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Columnas

Escenas Indigenistas: Robar el Arte

Escenas Indigenistas: Robar el Arte

26 agosto, 2021
por Alfonso Fierro

La película Museo (2018) de Alonso Ruizpalacios ofrece una posible interpretación a la interesante anécdota histórica de los dos jóvenes estudiantes de veterinaria que, en 1985, entraron una noche a robar piezas del Museo Nacional de Antropología en Chapultepec. En la película, uno de los estudiantes —interpretado por Gael García— es un joven medio de izquierda, con ideas confusas sobre la arqueología y su valor, influenciado por el pensamiento new age de Carlos Castañeda. Es también un joven agresivo, frustrado, con una obsesión casi erótica con las piezas. Es a él a quien se le ocurre el plan, mientras que su amigo, que tiene algún tipo de discapacidad, es manipulado y sometido como cómplice por el protagonista. El motivo del robo es tan vago como las ideas de su artífice: quieren hacer algo “en grande”, rebelarse ante la autoridad familiar y estatal con un golpe maestro, y tal vez hacer algo de dinero de paso. Tras el robo, los jóvenes viajan en busca de un dealer de piezas arqueológicas, quien no se les quiere ni acercar: el valor de cambio de las piezas está opacado por un valor sagrado otorgado a ellas no por las culturas a las que pertenecieron sino por el estado mexicano y sus ritos nacionalistas. Museo recrea el escándalo nacional que el robo suscitó en su momento. Para el México nacionalista, robar de ese museo era lo segundo peor que podías hacer luego de robar la Basílica de Guadalupe. En la televisión se declara a los ladrones traidores a la patria, y el padre del protagonista coincide furioso en la necesidad de castigar ejemplarmente a quien haya tenido el atrevimiento de llevar a cabo semejante profanación. Derrotado y arrepentido, a punto de ser capturado, el protagonista vuelve a casa a enfrentar la vergüenza familiar. En la escena final, el joven se entrega dramáticamente en el vestíbulo del Museo Nacional de Antropología, como un héroe trágico reconociendo su culpa ante sus padres los dioses; o, mejor aún, como un profanador arrepentido pidiéndole perdón a Dios en la catedral misma. Así, al hacer que el joven vuelva de rodillas, la película reafirma la sacralidad del museo y la imposibilidad de rebelarse ante la autoridad del estado. 

La asociación del Museo de Antropología con una catedral no es en realidad nueva. El edificio, construido en los años sesenta por Pedro Ramírez Vázquez, fue el punto culminante del nacionalismo revolucionario que había decidido resignificar el patrimonio arqueológico como el sedimento antiguo de la nación mexicana, la prueba de que México se levantaba sobre cimientos culturales únicos. El museo debía narrar esta historia y provocar en los visitantes un efecto de admiración, respeto y —en el caso de los mexicanos— orgullo. En Culturas Híbridas, Nestor García Canclini argumentaba que el museo opera como una “monumentalización y ritualización nacionalista de la cultura”. La arquitectura y la museografía son fundamentales en este sentido: no por nada el recorrido del museo culmina en la Sala Mexica, el gran imperio, cuya organización es la de una catedral: luces tenues, la Piedra de Sol a modo de altar y una serie de piezas imponentes a los costados. Se demanda visitar el museo en general y la Sala Mexica en particular en respetuoso silencio. ¿Pero qué es lo sagrado aquí? Según García Canclini, lo sagrado es la nación, de ahí que la peregrinación al museo sea considerada un rito de civismo mexicano casi obligatorio. Así como la peregrinación a la Villa confirma la fe católica, la visita al museo confirma la pertenencia a la nación mexicana. 

Considerando la sacralidad del espacio y más allá de la interpretación elegida por la película de Ruizpalacios, resulta interesante pensar en cuáles fueron las condiciones de posibilidad, en el 85, para llevar a cabo un acto de “profanación” nacional tan grande. De entrada podríamos decir que, en los 80, el Museo Nacional de Antropología estaba hasta cierto punto anquilosado, no había renovado sistemáticamente materiales e información museográfica, y la organización burocratizada que permanece hasta la fecha empezaba a mostrar sus estragos. Más significativo quizá era la crítica al nacionalismo revolucionario –y al rol del museo en el mismo– que ya en los años ochenta empezaba a despuntar en diversos autores, de Carlos Monsiváis a Roger Bartra o el propio García Canclini. Guillermo Bonfil Batalla, en específico, criticaba en estos años la hipocresía de usar el patrimonio arqueológico como origen de la nación al tiempo que se despreciaba profundamente a las comunidades existentes y sus formas de vida (otra película, La pieda ausente, de Sandra Rozental, hace visible esto al mostrar el conflicto entre el estado y una comunidad en torno al Tláloc transportado a Chapultepec). Finalmente, habría que señalar que, hacia el 85, con el giro neoliberal de los gobiernos priistas, desde el estado se empezaba a relacionar el valor del patrimonio arqueológico casi exclusivamente con su capacidad de aportar al desarrollo de la industria turística en zonas como la Riviera Maya. Dicho de otro modo, las piezas y las ruinas arqueológicas empiezan a entenderse más claramente como capital acumulado e invertido por el estado para promover el desarrollo económico. Siguiendo esta pauta, hoy el Museo de Antropología ha perdido algo del rito nacionalista que García Canclini le adjudicaba y ha reforzado en cambio su estatuto como parte de la diversa oferta cultural de la Ciudad de México, una atracción antes que un sitio sagrado. 

Así, fuera de las motivaciones individuales de los actores, podríamos tratar de pensar en el robo del 85 como un performance en sí mismo, un acto cuyo desenvolvimiento alumbró una serie de fragmentos que capturan bien la coyuntura de México en la puerta del giro neoliberal. Veríamos un museo con fallas de seguridad y cierto rezago en sus procedimientos. Veríamos el despliegue de un discurso nacionalista que todavía apelaba a las generaciones más viejas (el padre en la película), pero que para las generaciones más jóvenes resultaba insignificante. Veríamos también, en el intento de vender las piezas y colocarlas en el mercado global del arte, la sugerencia de que el significado de la colección arqueológica ya se reduce a su valor de cambio. Y veríamos a una izquierda algo confundida, tratando de posicionarse en medio de esta coyuntura. Lo que emerge ahí es una disyuntiva: si el nuevo cardenismo, apoyado por gente como Bonfil Batalla, intentaría resignificar el nacionalismo mexicano como crítica y rechazo del giro neoliberal hacia la apertura económica, del otro lado empieza a abrirse la brecha que conducirá a la autonomía posnacionalista del EZLN. Hoy en día, variantes de ambas izquierdas, una desde el gobierno federal y otra desde las comunidades, se enfrentan en un proyecto de modernización territorial como el Tren Maya, el cual vuelve a echar mano del componente indigenista de un polvoso discurso de la nación. 

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