La ciudad en tiempos de algoritmos, corporaciones y derechos de autor. Una conversación con Conrado Romo
Fruto de más de una década de trabajo y de un prolongado periplo editorial, Copyright City (Fondo Editorial Tierra Adentro-Fondo [...]
8 abril, 2024
por Olmo Balam
La zona de interés (2023, Jonathan Glazer) inicia con un fondo negro en el que se escucha una banda sonora disonante, una orquesta y un coro dentro de un túnel. Así pasan muchos segundos en los que el metraje da la impresión de estar fallando, o de que algo reemplazó a las imágenes —de seguro terribles— que deberían acompañar la desolación que evoca la música. Con sólo un corte de por medio, se da paso a una imagen idílica: una familia junto a un río cuyas orillas están colmadas de vegetación. El sonido, al natural: aves, la corriente de agua, pasos esforzados a través de la maleza. Algunos niños nadan, las mujeres usan trajes de baño campiranos y un hombre fuma mientras toma el sol. Durante varios minutos pasa poca cosa más. Pero ya desde el principio la película ha mostrado los dientes: el fondo negro con música de inframundo y la postal paradisiaca están unidas de manera irremediable.
El espectador pronto empezará a ver síntomas: las placas del carro, que devuelve a su casa a estos personajes, muestran la insignia de las SS. Después, se hace explícito que la familia no es otra que la de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración en Auschwitz. El río que aparecía en pantalla era el Soła, una corriente tributaria del Vístula (Polonia) y también de los restos del mencionado Lager. Poco a poco vemos otros signos: la hermosa casa de los Höss —con sus colores pastel, su inmenso jardín y la pulcritud de sus pisos, ventanas y mobiliario— está frente a un muro, detrás del cual hay chimeneas; algunas de ellas echan humo negro para contrastar lo que, por otro lado, es un hermoso cielo azul. Los colegas de Rudolf, como él, llevan en sus brazaletes el cráneo tosco de la división TotenKopf. Alrededor ocurre el ajetreo de soldados, caballos y vehículos motorizados; niñes vestides con variantes de los Dirndls y Lederhosen (esos vestiditos y pantalones cortos tan propios de los germanos); en el cielo raya el sol y las estelas de los bombarderos pesados Dornier Do 19, quizá en una misión con rumbo al frente oriental; los trabajadores, que no hablan jamás, se apuran a limpiar el calzado y el piso (el agua sale roja cuando se limpian algunas suelas), y a regar las plantas del huerto con cenizas.
No es necesaria una gran erudición sobre historia, ni tampoco empatía, para saber que el genocidio está ocurriendo a unos pasos de casa. (Tampoco es necesario decirlo tan fuerte, dirán algunos.)
Así transcurre el tiempo en La zona de interés: imágenes cotidianas de una familia que, por momentos, se asemejan a las de un documental o, como han señalado los realizadores en sus detrás de cámaras, un reality show. El equipo de Jonathan Glazer colocó diversas lentes de la misma manera como se haría en un programa de este tipo y confió en los actores para recrear los gestos mínimos de la vida cotidiana. Si no fuera por la contigüidad del campo de concentración, uno vería apenas lo que es posible en cualquier otro lado: gente que come, se ve al espejo, trae de visita a sus familiares, convive con sus perros, tiene pequeñas peleas (ya sea entre hermanos o con la servidumbre doméstica, compuesta por muchachas judías, para agregarle otra capa de perversidad). Incluso, la trama de la película tiene que ver sólo con eso: la crisis matrimonial de Rudolf Höss, quien está sopesando su futuro laboral como burócrata de los campos de concentración, mientras su esposa, Hedwig Hensel, se rehúsa a abandonar el “palacio” en el que ha convertido su casita junto a Auschwitz.
Aunque en un principio se pensó en usar la casa original de los Höss, los escenógrafos de La zona de interés prefirieron no interferir con la fuerte carga histórica y visual de la casa envejecida y decidieron reconstruir el inmueble por completo. Con un estilo modernista, el domicilio no sólo replica el que usó la familia del comandante nazi, sino que también deja clara una de las dimensiones más inquietantes de los edificios construidos para albergar al personal del Tercer Reich: su grosera e ingenua desconexión con el entorno (una crítica que, por extensión, podría hacérsele a la idea de casa del modernismo arquitectónico).
