Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
20 marzo, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
La reciente conferencia de Reinier de Graaf durante Mextrópoli, Festival Internacional de Arquitectura y Ciudad, se tituló El siglo que nunca existió. Un título que puede hacernos pensar en aquél de Baudrillard, La Guerra del Golfo no tuvo lugar, o en ese otro de Latour, Nunca fuimos modernos. El siglo al que se refiere de Graaf es el pasado, el siglo XX. El siglo de las dos grandes guerras, del Holocausto y las bombas atómicas. El siglo en que la población mundial pasó de 1500 a 7000 millones y en el que se inventó la píldora anticonceptiva. El siglo de la penicilina y del LSD. El siglo en el que se erradicó la viruela y surgió la epidemia del SIDA. El siglo del automóvil y de la aviación, de la televisión y del cine. Y en arquitectura, el siglo de Le Corbusier, de Mies, de Wright, de Aalto. ¿Por qué decir que ese siglo, simplemente, no existió?
De Graaf sigue en parte las ideas de Thomas Piketty quien en su libro, El Capital en el siglo XXI, planteó que aquellas décadas del siglo pasado en las que el desarrollo económico se acompañó de una distribución más equitativa de la riqueza y, en consecuencia, del crecimiento y fortalecimiento de la clase media, fue una anomalía en la lógica del capital que tiende, más bien, a generar gran acumulación de riqueza en unos cuantos y enorme desigualdad, como hoy volvemos a ver. Esa anomalía fueron las décadas del Estado Benefactor, en las que la educación, la salud y la vivienda públicas resultaron fundamentales. En esos años, dice de Graaf, la movilidad social se hizo en concreto. La arquitectura fue central en ese desarrollo y el discurso social fue, en contraparte, dominante en el pensamiento arquitectónico. Pero en las últimas décadas del siglo XX todo cambió. Con evidente o solapada violencia las políticas neoliberales se impusieron en el mundo desarticulando, poco a poco, la idea misma del Estado Benefactor. En Gran Bretaña, Margaret Thatcher hizo abiertamente la guerra a los sindicatos y dictó sentencia de muerte a lo público con su famosa frase la sociedad no existe, sólo existen los individuos y sus familias.
Cuando en 1996 Dany Boyle filmó Trainspoting —basada en el libro de Irvine Welsh de 1993—, los efectos de las políticas económicas del gobierno de Thatcher ya eran visibles. Tommy, Franco, Spud, Sick Boy y Rent Boy, los protagonistas de la película, tendrían unos 8 o 9 años cuando ella llegó al poder y 20 cuando lo dejó. A los 25 o 26 —cuando se estrena la película—, estos jóvenes de clase media trabajadora están atrapados en un mundo que no les ofrece muchas oportunidades. Y aunque el tema de aquella película parece ser la adicción a la heroína de varios de ellos, también lo es el ambiente de desencanto que los rodea. Estos hijos de obreros y empleados y, tal vez, nietos de campesinos y artesanos, no encontraban ya la manera de hacer cumplir la promesa de una vida mejor. A la oportunidad, seguiría la traición.
First there was an opportunity, then there was a betrayal. Esa frase la repite varias veces Spud, tratando de resumir su historia y la de sus amigos en la segunda parte de Trainspoting, que sucede veinte años después. Aunque bien recibida por la crítica, algunos apuntan que no se sostiene sola, sin referencias a la primera parte, a la que, por otro lado, no iguala —lo que acaso sea inevitable en una secuela. Los temas de Trainspoting 2 son varios. La vejez, sin duda, y la amistad, continuada o traicionada y el imposible éxito en esta sociedad de individuos al tratar de convertirse en empresarios de sí mismos —emprendedores, les dicen. Pero también y quizás sobre todo, la nostalgia. No hace falta que los críticos señalen esa condición: el propio Boyle la hace explícita en boca de sus personajes. Sick Boy le dirá en algún momento a Renton, “eres un turista de tu propio pasado,” con todo lo que de superficial puede tener el calificativo de turista. Pero la nostalgia no es sólo algo que toca a Renton o a Boyle regresando a la película que lo hizo famoso hace 20 años. La nostalgia es lo nuestro, es lo de hoy. En su libro publicado en el 2014, Ghosts of my Life, Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures, Mark Fisher (1968-2017), exacto contemporáneo de los personajes de Trainspoting, describió al siglo XXI como marcado por el anacronismo y la inercia, un tiempo que se vive en el modo de la nostalgia y en el que “la lenta cancelación del futuro ha venido acompañada por la devaluación de las expectativas.” Primero hubo una oportunidad, luego vino la traición.
Fisher usa la música como ejemplo de la crisis cultural del capitalismo avanzado, de nuestra nostálgica obsesión por girar en círculos viendo al pasado cercano. Escuchar hoy el soundtrack de la primera Trainspoting y las versiones remezcladas en la segunda, le hubieran confirmado su hipótesis. Que Underworld, Bedrock o Primal Scream suenen hoy tan actuales, prueban tal vez que veinte años no es nada pero también que, como los personajes de la película, nuestro único logro cultural en estas dos décadas acaso haya sido permanecer vivos. Al final de la película, ya en la parte de los créditos, Boyle nos da más pistas sobre estas nociones de oportunidad traicionada y nostalgia: vemos caer en un video en blanco y negro unas torres de vivienda social —supuestamente aquellas donde vivía Spud. De esos mismos tipos de vivienda que de Graaf mostró en su conferencia —empezando por el mítico Pruitt Igoe— y cuyos casos pudo haber seguido presentando por decenas o quizás cientos —tan sólo en Edimburgo, la ciudad de Trainspoting, desde los años 90 se han demolido más de 30 torres de vivienda social. El problema no es sólo la demolición, explica de Graaf, sino que no han sido sustituidos por nada: ni por unidades ni por nuevos programas de vivienda social. Porque el Estado Benefactor ya no existe. Y porque la movilidad social hoy ya no se hace en concreto, ni en nada más. En un momento, Boyle juega con nosotros: el video de la demolición corre por unos segundos en reversa y la torre se levanta de nuevo entre una nube de polvo. Nostalgia y ficción. La oportunidad será, al final, de nuevo traicionada.
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