Espacios | Los lagos de Plitvice: Naturaleza con protección sistémica
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]
13 diciembre, 2022
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
La cuenca de México es un territorio peculiar. Su origen lacustre se debe a que no existe una salida natural al mar, por lo que tanto el agua de los deshielos en cierta era geológica, como la que escurre de las lluvias, solía concentrarse y acumularse en grandes espejos de agua, generando un sistema conformado por 5 lagos de diversas dimensiones, que se integraban en uno solo durante las épocas de abundancia hídrica, y se separaban ligados por arroyos durante los momentos donde menguaba la precipitación del preciado líquido.
Dentro de la cuenca, a lo largo de la historia aparecieron emblemáticos desarrollos urbanos que, dependiendo del momento, concentraron en distintas partes del territorio una gran cantidad de población, como el preclásico Cuicuilco, el clásico Teotihuacán, o la postclásica Tenochtitlán que derivaría en la Ciudad de México, ya durante el virreinato y hasta nuestros días. Otras ciudades como Texcoco o Xochimilco, mantuvieron su destino de concentradores agrícolas, mismo que no sin riesgos a extinguirse, aún prevalece; otras tantas quedaron engullidas por el asfalto durante la expansión de la mancha urbana en el siglo pasado.
A pesar de esta abundancia del vital elemento, la Cuenca no presenta un clima parejo. Tanto las dinámicas de viento como la orografía y los tipos de suelo, generan diversos microclimas bien identificables. Para nuestras y nuestros amables lectores, resumiremos que el sur tiende a ser más húmedo y boscoso, mientras que el norte suele tener un clima más árido. Dichos climas se acentúan en función de las estaciones que son realmente dos: lluvias y secas, con pequeñas transiciones entre una y otra.
El agua para consumo humano, por otra parte, es un asunto más complejo. No basta con que sea agua dulce, debe tener ciertas condiciones de pureza. Es así como los manantiales de las sierras, adquieren condiciones mítico rituales para sus pobladores, y que, a lo largo de su historia, la cuenca haya sido cruzada por distintos apantles (en náhuatl) o acueductos (en español) para alimentar la necesidad potable de comunidades y ciudades.
Míticos son los que Nezahualcóyotl hizo para Texcoco y Tenochtitlán en el siglo XV. En el siglo XVI, con la adopción del arco como sistema constructivo, aparecen el bello y ya narrado Acueducto de Tembleque, o el fragmentado y disminuido, pero importantísimo históricamente, Acueducto de Santa Fe.
El que hoy comparto, es obra de la comunidad jesuita que conformaba el Colegio de San Francisco Javier, ubicado en la población de Tepotzotlán, en el actual Estado de México, al norte de la Ciudad.
Los colegios jesuitas buscaban, antes que nada, la generación de nuevos conocimientos a partir de la estructura formativa derivada de la filosofía ignaciana. Entre las aplicaciones de estos conocimientos, se encontraba el desarrollo de comunidades agrícolas de origen indígena. Esto podía darse a partir del concepto de misión, o del concepto de hacienda, dependiendo de diversas circunstancias. En el caso que nos atañe, el trabajo se centraba en la hacienda de Xalpa, de cuyo nombre se deriva la denominación oficial “Acueducto de Xalpa” con el que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) tiene registrado el edificio que da pie a esta narración, aunque la gente le conoce mejor por el apodo de “Los Arcos del Sitio”. Tanto para noviciados como para trabajadores, el desarrollo de la hacienda requería una obra hidráulica, pues pobre sería un desarrollo agrícola sin el acceso a ésta.
Así, a inicios del siglo XVIII, los sacerdotes jesuitas Pedro Beristain, Pedro Sobrino y Santiago Castaño, inician los trabajos para trasladar el agua de la corriente del Río del Oro, hasta la hacienda. El trazo implicaba, entre otras cosas, librar la cañada donde corre el río que hoy día es conocido como en el nombre de “Los Arcos”, derivado de hecho, de la presencia de la obra hidráulica. Las estimadas y estimados lectores deberán disculparme, pero no he encontrado aún el nombre previo de este flujo de agua. Como platicamos en aquella entrega referida a la obra de Francisco de Tembleque, lo que hace funcional a un acueducto es la pendiente del canal por donde corre el agua, que no debe ser ni tan tenue como para que se estanque el flujo, y tan intensa que la corriente vaya a un exceso de velocidad, por ello, al llegar a la cañada, la necesidad de mantener la pendiente implica una importante obra arquitectónica, y es aquí que aparece la obligada construcción de arcos que hoy día cruzan el paisaje de esta región.
