Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
8 junio, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“La Bienal de Venecia de “arquitectura” ha sido erróneamente etiquetada y debería dejar de reclamar el título de arquitectura. Ese título sólo genera confusión y decepción en relación a un evento que no muestra nada de arquitectura,” escribió, categórico, Patrik Schumacher, cabeza del despacho que fundó Zaha Hadid.
La declaración en nada sorprende. No porque realmente no haya arquitectura en esta edición de la Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia, sino porque Schumacher lleva repitiendo la misma acusación desde hace tiempo cambiando el destinatario. Cuando Alejandro Aravena dirigió la bienal veneciana, Schumacher dijo que “confundía al público sobre cuál es la tarea de la arquitectura contemporánea” y pidió que se cerrara. Antes, cuando el mismo Aravena recibió el Premio Pritzker, Schumacher declaró que el premio se había vuelto uno a la obra humanitaria, sustituyendo los criterios que definen el éxito y la excelencia en la disciplina por la mera demostración de buenas intenciones. Al fin de cuentas, se trata de la misma persona que propuso como la mejor manera de atender los problemas del espacio público y la vivienda social, privatizarlos. Schumacher puede parecer extremo en sus posiciones que derivan no sólo de la aceptación total sino de la promoción sin freno de los principios de una supuesta “modernización” que no se distinguen de los del neoliberalismo y el capitalismo avanzado de nuestros días. Pero si bien es singular en la manera explícita de expresar su ideología, no puede considerarse, de ninguna manera, un caso aislado en el panorama de la arquitectura “de autor”, la que sus diseñadores y partidarios muchas veces presentan no sólo como de excelencia sino como la única que auténticamente puede calificarse como tal. Tal vez no se trata ya sólo de un asunto de desacuerdos sobre bienales, exhibiciones y premios, sino de algo que corta y divide de una manera más profunda las maneras de pensar, enseñar y hacer hoy en día eso que llaman arquitectura.
Mayo del 2023. En un radio de menos de 1300 kilómetros —la distancia entre la Ciudad de México y Los Mochis, pero, para este caso, entre Venecia y Atenas— se cuentan en paralelo distintas historias de lo que la arquitectura es, puede ser y, sobre todo, quiere ser —y, también, para quiénes.
En París, antes de cerrar sus puertas durante cinco años para ser remozado, el icónico Centro Pompidou, inauguró una enorme exposición restrospectiva del trabajo de Norman Foster. Nunca antes la galería más importante de Beauburg se había dedicado al trabajo de un arquitecto —cuya oficina, se dice, corrió con los gastos extra para tan magna muestra. La historia parece perfecta para cierta idea no sólo de la arquitectura sino del arquitecto como autor —aunque cabe anotar que en este caso el autor decidió incluir en la exhibición los nombres de los diez mil colaboradores que han desfilado por sus oficinas o trabajado en sus proyectos. Una historia, también, heroica: un joven de recursos modestos, apasionado por la aviación, que pasa por Yale, que se acerca al pensamiento de Buckminster Fuller —más que al de un Le Corbusier, digamos—, que con sus diseños elegantes y refinados —High-Tech, según las clasificaciones estilísticas de manual— gusta por igual, como dice Deyan Sudjic, a críticos exigentes que a quienes encargan proyectos millonarios. Una historia de triunfo, si las hay: del arquitecto, de su obra, de la tecnología y de una modernidad realmente moderna, sin contradicciones, inmaculada. Y aún así, hay quien plantea ciertas dudas.
