José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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24 enero, 2020
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Si se tiene una mesa de cuatro patas, y uno de sus soportes es ligeramente más chico que los otros tres, una solución rápida es la de ponerle a la pata asimétrica un pedazo de papel o de cartón para que así la mesa deje de balancearse. El papel o el cartón de nuestro ejemplo expresan muy bien qué es la sustentabilidad: una solución rápida y sencilla a un problema que persistirá. La mesa no dejará de tener cuatro patas disparejas, pero con esa acción tan simple se evitará temporal y parcialmente su vaivén. Otra descripción de la sustentabilidad un tanto más extrema es la que da la geógrafa y diseñadora Holly Jean Buck: “Ser sustentable es como darle otro arreglo a los muebles del Titanic mientras se está hundiendo. No se hace lo suficiente como para modificar nuestra relación extractivista y degenerativa con la naturaleza.”
Jonathan Swift, hace casi 300 años, especuló sobre la sustentabilidad y cómo ésta puede aplicarse a la política, sobre todo cuando el clima se vuelve un factor que cambia el curso de la economía. En 1729, el autor de Los viajes de Gulliver publicó un ensayo al que tituló Una humilde propuesta, un texto anterior a la primera de las dos hambrunas que azotaron a Irlanda, que para el siglo XVIII continuaba siendo una colonia británica. Como todas las regiones colonizadas, Irlanda mantenía una relación de dependencia con sus colonizadores. Entre los años 1740 y 1741 (el segundo periodo de inanición transcurrió de 1845 a 1849), una variación climática en la que se encontraron el frío extremo y la humedad afectó las cosechas, al ganado y a la pesca, lo que generó migraciones masivas de Irlanda hacia Inglaterra. Por supuesto, resultaba muy incómodo para los ingleses ver cómo las calles de Londres comenzaban a llenarse de indigentes famélicos.
David Mcnally, profesor de historia y economía en la Universidad de Houston, en su libro Monsters of the Market: Zombies, Vampires and Global Capitalism (Brill, 2011) consigna que los ministros de la corona imaginaron una solución simple a una epidemia que, así nada más, disminuyó los índices demográficos de los irlandeses: si no pueden comer patatas, sí pueden comer huevos. Este gesto a la María Antonieta (el célebre “¡que coman pasteles!”) fue llevado un poco más lejos por Swift, aún antes de que la crisis irlandesa alcanzara las proporciones que tomó diez años después. Su texto puso en evidencia qué era lo que se pensaba en realidad sobre los pobres al momento de diseñar políticas públicas. La humilde propuesta consiste en transformar el problema en su propia solución: si las familias que encima de la pobreza tienen que lidiar con la desnutrición no pueden sostener con comida a sus hijos, esas mismas familias pueden vender a sus hijos a la población más enriquecida de Irlanda, quienes consideran una delicadeza culinaria a los hijos de la pobreza. Es decir, los pobres tenían la posibilidad de mercar con los niños para que otros, los más poderosos, se los pudieran comer. De esta manera, los cuerpos de sus hijos pueden entrar a las arcas del gasto público al tiempo que dar una pequeña ganancia a la población más desposeída de Irlanda. Mcnally, analizando las hambrunas de Irlanda, propone que uno de los efectos más traumáticos del capitalismo es que el cuerpo de los proletarios, y de quienes se encuentran en una escala menor a ellos, puede ser dispuesto como mercancía, y también puede ser vejado, si es que su desmembramiento físico significa una contribución al progreso económico de las naciones. Algunos podrán estar de acuerdo con esta realidad, pero también dirán que Swift exageró demasiado, y que su humor es más bien de mal gusto.
Pero las ciudades contemporáneas han sido testigos de una humilde propuesta del diseño arquitectónico, muy en el tenor de lo que Swift, de hecho, estaba denunciando. Se trata de la llamada “arquitectura hostil”. Bancas instaladas en espacios públicos pero que tienen pliegues o posa-brazos para evitar que los indigentes puedan pernoctar. Respiraderos en cuyas rejas se amarran una especie de barandales para que, de nuevo, las personas que no tienen casa no puedan acostarse ahí. Bajopuentes con picos de concreto que evitan aquellos molestos campamentos de pobres que tanta suciedad generan. Y no, el único problema no son los pobres: son los pájaros también. La fauna endémica de las ciudades, en general. Usted puede instalar unas cómodas púas en los árboles para que las palomas no defequen sobre sus autos, o para que las ardillas no transiten por las ramas, sitios que, de hecho, son sus hogares.
¿Cómo se justifican estas especulaciones del mobiliario urbano, estas intervenciones a la biodiversidad? Es verdad que contienen mucho del ideario de disciplinamiento e higiene que permeó a finales del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, siglos que vieron la emergencia de dos guerras mundiales. ¿Son, entonces, inventos de villanos distópicos, productos surgidos de las mentes más siniestras? Sucede que estos artefactos cuentan con un presupuesto, y su diseño es planeado. Son, en sí mismos, soluciones sustentables. Evitan que esa pata asimétrica provoque un movimiento en una mesa que queremos estable. Pero debajo del cartón o el pedazo de papel que colocamos para solucionar nuestro problema persiste la cada vez más violenta y profunda desigualdad social.
Prohibir el uso de las bolsas de plástico es otra iniciativa que se puede sumar a no permitir que los transeúntes regulares encuentren en su parque preferido una invasión habitacional de personas sin techo. Son dos de las propuestas que se han puesto en marcha en las ciudades para llevar una vida más responsable. Tal vez, en algún momento, no suene tan descabellado comerse a los pobres a cambio de una remuneración económica.
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