Todo esto genera una tensión entre el artificio del cine y el pretendido naturalismo con el que se mueve, no tanto el director, pero sí los personajes: consumidos por su cotidianidad y el confort, convencidos en el ascenso social para la raza aria. Pero la masacre no se hace esperar, siempre acompañada de tranquilidad y mesura. En una escena que repugna por su pulcritud y profesionalismo, llegan los agentes de una empresa de construcción para presentarle a Höss los planos de una nueva adaptación que permitirá que los crematorios del Lager puedan incinerar de 400 a 500 personas cada hora. Además, los niños juegan con dientes y huesos que se han encontrado en los alrededores de la casa. Los perros ladran y, en el fondo, con un diseño de sonido calculado para imitar las distancias y volúmenes reales, se oye el rugido de las chimeneas y locomotoras. Al final, mientras aparecen los créditos, se escucha la música de Mica Levi: los gritos de una soprano y un coro que circula por los canales de audio como una espiral de terror (las dos piezas de Levi para esta película son comparables solamente al Treno a las víctimas de Hiroshima, del compositor polaco Krzysztof Penderecki).
A diferencia de muchas películas sobre la Shoá, las víctimas apenas y aparecen en La zona de interés, salvo en una escena en la que se ven, de reojo, las nucas pálidas de una fila de prisioneros malnutridos o las apariciones casuales de trabajadores (eventuales, dirían hoy) extraídos del campo a quienes se les recuerda en todo momento que, estando en la casa de los amos, reciben una vida mejor. Pero la atención se dirige, de manera sutil, al gran proceso que rige este escenario, ya sea con cameos nominales de Heinrich Himmler y Adolf Eichmann, los jefes de Rudolf, o hasta una mención al propio Hitler, quien nunca estuvo (como muchos negacionistas del Holocausto quisieran) muy lejos en el organigrama de la Solución Final.
En otro momento, se expresa el aprecio nazi por la arquitectura de Auschwitz-Birkenau: la eficiencia del campo, su apariencia entre industrial y de condominio, mismo que de cierta manera ha facilitado su conversión en museo. Sobre esto, la última y controversial escena de la película tiene algo que decir. En otro corte brusco, que va de los años 40 del siglo pasado a la actualidad, pasamos a ver cómo los trabajadores de intendencia del museo limpian con suma eficacia los pasillos y vitrinas (detrás de las cuales hay miles de zapatos, ropa, muletas y fotos de los prisioneros) del complejo. El paralelismo entre la indiferencia de los antiguos habitantes de Auschwitz y los actuales empleados de limpieza ha provocado críticas por lo excesivo de la comparación, pero también un recordatorio muy simple: los espectadores, sean del museo o de la película, no están tan lejos ni en tiempo ni en espacio de los campos de exterminio.
De eso se trata: el genocidio lo operan, después de todo, personas de todos los días, no seres monstruosos. De manera predecible, La zona de interés ha traído a colación el asunto de la banalidad del mal que, desde su concepción por parte de Hannah Arendt, sale a relucir cada vez que alguien en el presente se pregunta por qué la gente “buena” no hace nada para detener las injusticias del mundo: como lo supo la filósofa judeo-alemana durante su cobertura de los juicios contra varios nazis en Israel, si esto no sucede es porque muchas veces la gente buena es la que está al mando de la maquinaria de exterminio.
Aunque la idea de la banalidad del mal puede generar también una lectura condescendiente, en la que los perpetradores de crímenes (sean genocidas, asesinos en serie o agentes coloniales) pueden ser exculpados por sólo seguir órdenes o por la manifestación de su humanidad, sigue siendo relevante en un principio fundamental: toda persona puede ser cómplice y agente de los peores crímenes; y las mejores intenciones son, muchas veces, los medios que habilitan el horror, como la del sueño usurpado de la clase trabajadora, susceptible de convertirse, por medio del aspiracionismo clasemediero, en accionaria de crímenes de guerra.
En la ceremonia de los premios Oscar (que reconocieron a La zona de interés en las categorías de mejor sonido y mejor película en lengua extranjera), Glazer hizo un paralelismo entre la deshumanización que provocó el holocausto en Europa (que también ha sido el de homosexuales, discapacitados, gitanos) y las operaciones emprendidas por las fuerzas de ocupación israelí en la Franja de Gaza, en Palestina. La comparación ha provocado polémicas, algunas de ellas mejor argumentadas que otras (una de las que menos, la del húngaro László Nemes, también cineasta del Holocausto, quien dijo que la intervención de su colega era una muestra de ignorancia y falta de comprensión de la historia).
Pero es verdad. El genocidio se vive en casa. En cada pasillo y con cada luz o sombra, no importa en qué rincón. Bajo el sonido de la cotidianidad, se puede oír un movimiento telúrico que no necesita otro sismógrafo que el sentido común: ahí está, por poner un ejemplo que no estará exento de ser juzgado como desproporcionado, la casa junto al campo de concentración y su similitud con esas fotos —en casi todas las ciudades— donde se muestran residenciales de lujo a unos metros de los barrios pobres.
“Esta película es sobre el presente”, dijo el director de La zona de interés. Un presente en el que la Europa ocupada por los nazis comparte, si no el espacio, sí el mismo tiempo que Gaza, Tigrai, Rakáin, Ucrania, el Congo, Sudán…
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