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A cielo (medio) abierto

A cielo (medio) abierto

24 mayo, 2024
por Olmo Balam

En cuestión de días será la presentación en sociedad (cosa que sucede cuando una revista, libro u otro objeto cualquiera de celulosa empieza a recorrer las calles) de Arquine 108 — Suelos, un número en el que, como dice su nombre en plural, les lectores de esta revista podrán ver proyectos y ensayos que regresan al fundamento de la vida sobre la Tierra. Bípedos o no, siempre hay un suelo debajo de nosotros, aunque pocas veces pensemos más allá de la corteza fina que nos sostiene, sin considerar las capas estratigráficas (cada vez más antropogénicas), las conexiones planetarias entre volcanes y placas tectónicas, o la inconcebible biomasa y diversidad que contiene un metro cúbico de suelo.

Volcanes, mundos subterráneos, groundscapes futuros, parques ecológicos y renovaciones que servirán como esponjas como respuesta (quizá insuficiente) frente al cambio climático, todo eso recorre una A108 —nomenclatura que usamos para hablar de los números de marras, en un afán por ahorrarnos caracteres en chats y correos electrónicos— que de cierta manera es una secuela de las ideas depositadas (metáfora terrena) en Trazas (107). A reserva de no revelar de qué tratará A109 (en el que ya hemos empezado a trabajar), puedo decir que con facilidad podría conformar una trilogía con sus dos hermanas más recientes; y, para más suspenso, incluso a finales de 2024 podrían completar una tetralogía con A110. Ojalá sí, ojalá no, ojalá quién sabe.

Como fuere, al terminar las revisiones, veía de nuevo algunas de las fotos, láminas y mapas de este número. Las más notables: el Naturgemälde que Humboldt hizo del Chimborazo, una imagen cosmogónica de esa cumbre andina; el Plano general de las obras de desagüe en el sur del Valle de México (1866), de M. Téllez Pizarro, en el que vemos una ciudad a punto de desecarse; o las coloridas secciones y estratos de la artista científica, o científica poetisa, Orra White Hitchcock. Pensaba en la potencia visual de A108, que incluso dejó fuera a varias imágenes excepcionales. 

Como una foto del volcán Xaltepec, en Tláhuac, mi alcaldía de residencia. Este volcán rojizo, de apenas 2,489 metros de altura, es una de las referencias para el skyline chaparro del oriente de la ciudad, mismo que es posible observar desde hace 10 años, sobre todo, en las estaciones de metro que corren desde Calle 11 hasta Zapotitlán. El Xaltepec es la más sobresaliente de las formaciones volcánicas que conforman la sierra de Santa Catarina, junto con el Yuhualixqui, Tetetcón, Tecuauhtzin, Guadalupe y La Caldera. Son volcanes de cierta belleza sangrante, por sus laderas explotadas por la minería local de tezontle y basalto y que, durante algunas partes del año, se cubren de terciopelo verde. Cuando el sistema de lagos del noroeste del valle de México, mejor conocido como Lago de Texcoco, aún no se había desecado, esta era una zona que incluso llegó a llamarse Península de Iztapalapa. Hasta el siglo XVI, esta prolongación de tierra se encontraba entre los lagos de Xochimilco y Chalco. Fue declarada área de conservación en 1998, pero eso no ha impedido que el crecimiento urbano explosivo del siglo XXI haya convertido las faldas de esos volcanes en uno de los sitios más famosos (e infames) de la urbanización desorganizada de esta zona entre Iztapalapa y Tláhuac. 

Entre los habitantes y vecinos, esta sierra es conocida simplemente como Las minas, a secas (nadie los llama volcanes). Es posible llegar a ellas a pie o en uno de los autobuses guajoloteros que van rumbo al Estado de México y cruzan por las colonias aledañas, caracterizadas por su pésima pavimentación, iluminación dudosa y edificios de ladrillo gris expuesto. Una vez ahí, los volcanes imponen su altura y un paisaje que, más que distópico, parece liminal: como si uno saliera de la ciudad del todo, allí es posible recorrer paisajes de arena roja y rocas de diversa coloración, al tiempo que ve un constante trasiego de maquinaria pesada y vehículos blindados (de militares, narcos y lo que sea). El Xaltepec, pese a esto, tiene algo de legendario: para niños que tienen en sus túmulos y colinas el mejor parque para bicicletas; por la facilidad con la que uno puede encontrarse pertenencias personales (se afirma que por ser desechos de basura); o por los incendios en su cima, que dan la impresión de que el volcán ha vuelto a despertar. Yo mismo he paseado por ahí, sobre todo alrededor del Yuhualixqui, que corona, por así decirlo, las colonias San Lorenzo Tezonco y La Estación. Es fácil encontrar en esos parajes de arena roja, que en la noche parecen llevar a un desierto lejano, credenciales extraviadas, ropa, basura y, por supuesto, huesos y cenizas.

Todo esto viene a cuento por la reciente controversia en la que, se supone, se halló un crematorio a cielo abierto en el volcán Xaltepec. La denuncia la puso Ceci Patricia Flores Armenta, fundadora del colectivo Madres Buscadoras de Sonora. Tras una llamada anónima, la activista se dirigió al Xaltepec y, tras algunas pesquisas, anunció por medio de su cuenta de X el hallazgo de un lote calcinado, rodeado de pertenencias personales. El escándalo fue inmediato, en gran parte por la reputación de Flores quien, desde la desaparición de sus hijos Alejandro Guadalupe Islas Flores (en 2015) y Marco Antonio Sauceda Rocha (en 2019) , ha atravesado el país de sepulturas comunes que es México para desenterrar todo tipo de fosas clandestinas. La autora de Madre buscadora. Crónica de la desaparición (Fondo Blanco, 2023) abrió el caso como noticia criminal y, para el 19 de abril de 2024, las autoridades ya habían realizado acciones de búsqueda a lo largo de Las Minas.

