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Columnas

Cuajilote: un filo, un eje y una selva, para contar un clásico

Cuajilote: un filo, un eje y una selva, para contar un clásico

La palabra “cuajilote”, estimadas y estimados lectores, refiere a un árbol tropical, prototípico de la costa del Golfo de México, cuyas cualidades aprovechadas por los conocimientos ancestrales de la población, han quedado ocultas en la indiferencia del pensamiento racional moderno. Pero hoy, no les hablaré de este peculiar vegetal, la narrativa se encamina más bien, a una zona arqueológica que ha sido bautizada con el nombre de esta especie arbórea.

El universo Totonaca, y la cuenca cultural del golfo, tienen una riqueza patrimonial extraordinaria. Arropada por la Sierra Madre Oriental, la vertiente de dicho sistema orográfico que da al Golfo de México, presenta condiciones excepcionalmente positivas para la vida de todas las especies. Los potentes rayos del sol tropical que impactan en este “mare Nostrum” propio, combinado con las brisas marinas, condensan la humedad en las montañas y de ahí, en forma de lluvia, se riega el territorio continuamente a lo largo de todo el año. El agua que fluye desde las alturas superiores a los 2000 metros sobre el nivel del mar hasta la costa, ha ido esculpiendo maravillosos caminos bordeados por verticales paredes pétreas denominadas filos.

Entre el complejo universo de sistemas de flujo, el río Bobos (nombre derivado de un pequeño pez que habita en sus aguas) serpentea por el territorio. A su paso, entre los ya mencionados filos, va componiendo el paisaje con una vega rica en sedimentos orgánicos, cuyos fértiles suelos dieron pie al sedentarismo y los cultivos.

Así surgieron en lo que hoy conocemos como el Parque Estatal Filobobos, diversos asentamientos donde la civilización Totonaca floreció ricamente, a partir del comercio con el altiplano. El intercambio vino acompañado de una positiva influencia de la civilización Teotihuacana, manifestada principalmente en el conjunto de espacios que hoy intento describir.

Aunque es posible arribar a la Zona Arqueológica por vehículo motorizado, a través de una sinuosa carretera que nos introduce posteriormente por senderos rurales, la experiencia es mas bella si ustedes pueden llegar desde el río. Así es como fue reencontrada la zona por algunos aventureros que, enamorados por la aventura del descenso en balsa, un día, a finales de los 80 del siglo pasado, mientras tomaban un pequeño respiro del vértigo provocado por el rápido flujo del agua, se encontraron deambulando en medio de un gran espacio de pastizales altos, rodeado de promontorios selváticos. La precisa geometría del espacio, y su educada vista arquitectónica, elevó su adrenalina a niveles estratosféricos, ante la posibilidad de estar parados en el vestigio de una gran plaza ceremonial Totonaca (en realidad, los habitantes locales siempre tienen identificados estos sitios ceremoniales, pero no suelen revelarlos fácilmente).

Responsablemente dieron aviso a las autoridades adecuadas, y el tiempo se encargó de validar su intuición primaria. 

Dos grandes plazas, una cuneiforme y otra rectangular, interconectadas entre sí por un “filtro” de regulares basamentos piramidales estructuran un espacio ceremonial de dimensiones sobrecogedoras.

El eje de la plaza rectangular, corre del nororiente al surponiente, vinculando el espacio con los solsticios de invierno y verano. En la punta norte, un juego de pelota de bellas proporciones acota en primer plano el espacio de la plaza y genera pequeños e intrincados recorridos en su parte posterior, cuya escala nos platica de eventos rituales más privados, previos a la gran ceremonia. Sin embargo y como sucede siempre en los espacios rituales mesoamericanos, al avanzar hacia el surponiente recorriendo el largo de la plaza, si volteamos podremos darnos cuenta de que poco a poco, el edificio va perdiendo protagonismo y el verdadero contenedor del espacio es la orografía. 

En el otro sentido, siguiendo el recorrido norte-sur, el fenómeno es inverso: al inicio, la inmensa pared del filo, forrada con densa vegetación selvática, acota imponente el espacio, mientras que, por la distancia, se aprecia como actor secundario, el basamento de un templo que sería el remate arquitectónico de la composición. Conforme avanzamos, este basamento irá absorbiendo la escala del espacio, hasta hacer el juego visual por perspectiva, de desaparecer el muro del filo para erigirse él, como el gran remate escénico. Durante el trayecto, equidistantes entre sí, tres pequeños promontorios van rompiendo la linealidad compositiva de la plaza, siendo el intermedio, el poseedor de una estela fálica que comienza a platicarnos en piedra, algo del ritual de fertilidad que, entre muchos otros, se practicaba en este espacio.

El desmonte de la zona es parcial, se ha tenido el tino de dejar la mayoría de los elementos arquitectónicos cubiertos por la vegetación endémica que la biodiversidad de la zona aporta, y solo como pequeños detalles que abren la comprensión al visitante, permiten estudiar la composición arquitectónica de los edificios.

Los Totonacas conservan la idea de que, una vez cumplido el ciclo de vida de un espacio, es necesario dejar que la selva se apropie de él, y lo cuide escondiéndolo a la vista del ser humano, pero no al resto de los habitantes que por ahí circundan, de tal forma que, tanto vegetales como animales, retomen sus propios rituales de habitar ahí donde, alguna vez, lo hicieron las personas.

La historia nos cuenta que el Clásico, se fue desvaneciendo por las invasiones de grupos culturales guerreros, provenientes de las regiones al norte del trópico de cáncer, como los Toltecas, quienes impusieron nuevas reglas, y así, los Totonacas de espíritu pacífico, abandonaron estos espacios para construir otros posteriores, sabiendo que la selva cuidaría de su memoria.

Hoy, la denominación de parque estatal no ha contribuido del todo a la regeneración de la selva, los usos permitidos dentro del parque, alientan la ganadería que inevitablemente consume al bosque para convertirlo en pastizal. A lo que sí ha contribuido, es al turismo llamado de “aventura”, por el que, en ciertas épocas del año, Cuajilote llega a ser visitado por un número significativo de curiosos turistas que, como yo, buscan escapar de la sosa cotidianidad urbana, para conectarse al menos durante un par de días, con la madre tierra que nos cobija a todes.

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