Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
13 agosto, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Cuando nuestros ojos se detienen en una pintura de Rembrandt, nuestra mirada se vuelve pesada, bovina de algún modo.
Jean Genet
Esto es una escultura, por supuesto. Eso dijo Rosalind Krauss al final del párrafo que describe Perimeters/Pavilions/Decoys, obra de Mary Miss, hecha en 1978 —que es una excavación en la tierra, apuntalada con postes de madera, y con una escalera, también de madera, que permite descender al fondo— y con el que abre su hoy famoso ensayo “La escultura en el campo expandido”, publicado en 1979. Para Krauss, desde los años 60, con el land art, la escultura había entrado en una condición en la que se definía por la combinación de exclusiones: pese a estar en el paisaje y tener las dimensiones de un paisaje, no es paisaje; o pese a tener el tamaño y la conformación de una obra de arquitectura, no es arquitectura. El trabajo de Robert Irwin, Walter de Maria, Robert Smithson, Christo y, claro, Mary Miss, entran o abren esta categoría de obras que no son paisaje ni arquitectura pero, por supuesto, son esculturas.
A finales de julio se abrió —si así se puede decir— la obra de Marguerite Humeau titulada Orisons, que en las categorías del arte contemporáneo se clasifica como landart o earthwork, y cuenta con una extensión de 160 acres —casi 65 hectáreas—. Orisons se encuentra en el Valle de San Luis, en Colorado. El valle es parte de los territorios que México “cedió” a los Estados Unidos tras la invasión de 1848 y cubre una superficie de más de 21 mil kilómetros cuadrados a una altitud, similar a la del Valle de México, de 2,300 metros sobre el nivel del mar. Sus ocupantes originarios son los Kapote y los Ute, y actualmente la mitad del territorio es propiedad privada dedicada al cultivo. Durante las últimas sequías el valle ha padecido por la escasez de lluvias, lo que algunos expertos ya califican como algo más que una sequía: desertificación.
Marguerite Humeau nació en 1986 en Francia y vive en Londres, donde estudió en el Royal College of Art. Su trabajo, según puede leerse en el sitio de la galería White Cube, “recorre grandes distancias en el espacio y el tiempo, desde la prehistoria hasta mundos futuros imaginados, en su búsqueda de los misterios de la existencia humana. Ella da vida a las cosas perdidas, ya sean formas de vida que se han extinguido o ideas que han desaparecido de nuestros paisajes mentales. Llenando vacíos de conocimiento con especulaciones y escenarios imaginados, su objetivo es crear nuevas mitologías para nuestra era contemporánea.”
En una entrevista con Maura Thomas, Humeau cuenta que a principios de 2020, antes de que se decretara la pandemia, Cortney Stell, curadora en jefe de Black Cube Gallery, la invitó a proponer un proyecto en el lugar de su elección. Se atravesó la pandemia y la propuesta quedó en pausa. Mientras tanto, Humeau investigaba la relación entre las hierbas y el suelo en el que crecen, lo que la llevó, entre otras cosas, a las imágenes aéreas de los círculos de cultivo intensivo en el desierto, que también pueden verse en el Valle de San Luis. Humeau le escribió a Stell que quería encontrar un círculo de esos para transformarlo en landart, y la galería Black Cube hizo la investigación hasta encontrar la granja Jones Faras Organics, quienes lo cedieron.
A Humeau la presentan como una investigadora infatigable, y entre los temas que estuvieron al inicio de Orisons, estuvo la misma idea de lo que es eso llamado land art. En otra entrevista, Humeau explica que, tras reflexionar sobre la idea asumida de que el land art es una obra de dimensiones tales que puede ser vista desde el aire, pensó que quería que su “trabajo tratara sobre nuestra relación actual con el medio ambiente como humanos en la Tierra, es decir, tocar la tierra lo menos posible físicamente (casi hasta el punto de que la intervención artística o poética se vuelve invisible), pero creando una obra de arte impactante, lo que sería intensificar, apoyar y celebrar la presencia de todos los seres vivos, en descomposición, muertos o latentes en el sitio, seres físicos, históricos, espirituales y mitológicos.”
