José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
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18 agosto, 2016
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
José Ignacio Lanzagorta es antropólogo y politólogo. Actualmente estudia la Zona Rosa. Tomando como punto de partida este espacio emblemático para la vida nocturna de la ciudad —que no solamente alberga vida gay—, abordamos la manera como se construyen los espacios urbanos según ciertas prácticas afectivas. “Las identidades necesitan de lo urbano”, nos dice Lanzagorta en esta adición a Ciudades paralelas.
Suele pasar que los trabajos académicos inician por un interés personal. ¿Por qué abordar Zona Rosa?
Precisamente es una pregunta muy personal. Me gusta mucho la Ciudad de México y la estudio. Como antropólogo urbano me dedico a recorrer esta ciudad y desde luego tengo una especie de fetiche por las cuestiones patrimoniales, antiguas, etcétera. Mi vida siempre ha girado alrededor del Centro Histórico y otros enclaves, sobre todo coloniales. Por azares del destino, a la hora de plantear una investigación de antropología, me encontré con varios problemas. Por ejemplo, el Centro Histórico está saturado de investigación, tanto de México como de otros países. Fernando Carrión menciona que es un objeto de deseo. Él se refiere a una cosa de mercado, de política pública y también de la investigación académica. Tomando un curso de historia de género, decidí pensar la Ciudad de México en términos de problemas de género. Y el primer lugar que me vino a la mente fue la Zona Rosa. La frecuento… O bueno, la frecuentaba. Ya no soy mucho de salir a antros y a bares, pero tuve una temporada en la que sí y ese era el sitio que concentraba la oferta que a mí me interesaba. Zona Rosa despertó un interés enorme en mí, era salirme de las cuestiones del patrimonio para irme a algo que no había sido explorado por mí al menos en términos académicos. Ya planteé el proyecto de investigación, pero falta todavía un largo recorrido de etnografía, de archivo, de revistas…
Mencionaste patrimonio, y Zona Rosa es considerada por muchos como tal. ¿Crees que sea técnicamente correcto pensarla así? Esta clase de sitios que albergan a una comunidad en específico –llamémosle guetos-, ¿pueden ser tomados como patrimonio?
¿El gueto como patrimonio? ¿La Zona Rosa puede ser nuestro Chueca, nuestro Greenwich Village? Hay muchos elementos por los que sí y hay muchos por los que no. Zona Rosa tiene una trayectoria muy particular que, claramente, cita y referencia a los otros grandes barrios gay de Occidente. Pero, de entrada, para hacer un discurso de lo patrimonial necesitas una retórica. Stonewall, por ejemplo, tiene la retórica: ahí surgió una lucha, un enfrentamiento con la policía. Nosotros no tenemos un relato así. Carlos Monsiváis lo construyó a partir de la fiesta de los 41, un evento que ocurrió en el Porfiriato, y no se asoció esa fiesta a un espacio urbano como tal. Aunque, míticamente, está la casa en la Colonia Tabacalera, no dijimos que hubiera un gueto o un espacio donde se dieran estas transgresiones. Décadas más adelante, sí hay toda una movida que decirle gay o transexual la reduce. Nombrémosla transgresora, en términos sexuales. Esa movida estuvo muy vinculada al mundo intelectual, contestatario de la época, como Salvador Novo y compañía. Otra vez vemos una ausencia de lo urbano, de un anclaje como tal. Tiene sus diferentes territorios, zonas que no se vuelven de gueto pero sí de apropiaciones, donde intervinieron actores críticos al régimen, como escritores, pintores, siempre en una onda muy bohemia. Vemos