Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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¡Felices fiestas!
28 octubre, 2020
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Si al último tercio del siglo XVIII corresponde la aparición del cambio de procesos de producción y consumo, que usualmente denominamos como “Revolución Industrial”, es al siglo XIX al que corresponde la configuración de nuevos e inusitados programas arquitectónicos, destinados a configurar los espacios derivados, para bien y para mal, de las nuevas actividades industriales.
La gran escala, históricamente destinada a los grandes centros ceremoniales, templos y palacios, ahora da paso a otro tipo de actividades, como la transportación, las grandes exposiciones, los museos o los mercados a cubierto.
Para la transportación, enormes bodegas generan ciudades invisibles como Canary Warf en Londres –reconvertida hacia el final del siglo pasado en un centro financiero, cuyo fracaso como negocio fue bastante sonado en su momento. Osados puentes libran claros inimaginables, como en Garabit, producto de Eiffel, con más de 500 metros, o el de Brooklyn, propuesto por Roebling, con más de 400. Y la gran máquina de traslado masivo, tanto de pasajeros como de mercancías, provoca la aparición de las enormes estaciones para el ferrocarril.
Es indudable el impacto de estos grandes puertos ferroviarios en la mancha urbana, y es indudable que, en la dinámica del capitalismo industrial, los procesos de movilización de grandes masas se convierten en complejos fenómenos de interacción social. Es ahí donde la producción del espacio se vuelve altamente compleja, y donde la confrontación entre las apuestas de lo colectivo a lo individual pueden ser determinantes.
Sin el glamour que, al parecer hoy día, genera un puerto aéreo tanto para las aspiraciones plásticas de los arquitectos, como para la proyección política de los grupos de poder, la estación de tren y sus conexiones a otras escalas de transporte sigue siendo el referente en muchos lugares del mundo, de la cotidianeidad de las personas a las que en su mayoría, los puertos aéreos no les son más que remotas visiones aspiracionales.
En Madrid, la de Atocha adquiere hacia 1892 su dimensión emblemática, librando con una bella estructura de acero unos 42 metros de claro.
Hacia mediados de los años 80, en el siglo pasado, se lanza un concurso pues la dinámica de movilidad en la capital española había dejado obsoleta la dimensión de la decimonónica nave. El programa solicitaba casi el cuádruple de espacio que el proyecto original y el jurado termina decantando la adjudicación a la propuesta de Rafael Moneo.
Una importante modificación en la estructura vial de la zona invierte el acceso original de la antigua nave al norponiente y lo canaliza al surponiente, en una calle que se manifiesta como ranura entre el edificio antiguo y la extensión contemporánea. En la perspectiva de la calle, aparece en primer plano, una austera rotonda compuesta por un severo ritmo de macizos de tabique y vanos, cuya proporción es similar, y un domo que la cierra, intercalándose en segundo plano con la torre del reloj, expresada en un esbelto prisma rectangular puro. En un tercer plano, un pergolado con galería de cristal cubre la calle ranura y amara a la nave preexistente con la nueva.
Siguiendo al surponiente, dos sistemas de cubiertas organizan los niveles que van desde los andenes hasta la calle: hacia el poniente, una imponente sala hipóstila de gran esbeltez arma una retícula de techos opacos y transparentes. Hacia el sur, otra retícula, pero de bóvedas, sombrea la superficie del estacionamiento. Finalmente, una nueva ampliación realizada ya en el presente siglo extiende la sala hipóstila hasta donde la geometría obligada de las vías va cerrando el abanico de andenes, ahí, la cubierta se gira. Entre escalinatas, escaladores eléctricos, acotaciones, dobles y triples alturas, cubiertas de diversos tipos, la aridez que uno podría imaginar en una espacialidad volcada al vehículo como protagonista del transporte, en mi punto muy particular de vista, termina trasladando ese protagonismo, al conjunto colectivo de personas que requieren transportarse.
Por otra parte, reprograma a la construcción ya de valor patrimonial, de la estación decimonónica, jubilándola del ajetreo físico que implica la entrada y salida de trenes, para convertir los espacios perimetrales a la gran nave, en el corporativo de oficinas de la empresa pública de transporte ferroviario. El gran claro dicha nave, aprovechando su tipológica cubierta de acero y cristal también se reprograma para fungir como invernadero, de un jardín tropical.
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