En una entrevista reciente para el New York Times, al ser cuestionado sobre la obsolescencia de la profesión arquitectónica y la huella de carbono generada por la industria de la construcción, sin faltar a la verdad, pero con verdades que debieran ser desgranadas minuciosamente, Foster afirma, acaso sin el sarcasmo al que la comedia británica nos ha acostumbrado, que “el alto consumo de energía es bueno para usted, para la sociedad, para la investigación médica” y que debemos buscar energías limpias como la nuclear o convertir el agua de mar en combustible para aviones. Cuando la entrevistadora le dice que muchos activistas que luchan contra la crisis climática no estarán de acuerdo con él, responde: “pero hay que separar los hechos de la histeria y la emoción.” Sí, prosigue Foster, “todos deploramos las emisiones de carbón generadas por viajar en aeroplano. Pero también deploramos la cantidad masiva de emisiones de carbón cada vez que comemos una hamburguesa, lo que hace aparecer al transporte aéreo, en comparación, casi insignificante.” ¡Que no coman hamburguesas!, resuena como un eco del ¡que coman pasteles! Leamos la clarísima crítica que Isabelle Regnier publicó en Le Monde:
Animado por esa fe ciega en el crecimiento que galvanizó al mundo occidental de los “treinta años gloriosos” [el desarrollo económico entre 1945 y 1975], Norman Foster apuesta por mini-pilas atómicas (un prototipo se presenta en la exposición) y etiquetas otorgadas por el mismo sector de la construcción para salvar al planeta.
Presentar su trabajo bajo el ángulo de la ecología no es sólo contra-intuitivo, sino tendencioso. Torciéndole el cuello a la realidad para acercarse al aire de los tiempos, el Centro Pompidou se hace cómplice de una forma de greenwashing y contribuye a socavar aún más la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.
La obra de Foster merecía algo mejor. Podría haberse presentado por lo que fue: un momento mayor de la arquitectura de los pasados cincuenta años cuyo modelo no responde ya a las exigencias planteadas por la urgencia climática.
Nada de lo anterior disminuye la calidad del trabajo de Foster de la manera como se celebra en el Pompidou, pero sí nos obliga a reflexionar profundamente en la manera cómo esas arquitecturas, paradigma de una época, como apunta Isabelle Regnier, sirven y se sirven de estructuras políticas, económicas y, sobre todo, ideológicas que están en el origen de los graves problemas que luego pretenden paliar. No se cuestiona, pues, el indudable ingenio del arquitecto, sino algo que podríamos calificar como ingenuidad respecto al papel que puede jugar cierta arquitectura dentro del sistema global y los efectos que produce, no siempre positivos para todos.
Tras inaugurar en París, y luego en Venecia, Foster viajó a Atenas para unirse a la élite de arquitectos y arquitectas que han recibido con anterioridad al 2023 un Premio Pritzker, y junto a otras personalidades de la alta cultura arquitectónica global, acompañar a su compatriota David Chipperfield a recibir el mismo galardón.
Podríamos detenernos a tratar de entender cómo, en 44 años, el Pritzker logró que se le considere como “el Nobel de la arquitectura”. Pero las maneras en las que distintos gremios construyen los mecanismos de reconocimiento y gloria, pueden ser diferentes. También son distintos esos premios en sus orígenes: entre las toneladas de piedra removidas de la superficie de la tierra y, peor, las muertes causados por la invención de Nobel, a las probables afectaciones que en muchas ciudades del mundo hayan generado los más de 1350 hoteles de la familia Pritzker. En cualquier caso, no hay nada mejor para devolverle o conseguirle lustre a un apellido que, si se tienen los recursos para hacerlo, ponérselo a un museo, una biblioteca o un premio.
La primera persona que recibió el Pritzker, en 1979, fue Philip Johnson, quien con las exposiciones que dirigió en el MoMA —como International Style en 1932 y en 1988, Deconstructivist architecture, además del remate posmoderno al edificio que diseñó para la AT&T en 1980— supo saltar de un estilo a otro tan cómoda y rápidamente como seguramente lo hacía entre conversaciones en los cocteles donde la alta sociedad neoyorquina —además de lograr que su abierto nazismo, su racismo y su misoginia no le quitaran prestigio durante casi toda su vida e incluso ni después de muerto. Los valores pueden cambiar, podría haber dicho Johnson. Y de hecho lo dijo, precisamente en el discurso de aceptación del primer Pritzker.
