central.
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