1 agosto, 2018
por Víctor Alcérreca | Twitter: vicpolar
Foto cortesía de Lorenzo Díaz Campos
De los rituales anacrónicos que sobreviven en algunas escuelas de arquitectura, pocos son más irritantes que las entregas a puerta cerrada. Un proceso de trabajo, casi siempre intenso, finaliza en la asignación de premios y castigos: en una suerte de revelación enigmática donde no tienen lugar la comunicación, el aprendizaje profundo o la mínima evolución de la ideas. El enigma del oráculo es una práctica extinta en otros ámbitos académicos, como el norteamericano. Ahí toda entrega supone una discusión que, sin ser horizontal, por lo menos es abierta. Las escuelas mexicanas dolorosamente continúan con esa tradición de los pasillos llenos de estudiantes somnolientos en espera de una validación de su trabajo, mientras la única conversación ocurre del otro lado de la puerta.
Fuera de las aulas los arquitectos transformamos esos viejos rituales escolares en celebraciones gremiales. Con la diferencia de que el estado de estrés somnoliento se transforma en fiesta, en gala, y en una dosis de autocomplacencia: todos los invitados saben que recibirán alguno de los premios. En este otro escenario, la construcción del pensamiento sigue con frecuencia ausente.
El jueves 19 de julio se celebró el acto de premiación de la 15ª edición de la Bienal Nacional e Internacional de Arquitectura Mexicana. Participaron 308 obras y trabajos, en una abultada lista de 39 categorías. Tan solo en el tema de vivienda, la convocatoria contempla las siguientes: vivienda unifamiliar residencial, vivienda de fin de semana, vivienda multifamiliar, vivienda de interés social urbana y vivienda mínima campestre. Los proyectos relacionados al trabajo se dividen en estudios, despachos, talleres, espacios de trabajo públicos, privados y oficinas. Como suele ocurrir, los proyectos se evalúan a partir del material gráfico que los propios participantes seleccionan y envían. Dada la dificultad del proceso, los organizadores deben confiar, por principio, en la buena fe de los participantes. Se supone que cada uno de los proyectos, publicaciones, tesis e investigaciones cumplen con requisitos mínimos de probidad.
Los objetivos de la convocatoria son ambiciosos: “Identificar las mejores obras arquitectónicas del país, así como las publicaciones, investigaciones y tesis. Reconocer a sus autores. Difundir las obras más relevantes para permitir, mediante el análisis y la crítica, una reflexión acerca de la arquitectura contemporánea responsable y con soluciones Sustentables (sic).” Como gremio, nos queda pendiente matizar la profundidad de análisis y crítica que este formato de competencia de láminas (a los que llamamos “concursos de arquitectura”) permite hacer en el caso de obras construidas. Es claro que para un jurado experto hay análisis posible a partir de los dibujos y fotografías de una edificación. Como es claro también que la verdadera relevancia de una obra arquitectónica, que merezca el reconocimiento de todo el gremio, puede estar más allá de las láminas. En su libro “The Space Within. Interior Space as the Origin of Architecture”, Robert McCarter concluye con una provocación al hacer y al pensar de nuestra profesión:
“(…) la única forma apropiada de evaluar la arquitectura es a través de nuestra experiencia de la misma, con énfasis particular en la ocupación del espacio interior. En este entendimiento, el carácter habitacional del espacio interior debe tener primacía en la concepción, construcción y diseño de la arquitectura; en la construcción y realización de la arquitectura; y en la experiencia y evaluación del trabajo arquitectónico construido”
Volviendo a las condiciones actuales en las que operan estas premiaciones: si la dispersión de categorías permite que muchos ganen ¿alguien gana en realidad? Aunque en la larga lista existan siempre proyectos de buena o notable calidad, es difícil leer una línea de pensamiento, percibir una postura de los cuerpos colegiados que avalan los premio. Al final de cuentas, toda premiación es primero un retrato comentado del estado del arte. Y por tanto, es fundamentalmente un ejercicio de comunicación. Cuando se reduce esta comunicación al simple listado, sin un esfuerzo riguroso de establecer los parámetro o las consideraciones que acompañan los premios, el posible mérito de los premiados se diluye en la pasarela.
¿Para quién son relevantes las premiaciones entre arquitectos? En el contexto mexicano lo son para el mismo grupo de arquitectos presente en la ceremonia. Al menos hasta que pasan de la noticia de consumo interno, endogámico, a la polémica pública. A través de uno de sus fallos, la más reciente edición de la Bienal de Arquitectura Mexicana se hizo del interés de otras audiencias. El proyecto “Revillagigedo 75” —de Alan Manuel Pereira Ramos, Manuel Gutiérrez Zamora Jiménez, Akira Kameta Miyamoto, Andrea Vázquez Bracho, Rodrigo Hassey Artiga— recibió una mención honorífica en la categoría de remodelación de edificios. Al día siguiente recibió también los señalamientos por parte de algunas organizaciones vecinales del centro histórico de la Ciudad de México de ser un proyecto inmobiliario al margen de la ley. En Twitter, la cuenta @06000Observa (Observatorio Vecinal del Centro Histórico) aseguró que la empresa ACHA “usó el artículo 62, que es para obras menores, e hizo un proyecto para reestructurar todo el edificio: demolieron y sustituyeron losas, se agregaron dos niveles sin autorización (…) El proyecto no contó con DRO, Corresponsable en Seguridad Estructural ni Corresponsable en Diseño Urbano y Arquitectónico” El hilo termina preguntado: “¿Qué es lo que se premia? ¿La capacidad para violar la ley?”
Ni los diseñadores ni los promotores han hasta el día de hoy respondido de forma pública a los cuestionamientos, que son graves con o sin mención honorífica. En la página electrónica de ACHA, empresa que ha impulsado proyectos inmobiliarios como Barrio Alameda, se lee: “Nuestros proyectos están basados en un fuerte compromiso social (…) Al revitalizar y rehabilitar inmuebles subutilizados, creamos más seguridad, estimulamos la economía, repoblamos el área y le devolvemos el sitio que alguna vez ocupó. Todo esto, crea un círculo virtuoso que reactiva el vecindario.” En conversación telefónica durante la preparación de esta nota, el equipo de ACHA asegura contar con todos los permisos que corresponden a una obra mayor en regla, aunque deja pendiente compartir la documentación que lo avale. Volvemos de momento al acto de fe al suponer que “el fuerte compromiso social” incluye acatar la normatividad.
Los premios pierden relevancia dentro y fuera del gremio en tanto no producen la reflexión que sus propios objetivos plantean y como consecuencia fallan en la construcción de una verdadera cultura arquitectónica. Más aún si validan de forma acrítica las posibles deformaciones y vicios en el ejercicio de la profesión. Si los arquitectos queremos evitar que se continúe erosionando la relevancia de nuestra voz gremial en la discusión pública, es necesario que cambiemos el aplauso autocomplaciente por rigor. La difusa responsabilidad legal del diseñador -y sus difusos derechos como profesionista- no pueden ser reducidos a actos de buena fe, especialmente desde las organizaciones gremiales que pretenden representarnos.
De vuelta al anticlimático oráculo de las entregas escolares a puerta cerrada: al menos ahí la descalificación por deshonestidad académica sigue siendo, aunque improbable, una posibilidad. El jurado es responsable de ello. Sin haber dado respuesta a los señalamientos vecinales, los organizadores de la reciente bienal mexicana confirman que, en las actuales condiciones —autoimpuestas— de las premiaciones gremiales, el único resultado posible es el caluroso aplauso.