El segundo Pritzker fue un orgullo para México: Luis Barragán, entonces no tan conocido internacionalmente como ahora, pese a la exposición curada por Emilio Ambasz en el MoMA en 1976. De Barragán, en el mismo 1980, Wolf Van Eckardt, crítico de arquitectura del Washington Post, escribió:
La gente que se interesa en la arquitectura y su promesa por un mundo civilizado estará sorprendida, si no es que aburrida, por el anuncio, la semana pasada, de que el ganador del Premio Pritzker este año es el artista-arquitecto mexicano Luis Barragán.
Y más adelante agregó:
Un premio de este calibre debería marcar nuestros parámetros cambiantes de lo que es la excelencia. Debería mostrar a los jóvenes arquitectos a qué aspirar.
Más allá a de la distancia, sobre todo conceptual, que separa a la casa Prieto de Barragán de las medias casas de Aravena, lo dicho por Van Eckardt hace pensar en la posterior crítica de Schumacher, cuando afirmó que con el premio al chileno se sustituían los criterios que definen el éxito y la excelencia en la disciplina por la mera demostración de buenas intenciones.
Después vendrían casos como otorgar en el mismo año el premio a Gordon Bunshaft, uno de los socios más reconocidos de SOM, y al brasileño Oscar Niemeyer, y, curiosamente, unos años después entregárselo a Robert Venturi pero ignorar a su socia y esposa Denise Scott Brown con el pretexto de que se trataba de un premio individual.
Entre los criterios de quienes se integran al jurado que otorga dicho premio y los puntos de vista distintos según la época —los valores sí cambian—, en la última década el Pritzker ha “dado pasos” hacia una mayor diversidad: más mujeres, despachos con hasta tres asociados en vez del autor único, un arquitecto chino —sin su esposa y socia— que hace edificios con los restos de otros, unos arquitectos franceses que han hecho proyectos en los que proponen no hacer nada y, el año pasado, hasta un arquitecto nacido en el continente africano: Diébédo Francis Kéré. Y aunque estos premios se leyeron en su momento como virajes y ajustes de los criterios de premiación para adecuarse a tiempos más complejos —cosa que además de molestar a Schumacher ha llevado al borde de un colapso nervioso a uno que otro arquitecto europeo que señala y dice desenmascarar una conspiración que nos dejará al final sin arquitectos y, obviamente, sin buena arquitectura—, en el fondo sabemos que la arquitectura en tanto disciplina lleva unos cinco siglos ejercitándose, de manera muy disciplinada, en maneras de cambiar para que no mucho cambie, sobre todo en cuanto al estatuto “social” y “cultural” de sus creadores y aquellos para quienes trabajan.
Así, el premio de este año se leyó como un regreso, sin aspavientos, al centro, al lugar seguro y tranquilo donde todos, especialmente los arquitectos, saben qué sí es arquitectura y de la importancia del arquitecto para realizarla. Eso tampoco va en detrimento de la calidad, casi unánimemente reconocida, del trabajo de David Chipperfield, aunque sin duda queda muy bien con un arquitecto que inteligente y pacientemente ha revisado y rehecho edificios como el Neues Museum y la Neue Nationalgalerie, ambos en Berlín, y que proyecta la remodelación y ampliación del Museo Arqueológico de Atenas, ciudad donde le entregaron el Pritzker, en algo que se quiere leer como la confirmación de la larga historia de nuestra disciplina. Aunque eso que llamamos “nuestra disciplina”, como tal, no se originó ideológicamente —o no del todo— en la Atenas clásica, ni tampoco con la versión que de aquello que puede ser arquitectura planteó un arquitecto romano del siglo primero de nuestra era. “Nuestra” disciplina empezó a cuajar catorce siglos después, cerca, pero no en Atenas, sino entre Florencia y Roma, donde los arquitectos estaban, al mismo tiempo, imaginando y construyendo edificios, estudiando las ruinas romanas y construyendo mitos sobre su origen y, sobre todo, construyendo su propia posición social y cultural como autores. Como escribieron Pier Vittorio Aureli y Marson Korbi en su texto “Base and Superstructure: A Vulgar Survey of Western Architecture”:
Descendiendo del pináculo ideológico del arquitecto a la arquitectura que se diseña y construye, es importante notar cómo la recuperación de la cultura arquitectónica renacentista de las antiguas estructuras romanas como ejemplos de un “lenguaje universal,” coincidió con el comienzo de la expansión y la violencia colonial europea, desde Asia hasta las Américas, así como el despojo tanto de campesinos como de artesanos de sus medios de producción. La lógica universalizadora de lo que el historiador John Summerson denominó el “lenguaje clásico de la arquitectura”, que caracterizó la arquitectura europea desde el siglo XV al XVIII, puede entenderse tanto como un proyecto de hegemonía cultural de la clase terrateniente como la sublimación del poder imperialista y la economía colonial del temprano estado-nación moderno.
