El programa arquitectónico del PRD para el D.F.
En el número 2 de la revista Arquine, Isaac Broid publicó un texto sobre la política urbana del entonces recién [...]
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¡Felices fiestas!
1 agosto, 2019
por Isaac Broid | Twitter: IsaacBroid
La Cátedra Extraordinaria Federico Mariscal empezó en 1984 y Pedro Ramírez Vázquez con el tema “La arquitectura como disciplina de servicio”, quien la inició con justificados méritos. Han pasado poco más de treinta años, pero la distancia entre el título antes mencionado y la razón por la que hago arquitectura es mucho mayor que el tiempo cronológico.
He hecho y hago arquitectura casi exclusivamente para hacerme a mí mismo. Es el lenguaje que utilizo para expresarme, para materializar mis ideas, para construirme a mí mismo.
Siempre he tenido presente las necesidades de las personas o instituciones que han depositado su confianza en mí, para desarrollar sus proyectos. Presupuestos y programas se analizan para cumplir con sus requerimientos. Para dar el servicio del que hizo mención Ramírez Vázquez. Si no fuera así, no habría comunión entre el arquitecto y el cliente y, en consecuencia, la relación se rompería. Pero en el fondo, yo tomo cada encargo para proyectar mis deseos y mis fantasías. Es el momento en el que se encuentran mis propios fantasmas con los de los clientes.
Sin importar la escala del encargo —s, m, l, xl—, la posibilidad de encontrarse con la hoja en blanco provoca que la fábrica de los sueños empiece a trabajar. Una fábrica donde se producen imágenes siempre posibles —que muchas veces son las más difíciles de llevar a cabo—, pero que dentro de la imaginación existe un mundo equilibrado y armonioso, siempre frágil, es una realidad. Vivir la arquitectura no sólo es un privilegio de la vista — citando a Octavio Paz — sino un privilegio de y para la imaginación.
Al escribir esto me viene a la mente una película de Alan Tanner, cineasta suizo muy productivo durante mis años formativos, allá por los setenta. La cinta se llama Años luz, y trata de la relación entre un joven desganado — sin rumbo ni sueños en la vida que llega a una estación de gasolina en medio de la nada (el paisaje es el norte de Escocia, con montañas sin árboles ni gente)— y un viejo que intenta enseñarle a volar. Sin ánimo —así era su vida— el muchacho empieza con las lecciones. Algunas veces sin darse cuenta y otras totalmente consciente, el joven se percata de que para aprender a volar se necesita embarrar con sangre de águila, animal que en verdad sabe hacerlo. Lo que el viejo realmente quiso enseñarle era cobrar consciencia de que, para cualquier actividad que el discípulo decidiera realizar, necesitaba involucrarse en cuerpo y alma. Necesitaba apasionarse.
Sin pretender hacer un drama de la creación arquitectónica, creo que ésta no está exenta de angustias. En algunos momentos uno se identifica con el cuadro El Grito, obra de Edvard Munch. En otras ocasiones, uno siente el cuerpo y alma desdibujados, como en un cuadro de Bacon. Las disonancias de un Cage nos invaden y no sabemos cómo organizar coherentemente tan- tos sonidos. Construirse a sí mismo cuesta trabajo. Junturas y rupturas se van relacionando, hasta lograr cierta coherencia, hasta que nos hacemos más nosotros, hasta que decidimos que un proyecto “ya está listo”.
En el número 24 de la revista Los Universitarios apareció un artículo de Alfredo Espinoza titulado “La construcción del poema”. Aunque me queda claro que los creadores tenemos grandes similitudes en nuestros procesos de producción, independientemente del medio que utilicemos, el artículo me atrajo, pues al intercambiar la palabra poesía por la palabra arquitectura, el mensaje no variaba. Los caminos largos y sinuosos y los momentos de angustia resultan similares para aquellos creadores puros — poetas, pintores, escultores —, al igual que para un arquitecto cuyo proceso creativo se contamina por factores externos a su propio yo. Finalmente, es la construcción de ese yo lo que se encuentra como sustento para la creación.
