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Un último día en Ameisenburgo o el síntoma Azcapotzalco

Un último día en Ameisenburgo o el síntoma Azcapotzalco

29 diciembre, 2020
por Olmo Balam

¿Y si las hormigas fueran ya los marcianos establecidos en la tierra?

Ramón Gómez de la Serna

 

De noche sueño que me comen las hormigas

Los auténticos decadentes, “Skabio”

 

A Jorge Luis Borges le gustaba ironizar de tanto en tanto sobre la obra de James Joyce, en especial el Finnegan’s Wake, con su profusión de palabras amalgamadas y portmanteaus que podían pasar como la máxima proeza de la novela experimental y, al mismo tiempo, como un chiste impreso a lo largo de cientos de páginas. Entre los miles de retruécanos y calambures de esa novela torrencial hay uno que recuerda al emblema formícido de Azcapotzalco –y que me sirve de base para una mitología y fascinación personal por esa parte de la Ciudad de México–. Así va más o menos: en el capítulo tercero del Finnegan’s, se dice que uno de los personajes está ameisig o, en joyceano, asombrado: una mezcla de amazed en inglés, y Ameise, la palabra alemana para hormiga. (En su ambiciosa versión al español, publicada por El Cuenco de Plata, el traductor argentino Marcelo Zabaloy pone “se estaba ameisando”). Ante esta palabra, como ante muchas otras del Finnegan’s Wake, Borges  (en “Joyce y los nelogolismos”) no sabía si maravillarse por la inventiva del escritor irlandés o simplemente mirar hacia el otro lado. 

Comoquiera, algo así me siento cuando pienso en Azcapotzalco y su pueblo lento, plano y chaparro en su trazo urbano. Ante cada una de sus bardas tiznadas por el transcurso de camiones que, a doble remolque, llevan contenedores que parecieran salidos de una Hansa báltica con esos “Süd” o “Maersk” rotulados en los costados. Como venas henchidas por los ríos entubados y los canales depuestos, las líneas de tren cruzan por toda la delegación (me niego a llamarla “alcaldía”, así como me niego a usar CDMX, ese estúpido tetragramáton, para hablar del DF), entre las naves industriales, a través de parques con kioskos abandonados, o sobre sí mismas como un rizoma atendido por ferrocarrileros fantasmales. Ameisig es la mejor manera de expresar lo que se siente recorrer las calles de colonias como Clavería y la Pro Hogar, la Nueva Santa María y la Euzkadi, los rumbos de Tezozómoc y la avenida Camarones, o el Parque Bicentenario.

Pues Azcapo existe como si estuviera aislada del resto de la ciudad: encuadrada al oriente por Vallejo, al sur por Cuitláhuac –justo antes de convertirse en Mariano Escobedo–, al poniente por el espectro de la antigua refinería y al norte por los ramales de Pantaco que corren hacia Lechería y Tlalnepantla y los rumbos del tren La Bestia, que marcan el inicio del Estado de México. Esta frontera cuádruple delinea una membrana que no duele ni se siente al atravesarla. Y es que si se colocara un reloj de sol en Azcapo marcaría para siempre una hora: entre las 5:oo y las 7:oo de la tarde en el horario de un verano estancado de manera permanente en algún año de la década de los 80. 

Esta percepción, como toda psicogeografía, no es subjetiva del todo. Azcapotzalco es una tierra para atardecer, para mirar a lo lejos las torres y los altos pisos del centro de la ciudad, una frontera que no se extiende en línea sino en área. Para referirme a esto he inventado un patronímico inspirado a su vez en la monstruosa fecundidad verbal joyceana: “Ameisenburgo”, palabra abiertamente artificial y en un falso alemán con el que quiero connotar un drama en gente, un conflicto de juventud: el de los años en que sin formar parte de un lugar, ni de su gente, ni –claro está– de Azcapo, me sentí parte de su paisaje y sus calles.

Hay una cualidad agreste en las paredes y los nombres de las calles, pero sobre todo en la conducta de sus habitantes, los chintololos. El cronista José Antonio Urdapilleta explica que este gentilicio procede del náhuatl tzintli, del que deriva chintli, que significa trasero, y tlolontic, que quiere decir “excesivamente redondo”. O sea, el que tiene nalgas redondas o “el que tiene las asentaderas muy grandes”, en palabras citadas por Ángeles González Gamio para su artículo en el número 101 de Artes de México, dedicado precisamente a Azcapotzalco. Es decepcionante saber esto pues nada tiene que ver la palabra con el parecido de sus habitantes con la hormiga roja de su escudo, ni con sus usos y costumbres, como no abrir los puestos ambulantes los martes, que considera un viaje turístico ir al centro, la estagnación de sus edificios que no sobrepasan casi nunca los tres niveles, el sol terrible y veraniego durante todo el año.