espacios marginales en el Centro Histórico, como Garibaldi, específicamente. Zona Rosa, después, se vuelve el lugar que puede darle cabida a una expresión global y cosmopolita de una identidad homosexual en desarrollo que es, puntualmente, la identidad gay. Esto habla de muchas particularidades. Mientras que en París, en Madrid, en Nueva York, en San Francisco sí podemos hablar de una concentración de espacios o barrios dedicados a transgresiones sexuales, en la Ciudad de México empieza una concentración a finales de los años setenta que no suspende otro tipo de sociabilidades en el resto de la ciudad. Se puede decir que son espacios deprimidos, con una baja densidad habitacional, pero céntricos y con una buena infraestructura urbana que después son apropiados por grupos marginales y que por eso se vuelven un gueto… Pero en la Ciudad de México esa definición no es del todo clara. En los años sesenta, cuando empiezan a surgir los primeros barecitos gays, como El Safari, también se está vinculando a toda una nueva generación de intelectuales transgresores: Cuevas, Monsiváis, Carlos Fuentes, Gonzalo Martre, quien escribe justamente una novela sobre El Safari. En fin, los que se autodenominaban “La Mafia”. En ese momento, la Zona Rosa está en ebullición. Es un lugar con tantas ocupaciones tan intensas. Asisten burgueses, asisten bohemios, asiste la poca escena hippie. Es el centro cosmopolita de la Ciudad de México, claramente de clases medias y altas. Aunque si tú vas a preguntar a las clases altas, te la ponen como la zona en la que ellos se metían en problemas por estar ahí. Si preguntas a los hippies, te dirán que era una zona súper snob. Estas fragmentaciones continúan toda la década de los setenta hasta principios de los ochenta. Agarras una revista Tiempo Libre de 1982 y te encuentras que gran parte de la oferta nocturna estaba en la Zona Rosa. Claro, después del 85 hay una dispersión en toda la ciudad y una de las ocupaciones que se quedan ahí es, justamente, la actividad gay. Pero sigue habiendo varios núcleos fuera y dentro de la ciudad de bares gay, como el Spartacus en Ciudad Nezahualcoyotl, que existe desde principios del proyecto de Neza. Es bastante interesante, porque decir que Ciudad Neza es marginal podría ponerse en duda. Tiene un proyecto que no es para nada improvisado y tiene su bar gay que hasta la fecha sigue —me parece es el más antiguo de la ciudad. Alrededor del Parque Hundido, a finales de los setenta y principios de los ochenta, se concentraba una serie de bares, y no solo eso: ligue en la calle y sexo en parques públicos. Era otra zona fuerte en concentración. Decir que Zona Rosa es una más es injusto, porque empieza una concentración muy fuerte, pero no se sostiene o no se justifica como gueto, y la cosa fundamental que la distingue de perímetros que sí son guetos es que no es un lugar de vivienda. Gays y lesbianas y trans no se van a vivir a la Zona Rosa. De entrada, la Zona Rosa no está bien adecuada para vivir. Hay muy poca gente viviendo ahí, desde que existe. Y esa es otra: en esa lógica que la busca como una zona patrimonial por sus casas porfirianas… Lo que hoy llamamos Zona Rosa es posrevolucionario, de los años veinte. Se construye con un estilo nostálgico del porfiriato y las construcciones se ven más viejas de lo que son. La idea de que fuera una zona habitacional parece que nunca ha cuajado del todo. Ciertamente se habitaba más en la Zona Rosa en los años sesenta, pero después del terremoto se deshabitó.
Si no se puede hablar de gueto, y tampoco de patrimonio, ¿por qué existe una iniciativa por rescatar la Zona Rosa?
