Espacios | Los lagos de Plitvice: Naturaleza con protección sistémica
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]
6 octubre, 2020
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Era viernes temprano, a pesar de haber viajado casi 24 horas seguidas entre escalas y aviones, y con pocas horas de sueño tras arribar por la noche del jueves a Delhi, era necesario, si queríamos ver este edificio específico, llegar antes de que fuese imposible entrar ante el tumulto de fieles que acuden al rezo obligado dicho día.
La segunda mezquita en tamaño en todo el subcontinente indio, es producto del patrocinio en el siglo XVII, del emperador mogul de la dinastía Akbar, Shah Jahan. El mismo personaje al que se le atribuyen los fuertes rojos de Delhi y Agra, así como el Taj Mahal.
Sahjahanabad era el séptimo emplazamiento de una ciudad en lo que hoy conocemos como la gran metrópoli de Delhi. Tal cual aduce el nombre, era la visión de lo que una capital imperial debía ser para Jahan, que había decidido trasladar la sede gubernamental del imperio desde Agra. Así, mirando las ruinas de los emplazamientos anteriores se erigen los nuevos monumentos. La Mezquita se yergue sobre una gran plataforma sensiblemente cuadrada, partida por un eje de simetría oriente poniente. Hacia el sol naciente la plataforma mira la explanada del antiguo Bazaar Meena, y en un diagonal nororiente la imponente dimensión del Fuerte Rojo. El resto se envuelve por una densa trama en “plato roto”. Un pórtico rodea todo el recinto, sólo interrumpido por los accesos al norte y sur, para el pueblo, y el del oriente más imponente, para la entonces familia real. El volumen principal del templo al lado opuesto del eje, por donde muere el día, para que la vista de los fieles siempre esté en dirección a la Meca.
Una fuente es el único elemento que interrumpe la uniformidad del pavimento del enorme patio destinado para el rezo, aportando humedad y frescura ante el creciente calor producido por un sol inclemente, mientras miles de tapetes se aprestan a proporcionar el espacio individual requerido para el rito. Algunos toldos extienden el espacio cubierto para sombrear parte del enorme patio.
El volumen del Salón del Rezo remata toda la composición, enmarcado por los dos esbeltos minaretes que cobijan el llamado del almuédano. De cada minarete, corre una arcada de cinco vanos hacia el centro, para interrumpirse ambas en la gran puerta que da acceso al espacio cubierto. Tres imponentes cúpulas destacan la importancia espacial de todo el conjunto, y aportan el volumen necesario ante el paisaje urbano, para que el edificio sea un elemento focal desde la lejanía, contrastando en la composición con la esbeltez de los verticales alminares.
La exquisitez en el gusto de Shah Jahan por los materiales preciosos, obliga a los arquitectos a jugar con combinaciones de la piedra roja local, como marco del refinado mármol blanco donde se inscriben, en bajorrelieve, pasajes del Corán.
Todo lo antes descrito, sería solo un juego mudo de palabras vanas, si no fuera por el constante oleaje de personas llegando, llenando con el sonido de un murmullo sacro el espacio.
Aquel viernes 5 de abril del 2013, mientras caminaba de un lado al otro del conjunto, observando, analizando, retratando mental y digitalmente cada rincón, cada remate, cada pesrpectiva, me invadía un fuerte sentido de familiaridad con las dimensiones, distribución espacial, y escala del recinto. Será el inconsciente colectivo del que tanto hablaba Jung.
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