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¿Y si el futuro está en el campo?

¿Y si el futuro está en el campo?

29 noviembre, 2017
por Pablo Lazo

Llevo más de 20 años trabajando con las ciudades y sus diferentes actores. ¿Cómo pueden mejorar la calidad de vida de sus habitantes; cómo pueden reducir los riesgo ante eventos catastróficos; cómo pueden planificarse mejor a largo plazo; cómo la arquitectura se inserta en todo este proceso? Y sin embargo, ahora comienzo a pensar que el campo es el futuro. ¿Por qué?

No soy el único que piensa esto. Entre otros, Rem Koolhaas dice que investigará el countryside porque nadie ha evaluado esta “otra” alternativa. Ambos coincidimos en un fenómeno: el campo está cambiando mucho más rápido y radicalmente que las ciudades –que, en cierta forma, siguen teniendo la estructura básica de coexistencia de la metrópolis griega de la antigüedad.

Me percate de esto al viajar frecuentemente durante el último año a Valle de Bravo –ese pequeño pueblo mágico en el Estado de México. Comencé a percibir una serie de cambios drásticos; el pueblo ha venido creciendo en extensión pero, al mismo tiempo, cada vez menos gente vive en él. Un personaje que encontré cerca del embarcadero, pensando que era un local, resulto ser un colombiano de Cali que llego para trabajar en el negocio de diseño de sitios web. El olor a pueblo desapareció y emerge un aire de cultura minimalista que empapa todas las calles y a sus ciudadanos. Los plantíos de maíz son cuidados ahora por quien sabe quién; aquella zona de Acatitlán emerge como un lugar para turismo de aventura y coffee-shops que venden productos vegetarianos. Lo que eran sembradíos de flor coquito, abre paso a una serie de tiendas de productos orgánicos. Los empleados de tiendas ya no son de Toluca sino de la Ciudad de México o vienen de más lejos. Todo esto ha hecho que Valle de Bravo haya crecido en un 5% en el último año.

Este minúsculo ejemplo me llevó a observar el campo en distintos países en América Latina. Confirmando lo que Nick Cullather llama el back-of-house –la trastienda de las ciudades– para denominar al campo y cumplir con su función de espacio para cultivar y mantener recursos para las crecientes ciudades. El colosal crecimiento y evolución del campo en esta fábrica de comida con rigor cartesiano es una realidad en todos los países de América Latina. La transformación rural ha sido ubicua y radical. Diferente en cada parte del mundo pero nada agradable para el ojo; la escala de transformación va mucho más allá de los campos de vivienda social que aparecen en las ciudades.

En el valle central de California, por ejemplo, un área de ochenta mil kilómetros cuadrados está cubierta por satélites que transfieren información a la laptop del granjero y se obtiene un nuevo mapa desde el cual se programa a los tractores robotizados para iniciar las labores de cultivo. Este proceso deja una huella en todo el valle central que divide a California por mitad.

Argentina ofrece otra muestra distinta. Con la transformación del campo durante los doce años de Kirchnerismo, sólo la Provincia de Buenos Aires mantiene sus campos de cultivo y su conectividad; el resto sufre la desconexión de la red carretera –alguna vez la mayor en América Latina. Ciudades antiguamente conectadas ahora sufren un aislamiento brutal y sin embargo el resultado sorprende. A veces ha llevado a una mayor sensación de serenidad: aprovechando al máximo una condición involuntaria de estar fuera de la red. En la región patagónica, se da una proliferación de museos campestres, donde se celebra todo el estilo provincial. Superpuesto a todo esto está el impacto del calentamiento global: derritiendo el permafrost en el sur, destruyendo estructuras e infraestructura, con nuevos territorios que se vuelven aptos para la agricultura y así pronto veremos campos de cultivos en regiones semi-patagónicas.

¿Y qué hacemos los arquitectos? Mirar y aprender.

Como arquitecto viviendo en Los Ángeles, estoy fascinado por los efectos urbanos de la propaganda de Silicon Beach. Esta nueva escala de los data centres: edificios cada vez más grandes –el más claro ejemplo es la planta de prueba de Tesla cerca de Reno, Nevada. Al parecer, entre más automatizado sea el proceso de ensamblaje, la escala humana se vuelve más irrelevante.

Aquellos invernaderos que uno puede ver en las afueras de Toluca, denotan que el nivel de luz es el mínimo para que los humanos puedan trabajar, pero es el patrón exacto para generar el crecimiento óptimo de las plantas o flores que se cultivan. Dado este crecimiento desmedido de los edificios en el campo y la creciente reducción de presencia humana en los mismos, la arquitectura puede radicalizarse.

Actualmente la aparición de estas enormes cajas en el campo genera una nueva estética. Estamos siendo testigos de esta muestra de algo sublime. Esto tendrá repercusiones, y no sólo para la arquitectura sino para todos los ciudadanos. Es algo cautivador y recuerda aquella imagen de las bodegas de vino en el valle Napa de Herzog & de Meuron. ¿Será un nuevo código de belleza que nos sorprenda?

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