He editado parte del texto. Dice así:
Escribir un poema es trabajo de parto donde el poeta pare el poema y el poema alumbra al poeta, pues es carne y sangre de quien lo concibe, y como tal, heredará sus virtudes y defectos. El poema que escribo, me escribe. Es una operación mágica: revela un mundo y crea otro, pero, ¿cómo expresar, al mismo tiempo, los volubles sentimientos o las pasiones arrebatadas? La naturaleza última del poema es misteriosa e inextricable. Se le puede explicar desde muchas trincheras ideológicas, pero nada podrá revelar el enigma de su creación, porque la poesía es una pasión involuntaria que a veces se goza y otras se padece, pero siempre da sentido y plenitud a la vida de quien la habita.
Aquí vemos cómo, al hacer el poema, uno se escribe a sí mismo, al igual que el dibujo del gran caricaturista Saul Steimberg, donde la mano del dibujante se encuentra dibujando su propia cabeza.
Entonces, surgen las preguntas: ¿cómo me hago a mí mismo? ¿Cómo empiezo a hacer arquitectura? Para mí, no ha existido fórmula mágica. Cada proyecto —cada creación— es particular. Tanto los paisajes naturales como los artificiales tienen algo que decir, algo de dónde partir. La geomorfología de cada sitio ofrece sugerencias de inicio para construir un lugar en colaboración con el terreno. Centrarse en la tierra y escuchar lo que nos dice es el inicio del proceso de construcción. Se necesita la aprehensión crítica de la realidad propia de un lugar determinado, “una mirada capaz de develar la fuerza potencial del sitio, de afirmar su esencia, de restituir esa poesía de lo evidente de lo ordinario. Es una estrategia nacida del propio emplazamiento: crear lugares en los que se revelen y acentúen los contrastes, las contradicciones y las complejidades”.
En otras palabras: el proceso comienza cuando atendemos a lo que el sitio nos dice, cuando somos sensibles a la personalidad y carácter que cada paisaje trata de comunicarnos y, a partir de ahí, proponer algo que establezca una relación orgánica con lo existente. El significado de un todo y de sus partes existirá en nuestra razón solamente cuando pensemos en la relación de ambos, en lugar de pensar en elementos aislados. Dependencia y autonomía entrelaza- das, utilizando tanto la razón como el corazón. Racionalidad e irracionalidad se comprometen entre sí. En esa unión es donde el arte de la arquitectura adquiere su primera libertad de crecimiento. Y el resultado de la unión de la angustia con la pasión es la semilla para hacer sagrado lo ordinario.
Entender el sitio no fue un proceso fácil. Me vienen a la mente los años de estudiante, en la universidad. Iniciaba la década de los setenta, cuando se abrió el concurso para el Centro Pompidou. La universidad se inscribió y organizó un certamen interno para escoger el mejor proyecto y enviarlo a París. Convocó a los estudiantes de los últimos semestres, y entre todos los equipos realizaron una maqueta de conjunto para insertar cada propuesta y analizar sus virtudes y defectos. Nosotros, los alumnos de los primeros semestres, tan sólo mirábamos y escuchábamos. Veíamos la manera en la que los profesores se agachaban para observar el proyecto desde cualquier callejuela. En cada corrección aparecían “los pivotes, los remates, las secuencias”. El ganador de la escuela fue quién mejor articuló su propuesta para cumplir con esos remates visuales tan comentados.
Todos conocemos el Pompidou de Piano y Rogers. Nada de pivotes, nada de remates y nada de secuencias. Mientras en la escuela se promovía la continuación de valores establecidos para la ciudad tradicional, el concurso nos enseñó que teníamos que encontrar otros parámetros de lectura para ésta, ya en ese entonces fragmentada, una urbe que se organiza como suma de partes interactuantes. En palabras de Bernard Tschumi, aprendíamos que “la arquitectura se salvará únicamente cuando se cuestione a sí misma, cuando niegue o replantee la forma que la sociedad conservadora espera de ella… El juego de la arquitectura es un intrincado manejo de reglas que uno puede aceptar o rechazar, y mientras más y sofisticadas las limitantes, mayor es el placer de hacerla. El mayor de los gozos se consume cuando los límites son pervertidos y las prohibiciones transgredidas…”
Con estos extremos como parte de la educación recibida, salta uno a la vida profesional sin rumbo fijo. Alguna ocasión leí que todo el arte moderno estaba sostenido por un mismo principio: el de la indeterminación del objeto artístico, el de la indefinición de la obra. Los compañeros de generación nos sentimos como hijos huérfanos del arte moderno: desdibujados e indeterminados. Consciente o inconscientemente nos hacíamos la misma pregunta que se hizo Jorge Wagensberg: “¿Cómo seguir vivo en un entorno incierto?” Él mismo se contesta: “A lo mejor resulta que la clave para comprender la evolución biológica no es el concepto de adaptación (la capacidad para resistir los cambios en el entorno), sino el de independencia”.
