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El discurso de Loos

El discurso de Loos

23 agosto, 2016
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria

 

“La arquitectura pertenece a la cultura, es una de sus manifestaciones. La cultura es aquel equilibrio de la persona interior y exterior, lo único que posibilita un actuar y un pensar razonable.”
–Adolf Loos

Siempre que pienso en Adolf Loos (Brno, Moravia, 10 de diciembre 1870 – Kalksburg, Viena, 23 de agosto 1933), que recuerdo uno de sus edificios o alguno de sus textos, lo siento como contemporáneo. Me cuesta imaginar que viviera en un contexto donde existían los carruajes y emperadores, que existiera el Art Nouveau como si fuera nuevo y el Jugendstil como si fuera un estilo juvenil. Todo pasó, sucumbió con los tiempos y Loos, ese soberbio vienés sigue siendo un contemporáneo.

Su libro Ornamento y delito —o mejor aún si se hubiera traducido literalmente como Ornamento y crimen— donde recogía los artículos publicados en la prensa de la época, es sin duda, en esencia, un manifiesto. Desordenadamente, acudiendo a una memoria más caprichosa que selectiva, recuerdo algunos fragmentos deliciosos. En uno ridiculiza a cliente y arquitecto-decorador, donde el primero está atrapado entre la maraña estilística de su diseñador a la moda hasta en la elección de las zapatillas acordes con alfombras y mobiliario, sin duda un sarcástico guiño al Palais Stoclet que diseñó Joseph Hoffman para el banquero austriaco emigrado a Bruselas, sin dejar un milímetro al azar.

En otro texto hace gala de su aprecio por los buenos trajes y por el calzado inglés, aún cuando era conocido por deber enormes cuentas al sastre Knize, al que acabó pagándole con el proyecto de su refinada tienda vienesa. Esa misma exquisitez que lo llevó a encargar a otro sastre su traje militar cuando fue reclutado. Sigo admirado por la complejidad de sus interiores que fluyen de espacios comprimidos a espacios expandidos, que dejan relucir los materiales en toda su expresión sin coartar la vida de sus moradores. Contaba Loos, que en una ocasión recibió una carta de un antiguo cliente con un cheque. Su cliente narraba que todos sus vecinos y amigos ya tuvieron que contratar a otro arquitecto a la moda pues su mansión de veinte años atrás quedó obsoleta. La de ellos en cambio, evolucionó con ellos, envejeció con ellos y aguantó los valiosos dibujos infantiles de sus nietos sin que por ello desmereciera el espacio doméstico.

Así pues, no necesitando una nueva casa, le adjuntaban un cheque con, otra vez, sus honorarios. Si no fue cierto no importa. Sin duda me conmovió y me acuerdo constantemente ante tanta arquitectura a la moda de estos años recientes -un siglo después- que para cuando se acaba la construcción ya se ve pasada de moda… No puedo dejar de reir recordando la visita a la Casa Müller, creo, con un grupo de alumnos más afectados por el frío y el cansancio que por encontrarle algún interés a la azarosa fachada que reflejaba el raumplan y consecuentemente la indiferencia por la composición del alzado. Irónicamente, pensando en Loos me di la vuelta y les mostré la casa de enfrente como si fuera la suya y hasta horas después no les confesé el engaño. A cambio, les conté la historia de su proyecto de concurso para el Chicago Tribune que no tuvo ninguna mención en su época y se convirtió en el referente de la posmodernidad, de la mano de Hans Hollein y otros tantos a finales de los años setenta.

Lúcido y moderno como pocos, protofuncionalista, dicen algunos, admirador de la industrialización emergente, precursor de los grandes maestros de la modernidad, crítico y ágil escritor.

Las cosas se vuelven espejo de una civilización. Puedo aceptar el ornamento de los Africanos, de los Persas, de la mujer Slovak y de mi zapatero, porque ellos no tienen otros medios para alcanzar estados elevados del ser. Nosotros en la otra mano, poseemos el arte que ha sustituido el ornamento.

Como el ornamento ya no es un producto natural de nuestra cultura, sino que representa retraso o degeneración, el trabajo del ornamentista ya no está adecuadamente pagado. Son conocidas las condiciones en las industrias de los tallistas de madera y de los torneros, los precios criminalmente bajos que se pagan a las bordadoras y a las encajeras.

El ornamentista tiene que trabajar veinte horas para alcanzar los ingresos de un obrero moderno que trabaje ocho horas. El ornamento encarece, como regla general. El objeto; sin embargo, se da la paradoja de que una pieza ornamentada con el mismo coste de material que el objeto liso, y que necesita el triple de horas de trabajo para su realización, cuando se vende, se paga por el ornamentado la mitad que por el otro.

La carencia de ornamento tiene como consecuencia una disminución del tiempo de trabajo y un aumento del salario. Si no hubiera ningún tipo de ornamento -algo que igual sucede dentro de unos cuantos miles de años- el hombre sólo tendría que trabajar cuatro horas en vez de ocho, ya que, hoy en día, todavía la mitad del trabajo se va en realizar ornamentos.

El ornamento es fuerza de trabajo malgastada y, por ello, salud malgastada. Así fue siempre. Hoy, además, también significa material malgastado, y ambas cosas significan capital malgastado. Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, tampoco es ya la expresión de ésta. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros ni con nada humano, es decir, no tiene ninguna conexión con el orden del mundo.

El ornamento moderno no tiene padres ni descendientes, no tiene pasado ni futuro. Sólo es recibido con alegría por las gentes incultas, para quienes la grandeza de nuestro tiempo es un libro con siete sellos, y, al poco tiempo, reniegan de él.

El cambio del ornamento tiene como consecuencia una pronta desvalorización del producto. El tiempo del trabajador, el material empleado, son capitales que se malgastan. He enunciado la siguiente idea: la forma de un objeto debe ser tolerable durante el tiempo que físicamente dure dicho objeto. La carencia de ornamento ha conducido a las demás artes hasta alturas insospechadas. Las sinfonías de Beethoven no hubieran sido escritas nunca por un hombre que tuviera que ir metido en seda, terciopelo y puntillas. El que hoy en día lleva una americana de terciopelo no es un artista, sino un bufón o un pintor de brocha gorda. Nos hemos vuelto más refinados, más sutiles.

La falta de ornamentos es un signo de fuerza intelectual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones antiguas y extrañas a su antojo. Su capacidad de invención la concentra en otras cosas.*

*Adolf Loos, Ornamento y delito y otros escritos, Gustavo Gili, Barcelona, 1972

 

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