Como Pablo Ferri refiere en una crónica reciente (El País México, 11 de mayo de 2024), el caso ha sido casi descartado. El consenso pericial es que los restos óseos tienen un origen animal, sobre todo perros, y que los documentos y objetos son sólo basura. Restos que han llegado de muchas partes de la ciudad a esas laderas que, por otro lado, sirven a corredores y hasta a un rancho balneario, el Parque Xalli, que tiene palapas y una tirolesa. En este territorio que comparte con Iztapalapa los índices de criminalidad y parte de su cultura urbana, la noticia, si bien no pareció inverosímil, sí fue desacreditada por los habitantes. 

Caso cerrado o no, el asunto recuerda el parentesco que el concepto de “cielo abierto” da a cosas en apariencia tan disímiles como una mina o un crematorio. El caso de las primeras es literal y está a la vista de todo aquel que recorra las carreteras de México: con sus círculos concéntricos, la minería metálica contemporánea destruye literalmente el paisaje y lo deja como un agujero irremediable. Es tanto un ecocidio como un acto explícito, y hasta de una literalidad insultante, de extractivismo. El Xaltepec y sus volcanes vecinos no son los únicos que han sido sujetos a esta expoliación: ahí está también el caso de los humedales en Xochimilco y Tláhuac, que han despertado una defensa del territorio por parte de los chinamperos.

Ese movimiento no ha sido el único que enlaza la realidad global, que es la de la explotación de los suelos y recursos naturales, a otros sucesos que han cambiado de manera radical la vida cotidiana en Tláhuac: como la debacle que supuso la caída de la línea 12 del metro en 2021, apenas reparada; o movimientos demográficos inesperados como la inmigración haitiana que, a instancias de las autoridades migratorias mexicanas, en un momento llegó a concentrarse a una gran mayoría de los refugiados por las turbulencias políticas del país caribeño en campamentos temporales y muy endebles en el Bosque de Tláhuac. Pareciera que, por fin, tras décadas (cuando no siglos) de periferización, el oriente de la ciudad ha entrado a las grandes corrientes historia mundial por causa del extractivismo, los movimientos geopolíticos internacionales (que, en el caso haitiano, tienen sus raíces en el colonialismo y el racismo más primigenios), el crimen organizado y una lógica metropolitana que jamás dejará que el suroriente de la Ciudad de México deje de ser una periferia.

Como mencionaba en otro lado, los campos de concentración están más cerca de lo que creemos, tanto en espacio como en tiempo. 

Y esto puede constatarse sobre todo en las ciudades, como lo han hecho varias teóricas y pensadoras en la última década, concebidas como campos de exterminio a cielo abierto. Eso incluiría, de manera menos foucaultiana que mbembiana, espacios donde se realiza la tanatopolítica (el arte de decidir y tener la potestad de quién vive y quién muere): las prisiones, escuelas, manicomios y sus pares: las ciudades, convertidas en espacios de encierro. No es sólo que la compartimentalización extrema de lugares como las unidades habitacionales replique, en gran medida, el enjaulamiento de otros lugares, o que haya una clara demarcación en las ciudades entre centros y periferia; es que ahora incluso nos enfrentaremos a islas o domos de calor, en las que el asfalto y el concreto ,a los que la arquitectura y la urbanización modernas nos han acostumbrado, convierten las urbes en gigantescas trampas para millones de personas. 

Sirva esta pequeña reflexión sobre los espacios de encierro a cielo abierto para pensar que, después de todo, siempre se ve hacia arriba desde un suelo, desde un fundamento. Aunque todos tendremos que regresar, tarde o temprano, al suelo (ya sea en un ataúd, hechos cenizas o convertidos en proteínas, fármacos o incluso microplásticos), es imposible no pensar en mirar al cielo. Aquí sirvo, un concepto astrológico cuyo nombre me parece digno de investigarse y llevar a metáforas más fundamentadas: el medium coeli o cielo medio que, concepto fundamental para los lectores y confeccionadores de horóscopos (hermeneutas de personajes, más que de personas de tal o cual signo), y cuya definición recojo de la AstroWiki:

el cielo medio simboliza el ámbito de la vida en el que un individuo deja su huella en el mundo exterior. Al ser el punto en el que el individuo abandona la protección y la intimidad simbolizadas por el Imum Coeli [el fondo del cielo] en el ejercicio de una profesión, el Medium Coeli […] representa la profesión del individuo o, más exactamente, su vocación (“destino”). Representa la posición pública o social. [El cielo medio simboliza] una relación con un colectivo más indefinido al que el individuo aporta algún tipo de contribución. 

Así como A108 comenzará su circulación por el mundo terrestre, después de estar alojado sobre todo en servidores y discos duros, también es destino de estos ejemplares regresar al suelo (quizá a uno más inhóspito que el de los árboles que le dieron origen). Pero pienso en nuestro transcurso por la tierra y ese cielo medio que, en el mundo editorial, es el de la conversación silenciosa entre lectores y productos escritos.

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