Alrededor del periódico Traza y de la revista a, y acompañados por otros compañeros de generación o arquitectos ya consagrados, empezamos el cuestionamiento de los límites de nuestra disciplina y el replanteamiento de la misma para independizarnos y tomar un rumbo propio. Los límites que la crítica había impuesto al quehacer arquitectónico en México, así como los dogmas funcionalistas y las actitudes puritanas del Movimiento Moderno fueron puestos en tela de juicio y, poco a poco, abrimos camino y nos encontramos a nosotros mismos.
Unos con más y otros con menos talento, hemos recorrido un mismo camino: aquel que entiende la arquitectura como la unión entre una construcción mental-racional (tipologías, morfologías) con un acto empírico que se concentra en los sentidos, en la experiencia sensorial del espacio. Como Roland Barthes, creemos que el placer no debe rendirse ante el análisis. La forma también sigue a la forma.
Como siempre ha sucedido, nuestro quehacer en el campo de la arquitectura se ha permeado por otras disciplinas. No permaneció ajeno a fenómenos que sucedían en otros campos. Intervenciones en el espacio de artistas conceptuales, piezas de Land Art, la escultura e instalaciones llamaron nuestra atención. Uno necesita del otro para definirse a sí mismo. Y también de la misma manera en que uno se los encuentra en la vida diaria, imágenes, olores y sabores fueron alimentando y nutriendo nuestro quehacer cotidiano, que admite fragmentos de la realidad para redefinir su territorio y sus plataformas de actuación.
Todos los aspectos de la expresión creativa — sea ésta culta o popular— nos ayudan para caminar hacia nuevas interrelaciones y nuevas fronteras. Frente a cualquier hecho, tenemos dos miradas: la de la propia experiencia y el aprovechamiento de experiencia para mejorar nuestro trabajo. Absorbemos emociones, y en la medida en que podemos trasladar esas emociones al usuario y espectador, podemos decir que ellos han comprendido nuestro trabajo.
En alguna ocasión, le preguntaron a Pablo Picasso si creía en la inspiración. Después de un breve silencio, contestó que claro que sí, que por eso trabajaba tanto; para que cuando llegara lo encontrara trabajando. Con ese mismo espíritu y fuerza de voluntad empezamos a proyectar nuestros sueños, oponiéndonos — desde la arquitectura y también a través de las publicaciones — a procesos de creación vistos como disgregadores, deshumanizadores y alienantes, ante los cuales la arquitectura que consideramos responsable debe erigirse desde el conocimiento de lo que ha sido la verdadera ciudad humana.
Sé que éste es un término difícil de definir con precisión. No es éste el tema que nos ocupa, pues entra otra vez la pasión y el corazón. No sólo son las regulaciones del libre mercado, la oferta y la demanda de bienes y servicios lo que debe organizar la ciudad. Existen contenidos intangibles en lo construido que hacen a las formas arquitectónicas más humanas y les permiten armonizar de una manera más natural una con la otra, lo que nos deja explorar y experimentar el mundo, su paisaje y su arquitectura con sensibilidad. Es lo que Alvar Aalto llamaba funcionalismo psicológico. Estos intangibles —lo negativo en la filosofía zen— son necesarios para nuestro funcionamiento como individuos y como grupo social. Es la forma sin forma que debe ser considerada también como algo real.
Esto lleva, lo sé, a lo que lgnasi de Solà-Morales llama “el culto al objeto ensimismado”. En una sociedad como la nuestra, donde existen tantas carencias, tantas diferencias y, aún más, tantas injusticias, proclamarlo puede sonar arrogante; incluso para algunos resulta una irresponsabilidad.