Pensar en todas estas complejidades y complicaciones al organizar la fiesta de premiación a los pies del Partenón es demasiado pedir, incluso para un premio que es “como el Nobel”. Pero es algo que debemos hacer, aunque incomode a quienes confortablemente aprendieron y se desarrollan “dentro” del espacio disciplinar que la arquitectura ha construido como uno de sus mitos de origen: la idea de Atenas. Parte de esa idea es otra ficción construida en algunos países del norte de Europa cuando, hace dos siglos y poco más, tomaba consistencia otro mito: el de una Europa de cuño griego —algo que, en el ámbito filosófico, plantea Peter K.J. Park en su libro Africa, Asia, and the History of Philosophy. Racism in the Formation of the Philosophical Canon. 1780-1830.
Con todo, la mayoría estamos razonablemente contentos con el premio a Chipperfield, incluso si el arquitecto y crítico Aaron Betsky evidentemente discrepa:
El trabajo de Chipperfield en general es anodino, carente de imaginación y demasiado grandioso. También carece de algunos o de todos los componentes básicos tradicionales de la arquitectura: buenos espacios enmarcados por estructuras bellamente proporcionadas.
Esto, escrito a mi parecer para que el lector se quede con una impresión fuerte y clara de lo que el crítico pensó, tiene matices más adelante:
Al elegir a Chipperfield como ganador del Pritzker, el jurado parece estar indicando que no han olvidado el núcleo tradicional de la arquitectura, es decir, la producción de monumentos por parte de hombres blancos en Europa y Estados Unidos. Han equilibrado las elecciones recientes de arquitectos con otras identidades (Diébédo Francis Kéré) o una agenda social que dificulta la producción de grandeza y atemporalidad (Lacaton & Vassal) con el deseo de elegir un trabajo que es reacio al riesgo y, en muchos sentidos, tradicional.
Lo que han pasado por alto entre los arquitectos que trabajan en la corriente principal geográfica o racial de la arquitectura es igual de interesante. Durante bastante tiempo, el jurado del Pritzker (cuya composición cambia continuamente) ha evitado a los arquitectos cuyo trabajo es expresivo o experimental en su forma.
Así, aunque en un aspecto Betsky está en el extremo opuesto de las críticas de Schumacher, parece que también reclama que no se premie lo expresivo y experimenta, lo que puede considerarse de excelencia.
Regresamos a Venecia. Primero a un evento paralelo a la bienal. Un evento paralelo es uno que tiene lugar fuera del territorio oficial de la bienal, pero más o menos al mismo tiempo que ésta, a veces es financiado a duras penas por quienes lo organizan, y otras, por grandes corporaciones o por los mismos arquitectos que se encargan de hacerles edificios.
Vimos la foto. Reímos. Lloramos, Volvimos a reír. Un par de docenas de arquitectos —sólo una mujer—, blancos, de “mediana edad”, se dijo, cuya única particularidad era estar uniformados en un color azul oscuro —cuando prácticamente la mayoría pertenece a las generaciones en las que los arquitectos y las arquitectas vestían de negro. Son las mentes, se dice, detrás del desarrollo urbano y arquitectónico de Neom. ¿Qué es Neom? Cito de su sitio web:
Nos llamamos a nosotros mismos “soñadores y hacedores” por una razón: podemos hacer que pase no sólo lo posible sino lo que parece imposible.