Cuatro niveles de arcadas, unas sobre otras, que van ampliándose hasta alcanzar en la parte superior, la “tira” de arquería mide de largo cerca de medio kilómetro alternando un total de 34 arcos. La pendiente se mantiene logrando la construcción una altura, desde el lecho del río los Arcos hasta el nivel del pretil que confecciona el apantle por el que corre el agua, unos 61 metros, con lo que se considera la obra de este tipo más alta de Latinoamérica. Así, si recordamos que el acueducto construido por Tembleque tiene el arco más alto, con 35 metros del lecho bajo de la piedra clave principal al suelo, resulta que el hoy Estado de México, cuenta con un par de récords nada despreciables en cuanto a su arquitectura hidráulica.
La edificación quedó inconclusa cuando en 1767 fueron expulsados los jesuitas de todos los territorios regidos por la corona española, también se abandonó el colegio y su trabajo con la hacienda. Es hasta mediados del siglo XIX, ya en el México independiente, que Don Manuel Romero de Terreros, al heredar la hacienda de Xalpa, decide concluir la construcción y hacer funcionar la hidráulica narrada. En el anecdotario queda el nombre popular “Arcos del Sitio”, donde la parte de los arcos es más que evidente, el Sitio en cambio, deriva del momento en que fue sitiado, en el territorio, Maximiliano de Habsburgo y sus acompañantes por el ejército juarista.
El espacio en sí, es digno de experimentarse. Si usted va en la estación de secas, que es la referencia fotográfica que aquí comparto (de noviembre a abril más o menos) el panorama será duro, con un cielo sin nubes, más frío o más caliente dependiendo del mes. La cañada se muestra inhóspita y agresiva. Solo al fondo, por donde corre el pequeño río, la vegetación mantiene algo de verdor.
Un lomerío bajo recibe al visitante desde el vehículo automotor que haya elegido, el pastizal amarillo y seco ondula en el paisaje y, de repente, comienza una hilera de arcos sencillos, que van creciendo en altura mientras la pendiente de la colina desciende. La línea horizontal que dibuja el canal por donde corre el agua, contrasta con la cada vez más pronunciada loma, y entonces, se desdobla imponente la construcción cuando la cañada se precipita al río. Uno, dos, tres y hasta cuatro niveles de arcos dibujan el cuenco orográfico, para conectar un lado del otro.
A la lejanía la dimensión ya es avasallante, y explota diversas emociones en quien la percibe. Entonces, toca bajar al río, para verlo desde otra perspectiva. El recorrido es bello, románticamente anecdótico, aunque impredecible en su ondulante viaje de flujo. Pronto, la vegetación no podrá ocultar la magnitud de la arquitectura, desde abajo la escala es distinta. No se observa la longitud del acueducto, pero se percibe la dimensión vertical, equivalente para quien no alcanza a relacionar los 61 metros con algo concreto, a un edificio de 20 pisos.
Entonces el juego de arcos se convierte en una narrativa tectónica, donde cada curva nos comunica con una línea recta vertical donde el peso de la estructura encontrará eventualmente el suelo, y su cimiento. El sol juega a los opuestos complementarios, luz y sombra, dependiendo de la hora del día, la fecha del año, y la posición de quien visualiza el monumento, que corre casi en línea perfecta entre el oriente y el poniente.
Si se visita en la estación lluviosa, un maravilloso tono esmeralda refleja la luz del sol atenuada por las nubes, y el panorama se lee diferente.
En todas las culturas previas a la contemporaneidad, el manejo del agua implicaba un nivel de conocimiento superlativo y sistémico. No bastaba con una especialidad, había que entender el territorio completo y los alcances del recurso. Hoy, cuando hemos desecado lagos, entubado ríos, arrasado manglares, contaminado océanos, parece ser que apenas empezamos a entender el valor real de la dinámica del agua, ¿en qué momento la olvidamos?
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