Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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12 noviembre, 2024
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
A mi hermana Carla; mis sobrinos Andoni, Carla y Maite, Nico, Kelly y Greg.
A mis amigas y amigos Alejandro, Aidé, Juan Fran, Natalia, Isabel, Marisol y todas aquellas y aquellos que han tenido una pérdida reciente.
Se acerca el final de octubre y el inicio de noviembre. En ese paréntesis, el tiempo se detiene para diversas culturas que celebran a quienes han partido hacia otras dimensiones, pero aún podemos evocar con nuestra limitada y pobre memoria. En México, desde el pensamiento de las civilizaciones mesoamericanas, hasta su sincretismo con el cristianismo católico, el paréntesis se convierte en una interacción de mundos cuyo portal, aunque siempre abierto, sólo es traspasable en días determinados. Entonces quienes, valoramos ese portal, armamos año con año una fantasía plástica configurando un pantheon (en los términos romanos) subjetivo o un Mictlán, bella palabra náhuatl para referir al más allá, donde nuestras emociones expresivas pueden variar anualmente y, por lo tanto, la forma de dicho pantheon.
En lo personal, este lapso de tiempo coincide con el cumpleaños de mi madre, quien cambió de dimensión en 2013, por lo que se convierte en un momento aún más explosivo. Hay que decir que los últimos cuatro años me han acercado en lo personal a este espacio de transición, entre la cantidad de amigas y amigos conocidos que se fugaron durante la pandemia, la muerte de mi padre en 2023, la de mi cuñado Rafa Elías a inicios de este año, del buen Juanfrán Borrego hace unas semanas, así como las conocidas partidas de padres o madres de amigas y amigos queridos. La consciencia de un evento nos hace visibles cientos de situaciones similares en la cercanía de nuestro entorno que, de otra manera, tendemos a no ver.
Así que hoy, mis queridas y queridos lectores, les invito un poco a mi intimidad y, por esta vez, los espacios referidos serán personales y no corresponden a las visitas que la vida me ha permitido hacer a otros sitios, sino a aquellos fragmentos que potencian siempre la evocación a los personajes de mi pantheon personal, con la esperanza de que ustedes formulen los propios y puedan abrir, en los días adecuados, sus portales con dulces físicos (el delicioso pan de muerto o la calaverita de azúcar o de chocolate, o el pumpkin pie americano como el que hacía justamente mi madre, o lo que se estile en su región) y dulces recuerdos.
Lo que sigue ahora, no son grandes descripciones, sino pequeñas frases que debemos ligar a la imagen. En conjunto, la frase y la imagen potencian la memoria, fabricando el retrato de una (o varias) ausencias. Claro está que, en este caso, son mis frases, son mis imágenes y, por lo tanto, son mis retratos, pero, quizás si ustedes están en el momento adecuado al leer lo compartido, podrán armar sus retratos personales. Aquí vamos. Las dos casitas vernáculas, vigas de madera, techo de teja y cuarterón de barro, muros de piedra y aplanado blanco, que ustedes compraron para construir un oasis, en medio de arrozales ya desaparecidos por la conurbación suburbana, ahí, en Parres (Jiutepec, Morelos), oasis que siguen respirando con ese espíritu, sus hijos y nietos.
Una sorprendente buganvilia prevé la sombra bajo la que descansa el auto, aquella camioneta LTD fue la primera de muchas máquinas que nos han transportado ahí a lo largo de 46 años. Previo a que la casa fuera nuestra, habré visto otras tantas pues, cuando llegamos, 20 años de vida ensanchaban ya los troncos de la maravillosa enredadera. Tus manos reanimaban su genética de ranchera texana, mamá, al complementar el vibrante jardín que nos parecía una selva, con cilindros de barro, contenciones de vegetación controlada. Una vieja campana encontrada en algún templo abandonado, de esos que visitaron en sus juventudes enamoradas, encontró su ubicación final en la pequeña torre de acceso que papá proyectó para armar contextualmente la entrada. Aún tañe para dar aviso de que alguien espera en la puerta. La manita santa del arquitecto Nava, que dibujó, despiezó e integró con su imaginación inacabable los espacios de las dos casitas vernáculas, en lo que para ti, papá, fue la expresión hacia la transición posmoderna, donde el tabique de barro se acomoda en los huacales ideados por el maestro Serrano; la casa de quien ejerce la arquitectura es un instrumento de experimentación, como bien aprendiste de Alvar Aalto. La forma integra, da significado y cumple su función de desagüe, mientras deja que el volumen previo, ahora pintado de azul cielo, se asome jugando a los triángulos.