En un texto titulado ¿Cuál es el papel del land art en una era de devastación ambiental?, Megan O’Grady inicia su descripción de Orisons de este modo:
Los visitantes pasan junto a una puerta para ganado en desuso. Oxidada, torcida, es el tipo de reliquia fantasmal del pasado en el que uno vislumbra el futuro. Al reconocerla como un ready-made, Humeau la dejó ser, instalando una simple banca en su interior. Construida con ladrillos hechos a mano por el arquitecto Ronald Rael, la banca permite a los visitantes sentarse aproximadamente a la altura de una vaca, rindiendo homenaje a sus antiguos usuarios bovinos. Pero no es, por supuesto, la perspectiva de la vaca lo que hace que la cerca del ganado sea interesante; es la nuestra, el de un ser humano del siglo XXI, capaz de percibir en ella la poesía oscura y la dialéctica sensual entre la naturaleza y los vestigios inquietantes de un pasado humano ya superado.
En su Teoría de la religión, Georges Bataille escribió:
No hubo paisajes en un mundo en el que los ojos que se abrían no aprehendían lo que miraban, en la que, a nuestra medida, lo ojos no veían.
¿Cuál es esa medida del hombre que hace que los ojos vean y aprehendan lo que miran? En otro texto, publicado en el sexto número de la revista Documents, que el dirigía, y titulado “El dedo gordo”, el mismo Bataille decía:
El dedo gordo del pie es la parte más humana del cuerpo humano, en el sentido de que ningún otro elemento de este cuerpo se diferencia tanto del elemento correspondiente del simio antropoide (chimpancé, gorila, orangután o gibón). Esto se debe al hecho de que el mono es arbóreo, mientras que el hombre se mueve por el suelo sin agarrarse de las ramas, haciéndose él mismo un árbol, es decir, elevándose derecho en el aire como un árbol, y tanto más hermoso cuando su erección es correcta. La función del pie humano consiste, pues, en dar firmeza a esa erección de la que tanto se enorgullece el hombre (el dedo gordo, dejando de servir para el posible agarre de las ramas, se aplica al suelo en el mismo plano que los otros dedos).
No sin jugar con el doble sentido —y la reducción de la humanidad al género masculino—, Bataille explica que la orgullosa erección que hace posible el dedo gordo, no sólo libera la mano para dedicarla a la fabricación de herramientas, sino que, al levantar la cara en un plano distinto al de otros animales, nos coloca de frente a un mundo objetivo y nos abre, literalmente, el horizonte. De nuevo en Teoría de la religión, Bataille explica la animalidad —aclarando que desde un punto de vista estrecho y discutible— como inmediatez o inmanencia: el animal no se distingue a sí mismo del medio en el que vive:
La distinción pide una posición del objeto como tal. No existe diferencia aprehensible si el objeto no ha sido puesto. El animal que otro animal devora no está todavía dado como objeto. No hay, del animal comido al que come, una relación de subordinación como la que une un objeto, una cosa, al hombre, que rehusa, a su vez, a ser mirado como una cosa.
Y si bien el andar erguidos en dos patas, con la cara levantada y la vista fija en el horizonte, es una característica común a la mayoría de las personas humanas —a partir, claro, de cierta edad—, la separación del entorno, la constitución de una diferencia —de hecho ontológica—, el humano erecto y lo otro, el mundo, quizá no se piense y viva de la misma manera en todas las culturas. En su libro Sexual Personae. Art and Decadence from Nefertiti to Emily Dickinson, la polémica Camille Paglia, tras afirmar que “la sociedad es un sistema de formas heredadas que reducen nuestra humillante pasividad ante la naturaleza”, hace de la mirada, de cierto tipo de mirada —“la mirada contemplativa y conceptual, la mirada del arte”— a la vez invento y origen del pensamiento occidental, que, erguido, deja de ver a la tierra y adorar diosas femeninas, y vuelve su mirada a los cielos y sus astros. “El ojo occidental hace cosas, ídolos de objetivación apolínea”. También dice que “si la civilización hubiera sido dejada en manos femeninas, seguiríamos viviendo en chozas de paja.” Escrito en 1990, hoy, cuando el Antropoceno es ya un término común —que además de recalificarse como Capital0ceno, como proponen Jason Moore y Donna Haraway, hay que pensar como Androceno—, cabe preguntarse si la civilización femenina de chozas de paja hubiera estado tan mal. En todo caso, si el horizonte es un producto de la mirada del hombre —occidental—, ¿cómo mira el horizonte una vaca?