Si hubiera que rastrear esa propensión a inventar una ciudad que no existe, habría que volver la vista a, por ejemplo, un mural como Paisaje de Acapotzalco, completado por Juan O’ Gorman en 1926, comisionado para adornar la biblioteca pública Fray Bartolomé de las Casas. La fachada discreta de ese edificio de la calle Morelos y Pavón oculta una de las joyas ocultas del muralismo vasconceliano: un pueblo entre montañas azules, casi una aldea de realismo mágico con gente a caballo, tranvías, fuentes, carpas de circo, terrazas y un trazo urbano –de inspiración minera–, que recuerda más al centro de Zacatecas que a los paisajes grises y sin horizonte que dan la bienvenida al norte de la metrópolis. Esta visión pictórica de O’Gorman —que contrasta, por ejemplo, con su representación más realista y reconocible en La ciudad de México, obra de 1949—, me da la esperanza de que no soy el primero en ensamblar una residencia, en este caso un lugar como Ameisenburgo, que no existe sobre la tierra sino en mi cabeza.

Puede que esto venga de antiguo. Ya en su nombre original, Azcapotzalco (combinación de azcatl, hormiga; y potzoa, montículo), el “lugar del hormiguero”, era visto como lugar de colmenas animadas por el gentío de, sucesivamente, tepanecas, mexicas, españoles y, como ahora, chilangos. Y aunque sigue siendo una provincia citadina poblada en su mayor parte por la clase trabajadora, que hace honor a la disciplina de esos insectos que en griego se llamaban myrrex (como los mirmidones, hormigas transformadas en guerreros por Zeus, y compañeros de Aquiles en Troya), sin embargo no queda mucho de los huey tlatoanis ni los mineros que le dieron vida en un principio. Queda de toda esa historia sólo un glifo que representa la derrota de Azcapotzalco en el códice mapa Quinatzin: una hormiga casi humanoide que se desintegra mientras la ciudad erigida cae sobre sus espaldas.

Y quizá esa sea la única imagen constante de Ameisenburgo: la de una ciudad que se acaba como el amor. De la iconografía que Azcapotzalco ha legado a los cronistas de la Ciudad de México, ninguna como el ramal Pantaco, ya sea en una novela como José Trigo, de Fernando del Paso, o en las fotografías del archivo Casasola sobre deltas y vías que se van a perder entre calles, almacenes y fábricas como ríos que lo secan todo; ahí donde es posible escuchar el trajín fantasmal de una locomotora confundida con el chirriar del tren suburbano; y en donde los contenedores parecen varados en un puerto donde el mar se evaporó por la industria de tantas máquinas, motores y chimeneas, por el trabajo diligente de quienes pusieron en marcha los convoyes del Gran Ferrocarril Mexicano. 

Todavía hoy puede tomarse esa foto desde la estación Ferrería con un solo aditamento contemporáneo: la silueta de la Arena México, fantasma de un progreso que nunca llega a este collage de desarrollos urbanos, naves industriales, almacenes y fábricas. De ahí que el paisaje gris y concreto sea casi el mismo de la última explosión inmobiliaria de la delegación durante los años 80. Pues Ameisenburgo, para más datos, está congelada en el año de 1982, el de la implosión del peso y la famosa rabieta de José López Portillo ante el Congreso de la Unión y, más en concreto y relevante para esta evocación autobiográfica y urbana, el año de la fundación de las librerías Educal, la más inesperada de todas las empresas instaladas en esos parques industriales donde lo mismo se alojan Boing o Pepsi que las fábricas de detergentes o de ropa. De todas las extrañezas de Ameisenburgo, ninguna como el milagro de que una red de librerías, con todo y su almacén tasado en millones de ejemplares descatalogados, haya nacido justamente en una calle como Boulevard de los Ferrocarriles, entre chirridos de rieles y tráilers. Unas librerías gracias a las cuales descubrí, también de manera inesperada, el secreto de este pequeño mundo y sus chintololos.

Y es que hasta hace cosa de un año, Azcapo perdió a su rey, por mucho que estuviera en el exilio desde hace muchos años: José José, cuya voz resuena en cada calle y ha conjurado sobre este enclave urbano el milagro y la maldición del tiempo suspendido o, como me gusta llamarlo —para capturar su consistencia gelatinosa y humeante—, tiempo coloidal. Así como le sucedió otro de sus soberanos, Tezózomoc, Ameisenburgo apenas le han dedicado una mísera y deslavada estatua en el Parque de la Niña de su natal Clavería a ese príncipe que no reclamó su tierra de hormigas, un monumento que apenas y destaca más que el busto del líder palestino Yasser Arafat (!) que se encuentra a unos pocos metros de distancia.

Temo que con la muerte de José José se empiece a descongelar algo que debía permanecer indemne al tiempo y sus nombres, porque uno podía caminar por las calles de Azcapo y escuchar, como un susurro, esa voz que expresaba algo más que amores, borracheras o discos de platino. Temo que los puestos callejeros empiecen a instalarse los martes y que la membrana desaparezca, que el agua regrese al puerto seco y los contenedores vuelvan a flotar, y que la visión de lo trenes vuelva a despertar algo que no sea la nostalgia. Temo pues, que un día regrese a Ameisengburgo y me encuentre, ahora sí y por primera vez ─pues nunca vi una en los cinco años en que caminé sobre esas calles empolvadas─, a una hormiga solitaria de camino al horizonte. 

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