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17 noviembre, 2023
por Olmo Balam
Fotograma de “Ayer maravilla fui” (2017), de Gabriel Mariño. Foto Twitter.
Así como la Cineteca de las Artes que se acaba de reinaugurar, remodelar o readaptar en donde alguna vez hubo un Cinemark, Ayer maravilla fui (México, 2017, 81 minutos), la segunda cinta de Gabriel Mariño, ha vivido todo tipo de reestrenos y apariciones en festivales de cine joven o ciencia ficción. Pero sirva su última exhibición, en octubre de este año por las salas de la cineteca restaurada, para hablar sobre las transmigraciones urbanas.
En primer lugar, esta mudanza de almas nunca cae tan lejos: la película toma lugar en algún punto de las colonias Portales, por el eje 7 sur, también conocido como Emiliano Zapata. Cualquiera de las dos cinetecas queda al alcance peatonal, lo cual habla de la poca movilidad cultural que ha habido en la Ciudad de México en los últimos 50 años.
Estas incidencias le quedan bien a una película como Ayer maravilla fui que trata (sin arruinarle nada a nadie), de un personaje que transmigra entre cuerpos y un día se enamora en esta ciudad. No se explicita del todo, pero podría ser una entidad alienígena o sobrenatural, acostumbrada a mudar de cuerpos de manera involuntaria cada cierto tiempo. En su haber ha aprendido el español chilango y sabe moverse con relativa facilidad por el circuito de los empleos precarios; además tiene su residencia en una casa con un jardín propio, lo que le da oportunidad de conversar con sus plantas.
¿Será un avatar de la ciudad que, en su polifonía, sólo podría tomar forma humana en una multitud de cuerpos en vez de un solo individuo? Como fuere, cuando empieza la película, la entidad está posesionada en el cuerpo de un anciano (interpretado por Rubén Cristiany) cuyas manos muestran síntomas de una enfermedad motora que le impide asir con detenimiento plumas o lupas. Tras un tiempo que parece intuir —a decir de un diario que lleva como bitácora de una prisión— amanece en el cuerpo de una mujer, Ana (Sonia Castro, quien ganó por esta actuación el premio a mejor actriz en el Festival Internacional de Morelia 2017), que no supera los 30 años. Es en ese cuerpo en el que elige conocer más a fondo a su peluquera, Luisa (Siouzana Melikián), a sabiendas de que la siguiente transformación está a unas cuantas lunas de distancia. Después de una escena erótica, que recurre al sonido de una lluvia que se convierte en tormenta (metáfora sonora de la pasión sexual), Ana le cuenta, como si fuera uno de sus sueños, acerca de su condición transmigrante. Poco tiempo después, para el tercer acto de la película, se encuentra en el espejo con que ahora es Pedro (Hoze Meléndez), un chico joven. Sin embargo, la entidad se asegura de darle señales a Luisa de que se podrán reencontrar, si no es en los mismos cuerpos, al menos sí en las mismas calles, no exentas de sus propias transformaciones.
La película, corta y efectiva en sus recursos (a veces incluso demasiado académica o redonda en su guion [no es queja]) para ser del género fantástico o de ciencia ficción, recurre sobre todo a la cinematografía: por un lado, el blanco y negro de la cámara de Iván Hernández (y fotografía adicional de Miriam Ortiz) , que además de conseguir algunas tomas bressonianas (con todo y sonatas de Schubert de fondo; y un detallado diseño sonoro del caos decibélico de la ciudad), usa siempre los primeros planos y el desenfoque. Esto último es el rasgo formal más utilizado en la película, que logra expresar la cualidad onírica de la película y la experiencia ambigua de los objetivos humanos y urbanos que aparecen en pantalla.
Si bien casi toda la trama se desarrolla por la colonia Portales —son reconocibles el mercado sobre la calzada Santa Cruz; la panadería “La espiga de Dorada” de por avenida Plutarco Elías Calles; y el puente vehicular de Municipio Libre— el director procura desorientar al espectador (sea o no chilango) con locaciones que van desde el Centro Histórico hasta las cercanías de estaciones de metro como Oceanía y Ciudad Deportiva. Es abajo de esta línea, la café, conocida por sus pilares y su mal estado de mantenimiento, que se lee un grafiti que no parece hecho para la película: “CDMX está muerta / DF para siempre”. Filmada entre 2016 y 2017, la cinta vio cómo la legislación capitalina y el gobierno de Miguel Mancera ponían en marcha el rebautizo de una ciudad que estaba por cumplir 500 o 700 años (cosa que no importa mucho, siempre habrá fechas de fundación para Cedemequis y sus efemérides). Así como le protagoniste, el motivo de la ciudad que se escapa y se vuelve irreconocible para sus propios habitantes se vuelve más importante que la narrativa de los amores que combaten una lejanía producida por la misma urbe (en otro monólogo, el ente explica que sueña con otra ciudad que no es la misma que habita, pero es reconocible).
Todavía es pronto para afirmar si Ayer maravilla fui logrará el estatus de culto que, sin duda, desea o se proyecta en su interior (ya en su primera exhibición en Morelia se ganó el premio al mejor primer o segundo largometraje). Tiene algo de la recreación de la vida en colonias populares de Luis Humberto Hermosillo, y también algo de la filmografía de Arturo Ripstein junto a Paz Alicia Garciadiego, por mencionar dos referentes que enlazan la película de Mariño con una tradición de representar la ciudad no como la metrópoli internacional o de escenografía para películas de narcos que se pretende vender (sobre todo en las series de televisión o películas de alto presupuesto), sino como una ciudad de casas chaparras, calles descuidadas y gente de todos los días. En el caso específico de Mariño, su retrato es más intimista que celebratorio de una ciudad disfórica, que debe estar contando los días para su siguiente transformación, en un destino que no se sabe si significa algo. Así como en el poema de Luis de Góngora al que hace referencia el título de la película, la ciudad y sus habitantes transitan de nombre en nombre: claveles, jazmines, alhelíes, girasoles (casualmente, las plantas que nombra el poeta son bastante chilangas): Distrito Federal, Ciudad de México, Tenochtitlan…, ya hasta cansa enumerarlo, como si fuera el nombre escondido de un ángel condenado a caer en tierra una y otra vez.
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