¡Una penca de plátano! Nosotros, flores urbanas, las vimos ahí por primera vez, de forma consciente, ese primer verano de 1978; desde entonces, son parte de la vida y la memoria en el jardín. Plataformas y terrazas de barro se entrelazan para que la laguna azul, como llamaban en juego a la alberca que abraza con sus lambrines de veneciano, con los reflejos del agua donde aún ejercitamos el cuerpo nadando, mientras la silla vacía vigila que todo esté bien. Macetas y poyos, cilindros, conos, cazos para unas, triángulos y prismas rectangulares para otros. Composición de un orden caótico vegetal, con un caos ordenado arquitectónico. Naturaleza y artificio, lo femenino y lo masculino, en el límite donde todo se entrelaza. Las plantas que brotan, las que cuelgan, el módulo orgánico, los organismos modulados. Las poderosas raíces del hule gigante, otrora en otro predio que integraron al nuestro al ver cómo crecía la urbanización. Ese árbol-casa, nuestro Yggdrasil particular para el trópico de altiplano, que nos cuida, vigilante.
Fragmentos de biodiversidad: el bambú, ese pasto gigante que marca el opuesto complementario al hule, en círculo rizomático, una vez tirado por el viento, al inicio de esa aventura de casa, y rescatado para entender su resiliencia. Las monsteras que borran el límite entre la casa y la colindancia, extendiendo nuestra pequeña jungla hasta donde da la imaginación. Las pequeñas florecillas de tonos entre lila y azul, que surgieron un día en medio de las buganvilias. Las maravillosas magnolias, que en temporada capturan todos los colores de la luz, para salpicar de blanco las hojas color verde oscuro de su árbol. Las vainas de los viejos tabachines, ya muertos y reemplazados por jóvenes aspirantes que en pocos años volverán a ser sobra estratégica, para aclimatar la fachada poniente. La imagen desconcertante del tabachín caído, que ya no vieron sus ojos. En su lugar, crece un retoño, como retoñan sus nietos y nosotros cada vez que estamos ahí.
Entre las palmas, se tiende la hamaca, ya no es la maravilla yucateca de hace años, pues también envejece, se pudre y hay que renovarla, pero la presencia ahí sigue, como el recuerdo de la siesta por la tarde. Atrás, asoman el hogar y su chimenea, aquella idea para hacer el asado en la alberca, que nunca llegó a ser una costumbre, pero el volumen acota con su presencia, el espacio donde mamá se tiraba al sol, no mucho, porque había que cuidar la piel. En alguna época, descansaba la madera en espera de transformarse en fuego.
Y las fogatas para los niños, noches de campamento e historias, mientras ustedes vigilaban desde dentro, incrédulos de que sus nietos fueran a soportar la tienda de campaña durante toda la noche. Al final pudo más la imaginación de aventura, que la incomodidad exterior y se repitió cada vez que se pudo la actividad, hasta que un día, crecieron. La imagen diminuta de un insecto, que investiga la punta del pétalo de una flor… tu fascinación que compartía paternalmente el entusiasmo por la naturaleza, capturada con el lente macro, mismo que se usó para capturar este instante, una vez que renunciaste a todo. Y, con ello, el rocío de una mañana veraniega, explotado en gotas estáticas, amarradas a la capilaridad de las hojas.
La salita para escuchar música, con el fragmento de la impresión de una foto, que reproduce el tejado del dragón, remate de la casa Batlló de Gaudí. El otro hogar, al interior, para esas noches “frescas” de invierno, esperando en la noche.
Tus manos de pintora, que reproducen, en tu percepción, fragmentos de la alberca, mezclando barro con óleo, para plasmar en la tela los símbolos que nos congregan, junto al póster de Remedios Baro, mientras que la luz de la noche recorta la silueta de tu nieto, inmerso en la virtualidad de sus aparatos. Ha terminado la visita de estos retratos, fragmentos del oasis familiar, que proyectan imágenes vivas de su ausencia, por medio del código personal que da significado a la existencia mientras la memoria prevalezca.
El año se cierra, al menos en el calendario al que estamos acostumbrados en Occidente. Se acerca el solsticio de [...]
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]