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Columnas

Espacios: Romanos, Emérita Agusta, Arcos y Moneo. Segunda entrega.

Espacios: Romanos, Emérita Agusta, Arcos y Moneo. Segunda entrega.

Tras la absorbente experiencia en el teatro y anfiteatro romanos, nuestro guía (experto en historia, que no en arquitectura, como él mismo confiesa) nos encamina hacia el museo.

Consultando para obtener la referencia directa, la página del despacho de arquitectura que encabeza Rafael Moneo cuenta que la historia iniciaba con una petición para un muro de contención de las excavaciones arqueológicas, realizadas en la manzana urbana ubicada al noroeste del conjunto romano relatado. De acuerdo a Moneo y su equipo, la disyuntiva entre abordar la propuesta desde la traza de las ruinas encontradas en dicha manzana, o la de la ciudad contemporánea, terminó resolviéndose hacia la segunda opción, convirtiendo la preexistencia arqueológica en la base de la cimentación del nuevo edificio, mientras que la arquitectura del museo se materializa a partir de una reinterpretación de la tradición constructiva romana, ligada con elementos de tecnología contemporánea para generar una espacialidad que conecte el largo trayecto histórico de la ciudad, a través de un edificio.

El museo por lo tanto no es un elemento exento del sitio arqueológico, que autocoloniza su pasado, sino que se convierte en la envolvente de uno de sus segmentos (la manzana citada) estratificando en niveles o capas su programa: en la base, los restos de la ciudad romana, donde se observan cimientos de edificaciones, acueductos, calles, etc. Conviviendo con los cimientos del museo. En los otros niveles las piezas “aisladas” de esculturas, mosaicos, pavimentos y objetos varios de uso cotidiano para su visita y análisis desde una perspectiva museística.

El edificio entonces, se compone de tres volúmenes perceptibles desde la calle: el acceso, la parte administrativa y operativa y el museo como tal, ligados por un puente bajo el cual vemos un segmento de vía romana. El sótano en cambio, se lee como una gran sala continua, un tanto cuanto surreal, e intensamente sugerente para ser explorada.

Desde el vestíbulo y taquillas, se comienza a experimentar en el interior la transición material: muros sólidos de tabique de barro o ladrillo (según el contexto lingüístico de cada región de habla hispana) entrelazados con vigas de acero que permiten librar con ligereza de peralte los claros estructurales y jugar con relaciones de alturas de uno, dos o tres niveles. Este juego de planos horizontales (losas) y verticales (muros) provee a su vez a quien visita, una experiencia de tonos de luz que van de lo más diáfano, a la semipenumbra, sin generar una sensación lúgubre. Por lo contrario, al menos en mi perspectiva personal, la atmósfera adquiere una esencia de atemporalidad adecuada para trascender el espacio tiempo.

Luego, el tránsito desde la zona vestibular que nos recibe, hacia el espacio principal de exposición, nos permite ver entre ventanas y celosías, fragmentos de fachadas interiores o exteriores del conjunto, generando ese juego entre el afuera y el adentro, que tanto valoramos en la formación de la percepción arquitectónica aquellas personas que nos dedicamos a esta peculiar profesión.

Al trascender el puente es cuando explota entonces la gran escala compositiva del espacio expositor: Un eje contundente se enfatiza por una monumental arcada de tabique de barro en triple altura, dispuesta perpendicularmente a éste a manera de placas que estratifican el espacio. Entre placa y placa, el tragaluz modulado como membrana que las liga, provee la iluminación natural al interior, matizando la relación entre los puntos de mayor luminosidad y las sombras. Al fondo, el muro que remata el eje nos deja ver, lejanos, objetos arqueológicos ordenados de manera rítmica, donde la museografía y el espacio se ligan para componer la experiencia.

Ahora bien, la monumentalidad de esta perspectiva, sería un tanto cuanto sosa si solo tuviésemos como recorrido, la linealidad del gran eje, en un trayecto de inicio a fin de éste y viceversa. No demeritaría la potencia del espacio, pero lo volvería fácilmente memorizable y por lo tanto hasta cierto punto, aburrido después de un tiempo. Pero ahí es donde la composición de estos elementos en placa, abre otras posibilidades de flujo.

Entre las placas que estructuran el espacio con sus grandes arcos, tanto compositiva como de manera constructiva, Moneo y su equipo nos ofrecen un universo alterno, que podemos experimentar en zigzag, yendo entre los espacios intersticiales que se abre entre placas, de un lado a otro en la planta baja. Cada intersticio se a su vez se subdivide en tres niveles donde los paños de las losas sostenidas por vigas de acero, salen o se remeten jugando con la escala y la experiencia vivencial, a partir de alturas sencillas, dobles o triples, que se aprovechan para exponer distintas piezas arqueológicas: desde un busto u objetos de uso cotidiano, hasta mosaicos completos que alguna vez formaron el piso de alguna estancia, y hoy se nos exponen como enormes lambrines verticales.