Es interesante el discurso de rescate. Se habla del rescate desde la década de los setenta. ¡Es impresionante! La están rescatando desde entonces. Empieza a existir un discurso de patrimonio oficialista desde hace poco. En el gobierno de Ebrard trataron de hacerla barrio mágico en ese programa de barrios mágicos que no funcionó para nada. Decretaron 15 barrios mágicos en la ciudad y la Zona Rosa era uno de ellos, el menos parecido a los otros. Casi todos eran antiguos pueblos coloniales que se tragó la ciudad. Este y Santa María La Ribera eran los únicos del siglo XIX que se consideraron barrios mágicos. Hay varios discursos patrimonializantes que ya no van por el lado de lo gay, que van por este lado de hablar de los días en los que se concentró la intelectualidad de la generación de La Ruptura en los años sesenta. Es una repetición constante que la encuentras desde Vicente Leñero , que lo escribió como tal en esa década, hasta una columna de Guadalupe Loaeza que habla de las mansiones porfirianas en el abandono y que ahora son boutiques y restaurantes y escuelas de idiomas. Un discurso de nostalgia muy fuerte y en eso son muy ilustrativos textos como los de Loaeza. Alimentan un imaginario de la ciudad que se construye y se apropia. No es nada raro escuchar que la Zona Rosa en particular ya no es lo que era, que ahora es de puro table y lugares gays y lugares decadentes, y que tuvo tiempos de gloria, tiempos que estaban absolutamente vinculados a un discurso cosmpolita. Todo el mundo habla de diseñadores que vinieron de París. La galerías de arte, por supuesto, juegan un papel muy importante en el discurso de Zona Rosa como patrimonio. Esa nostalgia por esa Zona Rosa que fue la de Carlos Fuentes, de la columna de Agustín Barrios Gómez llamada Ensalada Popof, donde hablaba de todo el chisme sobre las élites que iban a la Zona Rosa, es lo que ciertamente impulsa muchos de los proyectos de recuperación. Es un poco una cuestión de clase y una cuestión meramente urbanística. Después del terremoto hubo un deterioro durísimo no solo en la Zona Rosa, pero también en toda la región. Desde que empieza el Bando 2 con su intento de redensificar las zonas centrales, la Zona Rosa es un problema. A pesar de que hay un deterioro en sus edificaciones y en su densidad habitacional, no decaen sus actividades económicas, sigue estando muy viva. Incluso en los noventa, quizá la peor década para el Centro Histórico, para la Doctores, la Roma, para esos días la Zona Rosa seguía viva. Sí se había dispersado la vida nocturna, pero seguía concentrando un montón, y no solo de antros gays. Siguen sobreviviendo restaurantes de su época de gloria, como el Bellinghausen, que hasta la fecha ahí sigue.
Creo que la Zona Rosa en los noventa cumple una serie de demandas urbanas que no distingue de clases sociales. El ambiente gay de esa década es importante. Si tú eras un hombre gay en la Ciudad de México, probablemente tu mejor oferta de cualquier cosa –ligue, cerveza- estaba en la Zona Rosa, sin importar si eras proletario, clase media, lo que fuera. Desde luego, ibas a encontrar diferentes lugares con diferentes precios, pero ahí es a donde ibas. A los mejor encontrabas el Spartacus en Neza, pero vamos, eran sitios bastante más aislados. También si eras un hombre heterosexual casado y con hijos buscando algunas aventura, la ibas a encontrar la Zona Rosa.
Podrías decir que, como lugar de reunión, ¿la Zona Rosa ha perdido significados? ¿O qué nuevas “funcionalidades” ha adquirido?
Siempre depende de muchas cosas cómo ocupas la ciudad, depende de muchas identidades: edad, género, orientación sexual, todo. Ahora, sin duda, es un espacio juvenil. Aunque hay oferta: yo si quiero ir a la Zona Rosa, puedo encontrar. También depende de eso, tu relación con la ciudad depende también de tu estado civil. Si yo fuera soltero, regreso a la Zona Rosa como consumidor, no como investigador. ¡Es muy probable! O bueno, a practicar sociabilidades de soltero…
En otra conversación, Guillermo Santamarina nos mencionó que era un lugar un tanto discriminatorio…