Lo que más que imposible resulta insostenible y hasta indignante, es el proyecto de una “ciudad” en forma de edificio de 170 kilómetros de largo y 500 metros de alto, avalado por arquitectos —y una arquitecta— que hace 20, 30 o 40 años creímos dignos merecedores de encargos, honores y hasta de un Pritzker. ¿Es el caso de arquitectos prefiriendo el encargo del déspota —supuestamente ilustrado— que garantiza la construcción de sus ideas, como no sin cinismo planteó Reinier de Graaf, socio de Rem Koolhaas?
No es que de Vasari y sus vidas a Le Corbusier borrando París o proponiendo proyectos coloniales en Argelia haya una línea continua y directa hasta los azules de Neom. Como tampoco la hay, directa y continua, de Atenas al Neues Museum. Pero hay estructuras sociales y políticas, y sobre todo económicas, y hay formas de ver y estar en el mundo y de imaginar lo que nosotros podemos y debemos hacer en el mundo; hay también ideologías —entretejidas con otras más amplias: aquí más Ayn Rand que Vasari— que buscan construir y luego defender la noción del arquitecto como héroe y genio creador, y a sus edificios como la materialización última de esas ideas, pero desconectados de contextos más amplios, y problemáticos. Y también hay otras historias.
Me gustaría poderlas contar mejor, habiendo visitado la 18ª Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia, dirigida por Lesley Lokko, quien le dio por título y tema “El laboratorio del futuro” y por ejes la descarbonización y la descolonización, además de darle como centro geográfico y conceptual al continente africano. Pero como no iré esta vez, me esforzaré en anotar dos o tres cosas, en parte de oídas y en parte leídas.
Cuando se dice “descarbonización”, mientras algunos arquitectos piensan en aeropuertos de sofisticadísimo diseño y en la promesa de que el agua de mar pueda alimentar los motores de aviones, para que nada obstaculice el placer del viajero en tiempos de crisis climática, Lesley Lokko declaró: “la primera fuente de energía de Europa fue el cuerpo negro.” Esto hace pensar en lo que plantean Raj Patel y Jason W. Moore en su libro History of the World in Seven Cheap Things. A Guide to Capitalism, Nature, and the future of the Planet: el mundo moderno se hizo gracias a siete cosas baratas —baratas porque fueron consideradas por quienes las tomaban como de escaso o nulo valor en comparación a ellos mismos—: la naturaleza, el dinero, el trabajo, el cuidado, la comida, la energía, y las vidas (de otros, claro). ¿Qué tiene que ver eso con arquitectura? Todo. O, para que no se me tache de exagerado: mucho. Pero antes un caveat: si usted piensa que arquitectura son sólo los edificios y monumentos que dibujan y construyen arquitectos como quienes reciben premios Pritzker, no tendrá sentido lo que sigue. Incluso, si sigue un poco a Rudofsky para hablar de “arquitectura sin arquitectos” pero quedándose sólo con los edificios, quizá tampoco.
La estructura física de la Compañía de las Indias Occidentales, es arquitectura: sus edificios, sí, pero también sus plantaciones y las rutas y los lugares donde se almacena, organiza y reparte los bienes con los que comercia. Es arquitectura también, horrible y odiosa pero arquitectura, el diagrama que describe cómo acomodar la mayor cantidad de personas esclavizadas en un barco que cruza el Atlántico. Y es parte de la arquitectura la placa que se encuentra en el Tempietto diseñado por Bramante —piedra angular de la idea de la disciplina misma—, fechada en 1502 y con los nombres inscritos de Fernando e Isabel, los católicos reyes cuyo reinado no hubiera corrido con igual suerte si diez años antes de la fecha inscrita en la placa Colón, al encontrar lo que no estaba buscando, no hubiera iniciado el genocidio y la colonización de lo que llamamos América. ¿Quiere eso decir que sin colonización no hubiera habido Tempietto ni Renacimiento? No, o no de manera directa y causal, pero sin colonización, eso, y muchas otras cosas, habrían sido distintas. Tanto para los colonizados como para los colonizadores. Recordemos que Doreen Massey inicia su libro For Space imaginando cómo Moctezuma y su pueblo lo que perdió ante Cortés, entre otras cosas, fue una manera de entender el espacio como algo que también contiene historias, para que entonces triunfara la historia que concibe al espacio como mera extensión, que alguien puede apropiarse, comercializar, vender, poseer. Arrebatar. Colonizar.
