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18 septiembre, 2023
por Olmo Balam
Mural de Rocío Martínez en UAM Azcapotzalco en memoria de las víctimas de feminicidio; Liliana Rivera Garza aparece en el centro.
Pero ninguna escritura viene de la nada.
La afirmación, con todo su talante adversativo, viene de un libro de Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana (2021, Literatura Random House). A diferencia de muchas poéticas de la escritura enunciadas con más contundencia que honestidad, Rivera Garza llegó a ella después de toda una reconstrucción —a partir de fragmentos— de la vida de su hermana, Liliana.
Ella, estudiante de arquitectura en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), campus Azcapotzalco, se incorpora ante los ojos que leen más de 30 años después de su feminicidio en 1990. Sin necesidad de hacer una hagiografía o recurrir sólo a la nostalgia, El invencible verano conjura a Liliana tal como la vieron sus deudos: vivaracha y de cuerpo fuerte; lentes quevedianos comprados en algún tianguis; un ejemplar de La Jornada bajo el brazo y un oloroso cigarro Raleigh entre los labios. Su aura, de carácter dulce, incapaz de estar mucho tiempo sola, contrastaba con su humor, capaz de soltar chistes sobre lo que fuera, incluida su persona (en una carta llega a referirse a sí misma como “Payasa [del circo Atayde Hermanos]” o “Amante de las manzanas”).
Este libro, ganador del premio Xavier Villaurrutia en 2022, puede verse como la culminación de un proceso tanto narrativo como biográfico para las hermanas Rivera Garza. Las reflexiones de Cristina sobre necroescrituras y desapropiación convergen en accionar de los dichos de Liliana, no como simulacro o mímesis de la vida, sino como reincorporación al presente gracias a lo reescrito (tecnología que parecía propia sólo de esos individuos conocidos como autores).
Si hay un secreto revelado en El invencible verano —aunque ya no lo es tanto debido al éxito que ha cosechado este libro—, es el de la existencia de una escritora inédita (que no ineditable): Liliana Rivera Garza, brillante autora de lo que en otro tiempo ni siquiera se hubieran considerado como géneros menores de la literatura sino simples rastros o signos escritos: notas sueltas, cartas —algunas de verdadero arte postal con su caligrafía y stickers de Hello Kitty!—, apuntes, testimonios y documentos de varia factura e invención. En ese repositorio la condición de Liliana como arquitecta ocupa un lugar más que contiguo pues está ensamblado con las herramientas de su oficio: papel fabriano, reportes metodológicos, planos de edificios y proyectos de fin de curso.
El otro gran componente de la reincorporación son los testimonios de las estudiantes con los que compartió aula durante la carrera (además de familiares y amigos de infancia y adolescencia). Aunque compartieron sólo unos años con ella (trimestres, a la usanza de la UAM), queda claro que fueron los más decisivos y felices: llegada de Toluca al Distrito Federal, a la entrada de los veintes, con un “lugarcito” en Azcapotzalco —ubicado en la calle Mimosas 658, colonia Pasteros—, no es difícil revivir el entusiasmo de una mujer joven a punto de descubrir la vida universitaria.
El departamento que rentaba era austero: de un cuarto, la planta se componía principalmente por un estancia-comedor daba a la cocina, que daba salida al baño y a un pequeño patio. Aunque era un “huevito”, llegó a ser prominente en la vida social del grupo de amigos. Tanto que uno de ellos, el arquitecto Fernando Pérez Vega, pudo dibujar de memoria un plano de la casa muchos años después (mismo que aparece en el libro).[1] En ese lugar, que sería la escena del crimen que le quitó la vida, Liliana se reunía con sus amigos para tomar cervezas, escuchar música, ensamblar maquetas para los proyectos escolares. Además de esta popularidad, Liliana disfrutaba del respeto de sus maestros: uno de sus amigos, Leonardo Jasso, recuerda cómo una de las profesoras de la carrera le pedía apoyo a Liliana para calificar, de restirador en restirador, los proyectos de sus compañeros.
La conciencia de la materialidad que le dio la arquitectura se manifestó especialmente en su escritura. Al humor y la caligrafía bien cuidada que caracterizaron su arte epistolar durante toda su vida, ella le sumó un proceder que Cristina llamará el “tendido del texto”. De ahí el esfuerzo por mostrar su letra de molde, replicada en la edición impresa de El invencible verano por medio de la tipografía diseñada por Raúl Espino Madrigal (excompañero de Liliana), quien ideó una familia que imita las variaciones de la letra manuscrita en los caracteres impresos (lamentablemente no en el digital). Liliana, extrovertida y, a la vez, misteriosa, se evoca en ese cuerpo de texto, capaz de hacer que la huella impresa se convierta en vida.