Ahí yo me peleo con gran parte del canon de investigación sobre las prácticas urbanas, sobre todo de los hombres gay. Se ha vuelto una especie de lugar común decir –es un lugar común muy sustentado, pero lugar común al fin- decir que la identidad gay es clasista, la del hombre blanco con ciertos gustos y ciertas capacidades de consumo, y que el antro gay es el espacio por excelencia dedicado a ese nicho, y todos los demás que no embonen en eso van a ser marginados de alguna u otra manera. En mi experiencia como antropólogo, y no solo durante esta investigación –también hice una investigación sobre la Glorieta de Insurgentes-, veo que hay un montón de identidades de clases sociales, de perfiles étnicos –esa palabra, en el contexto mexicano, es complicadísima-, de gente que se asume o que se describe como gay y que no son hombres blancos, ricos y que ni siquiera se visten como en la televisión. Zona Rosa ahorita tiene una oferta muy grande. Hay cabida para muchos cuerpos, muchas vidas, muchas edades. Justo te estaba diciendo que es un espacio juvenil, pero hay un par de bares donde puede ir un hombre de 50 años y sentirse perfectamente a gusto. Hay bares para lesbianas, para chavitos… Alguna vez Tito Vasconcelos, en los noventa, tuvo uno que era de tardeada, y estaba hecho para menores de edad. El lugar abría a las cuatro de la tarde y cerraba a las nueve, diez de la noche. No servía alcohol. Y era para que asistieran estudiantes y servían refresquitos. No había una discriminación tan intensa por clase social. Bajaron mucho los precios de los antros. Había uno en la esquina de Amberes y Reforma, el más caro y que hace diez años cobraba algo así como 200 pesos el cover, para ese mismo lugar ahora cuesta 40 pesos. Sigue siendo un cover, sigue siendo prohibitivo para mucha gente, sobre todo para los más jóvenes, pero ese es el precio caro ahorita, el fresa. Antes, los chavos de la Glorieta era una especie de marcha, al estilo madrileño, y se iban a parar afuera del bar, a veces no consumían, a veces sí, pero el chiste era ligarse a alguien que les pagara la bebida. En el ambiente, se les llama muy feo: chichifos. El punto es que por supuesto que hay discriminación de clase, de raza, de tipo físico, en el ligue, en el acceso a ciertos lugares, en cómo te sientes en diferentes antros, pero hay antros donde eso es más intenso o menos intenso. Muchos antropólogos, cronistas y demás van a pararse al antro donde está ocurriendo esa discriminación y no se paran en donde no. Negar que existen prácticas discriminatorias, agresivas y fuertes, no lo vamos a negar, pero dárselas a todo el carisma de la zona es no ver mucho de lo que sí está ocurriendo ahí. Hay, por ejemplo, un lugar que existe desde 2007 un bar dedicado a los famosos osos. Es un espacio donde caben cuerpos gordos, ¡y qué maravilla! Bueno, te metes a la discusión y es de todos los días leer “pues los osos no son hombres gordos, son en realidad hombres fornidos y peludos”. Hay un tipo ideal de hombre oso, a pesar de que en México solo podrías encontrar a tres. Y no importa, a pesar de que no hay ese tipo ideal de oso, llegas a El Nicho –así se llama el bar- y encuentras a hombres, sí, con un sobrepeso tremendo, a veces no tan tremendo, generalmente lampiños, no musculosos, están en un lugar donde se sienten bien y no son mal mirados por tener sobrepeso. Y no solo: conseguirán un hombre ligue. Y no solo eso: a los hombres delgados y maravillosos y con cuerpos perfectos que les gustan los hombres con sobrepeso, ahí los van a encontrar. A lo que voy es que la oferta está muy diversificada, aunque ya lo estaba desde antes. Aunque ahora está diversificada por esta expansión del mercado sobre consumidores gays. David Harvey dice que una de las pocas ventajas de esta etapa del capitalismo es la pulverización de mercados en la que con tal de sacarles rentas a cualquier tipo de prácticas de consumo vas a reconocerles derechos. A base de eso, hemos logrado que más gente quepa en la Zona Rosa, no solo los hombres blancos que escuchan a Madonna y que pueden ir a viajar a hacer shopping en Estados Unidos. Ya hasta hay una pulquería gay. Digo, podría verse con sospecha. ¿Es pulquería en el sentido popular o pulquería en el sentido de apropiaciones hipsters? Hasta donde me he asomado, es una sucursal de los cabaretitos y es para gente muy joven. Una de las maravillas es que, al cargar un estigma, en este caso la diferencia sexual, todas las otras diferencias se diluyen o son menos importantes. Hay una normalización de la identidad gay, en particular, se empiezan a volver importantes las diferencias.
Entonces, si Zona Rosa no es la única que encierra la diferencia sexual, ¿de qué manera una comunidad articula en la ciudad de México sus necesidades de lo público?