En su bello libro On Bramante, Pier Paolo Tamburelli dedica un breve capítulo a la relación entre clasicismo y colonialismo. Bramante, dice, “vivió en la era de los grandes descubrimientos geográficos, y por tanto en el despertar del colonialismo.” Su plan “era también un plan de conquista, y la conexión ya era clara en su tiempo.” Y agrega: “Una de las primeras cosas que nuestros ancestros hicieron para asegurar los territorios que habían tomado alrededor del mundo fue llenarlos con columnas dóricas, jónicas y corintias.”
Las distintas instalaciones que en la actual bienal en Venecia hacen visibles las tramas y redes que conectan el colonialismo, el extractivismo, el crecimiento basado y derivado del uso de combustibles fósiles, el brillo del rascacielos neoyorquino con la explotación de minas en Sudáfrica y la explotación de las personas que en ellas trabajan, por supuesto que son arquitectura, pero muestran otras facetas de la disciplina y la profesión y de la industria de la construcción que quizá resulten incómodas para quienes solo quieren hablar de algunos aspectos de los edificios.
Para la exposición que montó en el MoMA en 1988 dedicada, supuestamente, a la arquitectura deconstructivista, Johnson invitó como cocurador a Mark Wigley, quien firma el ensayo introductorio en el catálogo de la muestra. Wigley, quien como demostró años después en su libro The Architecture of Deconstruction. Derrida’s Haunt, sí había leído a Derrida, empieza diciendo que los proyectos mostrados ahí —de Gehry, Koolhaas, Eisenman, Tschumi y Hadid, entre otros— “no son una aplicación de la teoría deconstructiva,” para después plantear que “un arquitecto deconstructivista es, por tanto, no quien desmantela edificios, sino aquél que localiza los dilemas inherentes dentro de los edificios.” En el libro citado, Wigley escribe:
Incluso, si no especialmente, el discurso actual de la inacabable celebración de la nuevo y única respuesta arquitectónica a diferentes condiciones espaciales, regionales e históricas, la romantización de la creatividad, la promoción del arquitecto individual, la producción de historias canónicas, la entrega de premios y encargos, de encargos como premios, y demás, es, antes que nada, una labor de conservación. La solidez de la arquitectura reside en esa defensa institucional, más que en la estructura de los edificios. La resistencia de la arquitectura no reside en sus materiales ostensibles, sino en la fuerza de la resistencia institucional a ser interrogada.
Dicho con un aforismo del mismo Derrida, publicado en 1987:
Deconstruir el artefacto llamado «arquitectura» puede ser comenzar a pensarlo como artefacto, a pensar la artefactura a partir de él, y la técnica, por tanto, en ese punto donde aún es inhabitable.
Así, no sólo mera coincidencia, mientras en París, en Atenas y también en Venecia algunos arquitectos volvían a contar la misma historia, para que no se nos olvide qué sí es la arquitectura, Leslely Lokko y las personas que invitó a participar en la bienal contaban otras historias. No porque la otra historia esté mal, como ha dicho la misma Lokko, sino porque es parcial, fragmentaria, e ignora muchas otras. Y si aquellos no quisieron o no pudieron reconocer la arquitectura en esas otras historias, quizá se deba a que desconocen cómo usar esas otras herramientas pues, como advirtió Audre Lorde, “las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”.
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