Pero ahí tampoco acaban las alternativas. Obviamente y como ya habrán visto e intuido entre imágenes y su propia capacidad deductiva, ustedes estimadas y estimados lectores saben que, en la experiencia entre un nivel y otro, el espacio de la escalera o ascensor que los conecta, continúa enriqueciendo la visita. A ello añade Moneo la posibilidad de circular en cada nivel, por entre las placas nuevamente en forma lineal, atravesándolas en el recorrido por las aperturas de arcos menores ahora alineados a los costados, ahora al borde del eje principal que permite asomarnos a su espacio para percibirlo desde otro horizonte, o curiosear por el hueco entre losas que puede aparecer en alguno de los segmentos dejando una doble altura, o simplemente detenernos a observar los objetos que se exponen en el salón abierto que queda.

Así, es posible si lo deseamos, llegar de un lado al otro del eje compositivo de tantas formas, que cuando ustedes se encuentren en el polo opuesto al inicio de la visita, observarán nuevamente la gran arcada, pero ahora en la perspectiva contraria, y la sensación volverá a tener el impacto monumental de la gran escala, enriquecida por las distintas memoras del deambular por sus intersticios. Pareciera entonces que ahí acaba la visita, que podemos regresar triunfantes por entre las placas, pero aún falta un universo espacial por explorar: El inframundo constructivo, ese sótano donde se mezcla la cimentación del museo con aquella de las ruinas que otrora soportaron casas, calles, edificios públicos. Hay que descender al sótano.

En éste, los arcos vuelven a formar un universo con otra sensación, con otra dimensión y, por lo tanto, con otra escala. La luz artificial ineludible para visibilizar confortablemente lo expuesto, se mezcla en la perspectiva con aquella que llega rebotando desde la superficie, incluso cambiando la sensación de color entre elementos tectónicos de un mismo material. Los arcos se suceden también aquí, un laberinto abierto, con una estructura modular perfectamente racionalizada que, sin embargo, en ciertos puntos pareciera rebelarse hacia el caos a partir de los ángulos perspectivos según el punto donde nos detengamos a observar el espacio.

Finalmente, el arquitecto (yo) quiere salir y observar cómo se expresa esta tectonicidad al exterior, hacia la ciudad, hacia la calle.

La tarde me recibe tan esplendorosa o más que la mañana, en este típico día soleado de la primavera extremeña. De esta forma, el radiante sol me señala con potencia el volumen y sus componentes, tan sencillamente honestos en su materialidad, que son un deleite para quienes preferimos la dimensión directa del sistema constructivo reinterpretado, que la postura escenográfica de otras obras de la misma época.

Para que aquellas y aquellos lectores ajenos pero interesados al mundo del lenguaje arquitectónico me entiendan mejor, intentaré explicarlo así: La fachada longitudinal del conjunto, aquélla que contiene al gran espacio expositor, se expresa tal cual como su estructura sugiere: Las grandes placas perforadas por los arcos interiores, se convierten en contrafuertes que dan ritmo al volumen y a las ventanas que con ellos se acotan, convirtiéndose en entrantes y salientes que el sol ilumina y sombrea dependiendo de la hora del día, con diferencias de matiz. Pero a la vez, son perfectamente constructivos, conteniendo los empujes laterales que provienen del peso que carga cada placa, para sostener el techo de la nave. 

Unos segundos contrafuertes, de menor altura, alternan el ritmo de la fachada con los principales, en este caso, llegando al punto donde el muro de la fachada se remata para dar paso al ventanal. Su dialogo con respecto a la composición total de la fachada, no es meramente plástico aunque contiene esta cualidad de forma contundente, ya que en este caso su aparición ayuda a rigidizar al muro que, de otra forma, requeriría de un mucho mayor espesor para no fallar por esbeltez debido a su altura.

Todo el volumen se remata hacia la colindancia, con la autenticidad con la que lo hace en el interior: Un gran muro ciego que solamente cambia de paño a determinada altura, aquí sí, con el único objetivo de bajar la escala de la gran maza, hacia la construcción preexistente. Así queda una propuesta, cuya materialidad sugiere una impresión atemporal que quiere fundirse con su preexistencia, pero su lenguaje pertenece inevitablemente, a la postura y visión ideológica de un momento crítico específico. Al tiempo, las transformaciones de los procesos culturales y su visión del pasado, determinarán la permanencia de este edificio, mientras la memoria de nuestra especie considere tenerlo en cuenta como registro.

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