Aquí hay un gran problema y creo que estamos en un momento de transición. A medida que la orientación sexual transgresora se vuelve aceptada, entran las regulaciones y las ideas sobre los espacios públicos y los privados para vivir esa orientación sexual. Y estamos viviendo un momento de transición, largo, y que lleva 15 años ocurriendo, que se refiere a esta organización de lo público y lo privado. Si tú tienes una orientación sexual distinta a la hegemónica, tu necesidad no es urbana, es una necesidad sexual. Esa necesidad se va a traducir en términos de requerimientos espaciales, de donde puedo vivir esta diferencia. Si estás en un pueblito chiquito donde las únicas tres personas que comparten tu orientación no te lo van a decir y tú no te vas a enterar, será muy difícil. La ciudad resuelve muchos problemas espaciales gracias al anonimato. Si bien, no he comparado otras ciudades, pienso que la Ciudad de México es particularmente intensa es en el ejercicio de transgresiones sexuales en el espacio público, y se hicieron ciertos hábitos de ligue y encuentro que tuvieron anclajes de 40 años. Estoy hablando, justamente, de la llamada “Esquina Mágica”, que aparece en la novela de Luis Zapata, El vampiro de la colonia Roma, que estaba en Insurgentes y Baja California y que era todo un corredor que iba desde ahí hasta la Glorieta, y ahí se paraban los hombres a ligar. Se paraba uno, esperaba que llegara otro, y el encuentro se concretaba a partir de las miradas. Muchas veces, la relación sexual ocurría en una callecita oscura, en algún arbusto, en parques públicos. Como la famosa “Esquina Mágica”, había varios sitios en la ciudad, y siguen existiendo. Hay unos que son, o fueron, muy sabidos, como el “Caminito Verde” en la UNAM, que no solamente era para relaciones homosexuales. Además, están otros hábitos muy enraizados en las culturas urbanas homosexuales que son los baños de ciertos restaurantes, y en el caso de México son los Sanborns. Con la aparición del antro inicia una práctica que se sigue remitiendo a la necesidad de encuentros sexuales. El bar empieza, en Occidente, con el concepto del cuarto oscuro. El bar debe tener una parte donde los hombres deben tener una relación. Estuvo El Taller, uno de los bares más viejos que hubo en la Zona Rosa, tenía un sótano oscuro. Ahora quedan pocos porque, al irse regulando estas separaciones entre lo público y lo privado, un bar con cuarto oscuro es considerado de mal gusto y te expones a que te lo clausuren. Queda en la Ciudad de México uno. La Casita es otra cosa: cuartos oscuros completos, no es un bar que tenga atrás un cuarto oscuro. En ese tipo de lugares, se ha notado un cambio en la exposición que tienen en la oferta de la ciudad, y tiene que ver con el cambio de los discursos de aceptación de ciertas prácticas. La Casita, y muchos otros lugares –había más, particularmente concentrados en la Cuauhtémoc-, eran eso, casas, espacios… Ante la dificultad de concretar una relación sexual, estos espacios cubrían esa demanda. En otros lugares, como Europa o Canadá, estaban los famosos saunas, espacios más ordenados, como lo fue Sodome, el primer sauna que abre en la CDMX con toda la formalidad de un sauna europeo, donde justamente estaba ordenada la sexualidad: entras, pagas, dejas tu ropa en un casillero… Es como un Disneylandia del sexo gay. En La Casita no funciona así, y había otros, muy efímeros, que tenían nombres como El Fuck. Y era una casa, oscura, con las ventanas tapiadas, y haces lo que tú quieras.
Hablas de cómo el espacio público se usa según los discursos. ¿Qué papel crees que juegan las apps de ligue?