En los años 50, durante su estancia en Londres, el escritor francés Jean Genet vio por primera vez un cuadro de Rembrandt y quedó fascinado por su obra. En 1958 publicó un texto sobre el pintor y siguió trabajando en otros para un posible libro. También en los años 50, Genet conoció al joven Abdallah Bentaga, quien sería su amante. Bentaga era malabarista y funambulista, y Genet lo animó a ejecutar acrobacias cada vez más arriesgadas. Un día Bentaga cayó de la cuerda floja y, a causa del accidente, jamás pudo volver a caminar sobre ella. Terminó suicidándose en 1964. Genet se sintió responsable de la muerte de Bentaga y quemó todos los manuscritos que guardaba en una maleta, incluyendo lo que había escrito sobre Rembrandt. Sólo quedan dos textos: “El secreto de Rembrandt”, y “Lo que queda de un Rembrandt partido en cuatro pedazos iguales y tirado por el escusado”,que se publicó en 1967.
Genet comienza ese texto contando un encuentro, una revelación:
Un día, al viajar en el tren, experimente una revelación: mientras veía al pasajero en el asiento frente al mío, me di cuenta de que cada hombre tiene el mismo valor que cualquier otro.
El encuentro fue tan instantáneo como accidental: cuando Genet levanta la mirada y ve hacia el frente descubre la del otro pasajero, que ha hecho lo mismo. Los dos se ven viéndose.
¿Experimentó él, ahí y entonces, la misma emoción —y confusión— que yo? Su mirada no era la de otro: era mi propia mirada lo que encontré en un espejo, inadvertidamente y en un estado de olvido de sí. Sólo puedo expresar lo que sentí de esta manera: yo flotaba fuera de mi cuerpo, por sus ojos, hacia el suyo al mismo tiempo que el flotaba hacia el mío.
Genet explica que no encontró esa experiencia nada placentera. La revelación de que, bajo su apariencia, ese hombre era igual a él, que había una comunión profunda entre ambos, le disgustó. Sin embargo, cuenta que pasó de la idea de que todo hombre es como cualquier otro hombre, a la de que cada hombre es todos los hombres. Y que incluso llegó a sentir lo mismo en los ojos fijos, pero que aún miran, de las cabezas de ovejas apiladas en el mercado.
¿Y Rembrandt? En la edición de 1967 en la revista Tel Quel, el texto de “Lo que queda de un Rembrandt” se publicó junto con aquél publicado primero en 1958, “El secreto de Rembrandt”. Junto, literalmente: Lo que queda en la columna izquierda, en redondas, y El secreto en la columna derecha, en itálicas. Así, a la revelación que Genet tiene en el vagón de tren al cruzarse su mirada con la del pasajero de enfrente y darse cuenta que cualquier hombre es igual otro, a todos, corresponde la afirmación de que “nuestra mirada puede ser veloz o lenta, lo que depende más de la cosa que vemos que de nosotros” y, casi inmediatamente, el que “cuando nuestros ojos se detienen en una pintura de Rembrandt, nuestra mirada se vuelve pesada, casi bovina.” Genet afirma que “algo la retiene, una fuerza pesada.” Para Genet, en la pintura de Rembrandt no hay “referencias a personas identificables”, no hay “detalles, características que hagan referencia a trazos de carácter, a alguna sicología individual” —excepto quizá, aclara, en la larga serie de autorretratos—. Y, sin embargo, no es porque los personajes que pinta sean “esquemáticos y, por tanto, despersonalizados.” Al contrario. Una capa de pintura tras otra, Rembrandt pinta cuerpos de carne que, dice Genet, “digieren, son cálidos, pesados, huelen, cagan.” En la pintura de Rembrandt, “el ojo reconoce el objeto al mismo tiempo que reconoce la pintura como tal.” Rembrandt, dice Genet, nos presenta la pintura “como una materia distinta que no se avergüenza de ser lo que es”. Para eso, sigue Genet, “Rembrandt tuvo que reconocerse como hombre de carne, de sangre, de lágrimas, de sudor, de mierda, de inteligencia y de ternura, de otras cosas también, ad infinitum, pero ninguna de ellas negando a las otras, de hecho cada una acogiendo a las otras.” Así, Rembrandt alenta y hace pesada nuestra mirada, como la de una vaca, “no sólo deteniendo el tiempo que hacía a sus sujetos fluir hacia el futuro, sino haciéndolo fluir haca atrás hacia eras remotas. Mediante esta operación, Rembrandt consigue la solemnidad. Así descubre por qué, a cada momento, cada momento es solemne: lo sabe desde su propia soledad.”