Sirva como ejemplo la carta que Liliana le mandó a una de sus amigas el 4 de enero de 1990: hecha con máquina de escribir, se compone de un solo párrafo compacto, palabras sin espacios, y se dobla como una figura de origami. Con ese plano tipográfico Liliana encriptó lo que su hermana interpreta como el descontento con su exnovio toluqueño, Ángel González Ramos, hoy feminicida y prófugo.
Frente a toda esa vitalidad, es difícil reiterar lo obvio: que este libro surgió como una búsqueda de justicia. Aunque el feminicidio de Liliana por parte de su expareja fue lo que llevó a Cristina Rivera Garza a escribir este libro (posiblemente el más difícil de todos los que le ha tocado encarar), el crimen termina siendo una articulación más que sólo un motivo para el texto. Cuando se decidió a reencontrar ese archivo, Rivera Garza sabía que enfrentaría el silencio y la invalidación de una sociedad —con su prensa y policía como cómplices narrativos— dispuesta a olvidar, y con ello encubrir, el asesinato de su hermana. Así, la escritora vuelve real algunas de las ideas que investigó en Los muertos indóciles (2013), uno de sus libros más importantes: la ficha anamnésica (de anamnesis, el procedimiento médico de recolección y diagnóstico de los datos de un paciente), concepto que retoma de Giovanni de Luna y se refiere a los documentos forenses cuya reminiscencia activa de un pasado que se quería muerto, inactivo, en silencio.
En su lección inaugural como miembro del Colegio Nacional (Colnal), titulada “Archivo: Fronteras y cuerpos”,[2] Rivera Garza resaltó la desapropiación del texto como la función principal de toda literatura realmente contemporánea: marcada por la presencia de otros decires, de autoría compuesta, la huella del texto como hábitat, un quehacer libre ya de la falsa dicotomía entre ficción y no ficción o, lo que es lo mismo, reconocer que la escritura es siempre un acto político.[3] Rivera Garza acude al archivo entendiéndolo no sólo como un conjunto de documentos sobre el pasado —condenados al purgatorio de la historia por su aparente efimeridad—, sino que la transforma (como en la arqueología foucaultiana) en un surtidor de posibilidades para un ahora compartido.
En ese sentido, El invencible verano es una reconstrucción forense en su viejo significado etimológico: derivado del latín forensis, la palabra se refería a lo que sucede en “la plaza pública”, literalmente “en el foro”, aquello que se registra frente a los demás. En esa memoria reside la fuerza activa que queda en manos de los sobrevivientes, como lo han investigado Eyal Weizman y su equipo en Forensic Architecture: Violence at the Threshold of Detectability (2017): contra las distorsiones y agujeros del pasado, sobre en casos de violencia extrema, la reconstrucción meticulosa (sea arquitectónica, como en el caso del plano de la casa; o literaria, como en la tipografía que recrea la letra manuscrita) es capaz de devolverle su agencia a las víctimas.
De esa forma Cristina Rivera Garza ha hecho frente a la violencia feminicida, emergencia estructural en México, con el tendido de sus propios textos: no sólo como denuncia sino restitución; no sólo reconstrucción sino espacio en sí mismo. Un memorial, si se quiere, pero también un lugar de (re)nacimiento: ya sea el mural conmemorativo a las estudiantes víctimas de feminicidio que se pintó en la UAM Azcapotzalco —inaugurado en noviembre de 2022 y pintado por Rocío Martínez—; diagramando y recorriendo de nuevo la casita de Mimosas 658, o la colocación de una placa en el número 66 de esa misma calle en septiembre de 2023. Liliana Rivera Garza, invencible, a fin de cuentas, es la voz de una otra –como lo entendía Josefina Ludmer– que produce presente todavía.
Notas:
[1] Hoy, en el domicilio de Mimosas 658, es posible encontrar el departamente prácticamente igual que en los años 90; una condición de la que no está exenta el resto de Azcapotzalco, ya se ahí, en la colonia Pasteros, o en Clavería o Euzkadi, Azcapotzalco genera una inmediación que ha conservado esta parte de la ciudad prácticamente intocada.
[2] El 21 de julio de 2023, Rivera Garza leyó su lección inaugural y se convirtió de manera oficial en la novena mujer en 80 años en entrar al Colegio Nacional. Aunque esta institución ha contado con varias artistas y académicas renombradas entre sus filas (como la historiadora Beatriz de la Fuente —la primera mujer que se integró, en 1985—; la compositora Gabriela Ortiz; la psicóloga María Elena Medina-Mora; la arqueóloga Linda Rosa Manzanilla Naim; la lingüista Concepción Company Company; o la astrónoma Susana Lizano Soberón), tuvieron que pasar ocho décadas desde su fundación en 1943 para que la nómina del Colnal hubiera a una escritora.
[3] La literatura mutada en teoría y desbordando la función de entretenimiento de la narrativa conforma lo más sobresaliente de los libros de Cristina Rivera Garza en los últimos 15 años: La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General de México, 1910-1930 (2010), Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016) —el libro con el que celebró y desmitificó a Juan Rulfo—, y Autobiografía del algodón (2019).
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