¿Sucumbiremos a los reclamos de que lo único que hay que solucionar de manera inmediata es lo que para ellos son las necesidades básicas? ¿Contribuiremos con los ojos cerrados a un pragmatismo esquemático y funcionalista que nos lleva a la deshumanización del arte? Lo dicho anteriormente también clama coherencia, armonía y equilibrio ante la explosión de la ciudad. Una ciudad que ahora se da por la suma de agregados independientes que sin embargo están altamente relacionados. Clama por encontrar los aspectos positivos de la lógica de la ruptura y por no tratar de frenar su evolución real.
“Ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones”, dice Marshall Berman es su indispensable Todo lo sólido se desvanece en el aire. “Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo destruir las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo no vacilar en nuestra determinación de enfrentar- nos a tales fuerzas, de luchar para cambiar su mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador: vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizados ante las profundidades nihilistas a que conducen tantas aventuras modernas, ansiosos por crear y asirnos a algo real, aun cuando todo se desvanezca”. Más adelante, puntualiza: “La idea de modernidad, concebida en numerosas formas fragmentarias, pierde una parte de su viveza, su resonancia y profundidad, y pierde su capacidad de organizar y dar significado a la vida de las personas. Como resultado de todo esto, nos encontramos hoy en medio de una edad moderna que ha perdido el contacto con las raíces de la propia modernidad”.
Ni el placer del espacio ni el del orden geométrico aislados uno del otro. Ni la lógica del mercado separada de la lógica de la psique.
Los pensamientos e ideas anteriores me han permitido, a lo largo de los años, elaborar una especie de filosofía de trabajo. No pretende ser un manifiesto, una especie en extinción en épocas de incertidumbre y pérdida de la utopía. Es una espina vertebral que marca y organiza el quehacer en la oficina:
“La arquitectura es un hecho cultural, cuyo propósito es ayudar al ser humano a darle significado a su existencia.” Esta meta se logra al darle un lugar donde habita, un determinado carácter e identidad propia, sin perder relación con el medio social donde se inserta. Para construirse como hecho cultural, está obligada a trascender lo constructivo y a ser una expresión de los sentimientos y actitudes del hombre; se requiere integrarse a las características propias del sitio donde se va a construir, reinterpretando tanto condiciones locales, así como a asimilar corrientes de la cultura universal.
Las condiciones locales no pueden entenderse como estáticas, por lo que necesitan evolución y transformación. Una de las funciones de la arquitectura es recrear las condiciones propias de la cultura local, influida de experiencias foráneas. Necesita sintetizar diversas tendencias de la cultura universal, sin perder su identidad y su carácter. No debe ser una imposición que olvide la historia que dio origen y unidad al lugar. A partir de esa labor de reinterpretación, integración y síntesis, ayudará a construir, sin nostalgias, la sociedad contemporánea y futura en términos de valores e imágenes. Herencia no significa inmutabilidad.
La arquitectura necesita respetar las características propias de un sitio, pues un paisaje es integral cuando es una totalidad de partes interactuantes. Arquitectura y geografía forman así un todo dinámico, siendo el lugar un factor determinante en la creación de lo construido. Del clima, la luz, el paisaje y los materiales surgen las semillas para hacer que la arquitectura dialogue con su entorno inmediato, proponiéndose como una pieza más dentro del paisaje.
Está obligada a tener una aprehensión crítica de la realidad propia de un determinado lugar, una mirada capaz de develar la fuerza potencial del sitio, de afirmar su esencia, de restituir esa poesía de lo evidente, de lo ordinario.
“La estrategia de acción nace así del propio emplazamiento, creando un nuevo lugar donde se expresan los contrastes, las complejidades y la unidad de un sitio. Se trata de introducir dentro del paisaje, natural o artificial, un nuevo elemento que ayude a tejer los huecos para la coexistencia armoniosa, a la vez que conflictiva o consensuada, para que de esa heterogeneidad surja un mestizaje que enriquezca el paisaje existente”.
Tan sólo unas últimas palabras, extraídas del libro de Marshall Berman y que llegó a mis manos a través de Humberto Ricalde: “El proceso de modernización, aun cuando nos explote y atormente, da vida a nuevas energías y a nuestra imaginación. Nos mueve a comprender y a enfrentarnos con el mundo que la modernización ha construido, a esforzarnos por hacerlo nuestro. Creo que nosotros y los que vengan después de nosotros, seguiremos luchando para hacer de este planeta nuestro hogar, incluso si los hogares que hemos hecho, la calle moderna, el espíritu moderno, continúan desvaneciéndose en el aire”.
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