Es la parte que menos tengo explorada, tengo salvo hipótesis. Grindr y similares llegan a eliminar la variable espacial aunque también te permiten encontrar gente como tú. Ya no tienes que salir a buscarlos a la “Esquina Mágica”, a los bares, a La Casita. Ya están en el teléfono, y desde ahí puedes concretar el lugar de encuentro. Lo que he visto en términos estadísticos, la presencia de las apps subió la cantidad de relaciones sexuales. Al quitarle la necesidad de espacios, tal vez el sexo se vuelve más fácil. Yo creo que la tecnología no suple las calles. La transgresión sexual no es solamente la necesidad de una relación sexual en específico. Involucra muchas identidades, y esas son muchas y muy volátiles. Si vas a ejercer una identidad, lo primero que necesitas es gente como tú. Para eso necesitas algo que no sea Grindr, que se remite solamente al sexo. En un encuentro de Grindr, normalmente no necesita que caiga bien la persona con la que un hombre está teniendo el encuentro, ni siquiera necesita saber su nombre. A la hora de incorporar una identidad, necesitas que te caigan bien, hablar, compartir códigos, el joteo. Todo eso requiere de la ciudad. Cuando surge una nueva tecnología, tiendo a pensar en catástrofe. Dentro de la normalización de la diferencia sexual, ¿se acabarán las identidades, y dejarán de permearse? Me preguntaba si tener una relación homosexual sería tan normal, que la tienes solamente con gente de tu clase social. Parece que no. Parece que todavía necesitamos eso: derivar diferentes sexualidades. Creo que hay 400 identidades gay distinta, y la ciudad genera los espacios paa albergarlas. Y menos si todavía tienes embates de la Iglesia diciéndote que estás mal. Si tienes todavía eso encima, necesitas agarrar a tu gente y encarar a quien te está representando cualquier tipo de opresión.
¿Piensas que la Ciudad de México es pública en términos de afectividad?
Claramente si hay una pareja lésbica u homosexual en la Cuauhtémoc que en otra delegación. Gente de clases sociales medias o altas creen que hay más homofobia en zonas más populares, y se atreven menos a mostrar sus identidades sexuales. No es claro si eso es cierto. En la Zona Rosa a mí me ha tocado ver expresiones homofóbicas muy evidentes. En la Glorieta era cosa de estar sentado una hora para que alguien le gritara a algo, sobre todo a alguien trans. Vi en Génova que un automovilista gritara “pinches putos” a una pareja tomada de la mano. Digo, es el peor lugar para hacerlo. En seguida tuvo una rechifla de toda la zona. Puede ser algo exclusivamente anecdótico. Hay otras zonas privilegiadas, como Coyoacán, que permite ese tipo de transgresiones. Eso en cuanto a lo gay. Me parece que hay zonas que por alguna razón se vuelven seguras para expresar diferencias sexuales, y la Zona Rosa por excelencia lo es, pero creo que esa seguridad no se divide a partir de clases sociales o de colonias. Es probable que en las inmediaciones del Spartacus sea posible. Hay una zona de antros gay en Izcalli, que es una pequeña Zona Rosa, donde hay vida gay. Son espacios más pequeños, por supuesto, pero me parece que ahí es más seguro. Por el contrario, habría que ver Polanco, que se supone es cosmopolita, zona de esparcimiento para las clases altas de la ciudad, tiene sus antros gay. Aunque los antros gay de Polanco todavía están en lugares relativamente ocultos. El objetivo es que no te vean entrar. Creo que no es tan común ver expresiones homoeróticas en Polanco, y son muy malmiradas. Incluso, los mismos gays, muy fresitas, consideran que es de mal gusto exprsar afectos de manera pública. ¿Hay un sesgo económico? La distancia económica entre la Condesa y Polanco es prácticamente nula, y en la Condesa sí se puede. Pero sí hay segregación, pero si se puede ver que hay necesidad de delimitar espacios para hacer públicas cosas que en otros lados no lo son, pero es muy dinámico. No podemos reconocer, ni siquiera en la historia, una línea recta que marque de menos a más el reconocimiento de estas afectividades. Hay etapas donde es menos fácil expresarse, y hay etapas en las que es más fácil. Creo que venimos de una, de mediados del siglo XX, donde no se podía nada. Creo que en la Zona Rosa, si ves a un par de afeminados, arreglados al estilo queer, y que sean muy morenos, nadie les va a decir nada. Y lo mismo si los vieras güeros, bajándose de un BMW, y que se mandan un beso, tampoco. Poder expresar en estas áreas transgresiones sexuales no está tamizado por clases sociales. Mucha gente dice que sí, pero yo creo que no.
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