Dice Humeau que lo primero que se preguntó al empezar a trabajar en Orisons fue “cómo se entiende la escala, cómo se puede tener impacto” y revisó las grandes piezas de land art. Frente que se miden frente al paisaje con una escala monumental pera claramente visible, desde lejos, desde el aire, como una intervención hecha por el hombre —de Spiral Jetty de Robert Smithson a City, de Michael Hazer, más allá de sus muy distintas materialidades y modos de construcción—, Humeau optó, en cierto sentido, por desaparecer y dejar que la tierra misma —land— fuera el arte:
Pensé, antes que nada, que la obra es la tierra. Lo que hago como artista es sólo celebrar o ayudar o apoyar o sólo cuidar lo que ya está ahí. No se trata de dejar mi marca o algo de ese tipo. Primero, tenemos que detenernos y mirar, y para eso debemos poder reposar, recostarnos. Pensé que tal vez sólo habría que poner algunas bancas. ¿Cómo ayudo a los humanos a detenerse y mirar y ser testigos?
Para Humeau, esa experiencia de detenerse, mirar y ser testigos, es una experiencia que busca ser colectiva. No sólo trascender la individualidad subjetiva sino incluso la comunidad humana:
Estoy interesada en vincular, cuando hablo de seres vivos, no sólo los seres vivos que viven ahí, sino también quizá seres mitológicos que viven en la imaginación de los pueblos, en nuestros imaginarios colectivos. […] Para mi se trata realmente de cómo fundirnos con una vida entera más grande. De cierto modo, podemos hablar de un mundo postclima. Tal vez no debiéramos estar tan obsesionados con nuestra propia extinción; tal vez nos debería preocupar la vida, porque la vida nos sobrevive.
Orisons, palabra casi homófona con horizontes, viene del inglés antiguo orisoun, que a su vez proviene del anglonormando oreison, y ésta del francés antiguo oraisun, que finalmente deriva del latín oratio, orationem, raíz también de nuestra palabra oración. Orisons es un rezo, una plegaria callada, casi invisible, que, casi sin tocarlo —ya la mano del hombre, de ciertos hombres, desde la colonización hasta la crisis climática, lo ha trastocado lo suficiente— busca propiciar una experiencia de re-ligarse con un entorno y una vida mayor, mucho mayor que cada una de nosotras, pero que quizá revela, como la experiencia acaso mística de Genet en el vagón de tren y su lectura de la obra de Rembrandt, una comunidad posible, una mismidad en la otredad.
Los pueblos indígenas de todo el mundo están viendo y sintiendo los impactos del cambio climático y ya están preparándose para lo que vendrá a medida que el planeta sigue calentándose. Porque son cuidadores y observadores de la tierra a largo plazo, los pueblos están preocupados por la salud de sus comunidades y el mundo natural del que dependen y con el que tienen estrechos lazos materiales y espirituales. Acciones climáticas —también conocidas como “estrategias de adaptación”— se están planificando en todo el mundo para proteger y preservar la naturaleza, entornos para las generaciones actuales y futuras.
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