Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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16 septiembre, 2020
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
La Plaza Real parece pertenecer a otro contexto, una isla de orden en un mar de calles rotas. La Villa se convirtió en ciudad y la ciudad en el centro de un vasto imperio. Al suroeste de la plaza, saliendo por el Arco de Cuchilleros, la calle de la Cava de San Miguel nos invita a deambular por retorcidos callejones que se abren a plazas como la del Conde de Barajas. Si la suerte nos acompaña, y entre vuelta y vuelta conseguimos mantener la dirección suroeste, la ciudad nos puede terminar premiando con un encuentro especial.
Sobre la calle de San Justo, muy cerca de la Plaza Cordón, un peculiar volumen convexo nos presenta la cara de la hoy Basílica Pontificia de San Miguel, antes Parroquia de San Justo y Pastor.
El templo, construido en el siglo XVIII, es el acento de un barroco poco común en la capital española, donde la escala y proporción del edificio, aunadas a la peculiar geometría de la fachada, rompen con la tipología de otros templos madrileños de la época.
Lleno de recursos compositivos, la creatividad suele surgir ahí donde encontramos más restricciones. Así, la dimensión del predio obliga al arquitecto italiano Giacomo Bonavia y a su discípulo Rabaglio a buscar ajustar la geometría para conseguir efectos visuales de una espacialidad grandiosa, ahí donde la dimensión no lo es.
Un marcado eje de simetría indica el acceso al templo. A partir de ahí la fachada se dobla en un semicírculo convexo que permite un mayor desarrollo de ésta, ante la imposibilidad de contar con un mayor frente a la calle. La curva se remata en ambos lados por los campanarios que, junto con el frontón, son los únicos volúmenes que sobresalen del medio cilindro. En este caso, salvo por la puerta, la escultoricidad está en la forma.
Trascendiendo el umbral, el interior juega entre bóvedas, con manifiestas pero discretas ondulaciones que tienden una “trampa” a nuestra óptica, rompiendo la perspectiva por el simple procedimiento de desaparecer las líneas paralelas al hacer girar las columnas obligado a los cornisamientos a tomar los ajustes geométricos. Ese juego peculiar, traducido en volúmenes, vuelve a poner a la forma como protagonista del espacio, aunque, por cierto, estructuralmente también trabaja mejor la distribución de cargas entre columnas y muros.
El aporte pictórico completa la composición de un espacio altamente complejo en su concepción, pero fácilmente digerible por quien pretenda habitarle sin importar demasiado si la visita es en busca de la espiritualidad producida por la fe, o aquella otra derivada de la contemplación y fascinación por la expresión sublime que, en un momento dado, convierte una construcción en una obra de arte.
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