Tejer Utopías
El pasado 7 de octubre Tomás Saraceno, artista argentino afincado en Berlín, visitó la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de [...]
13 noviembre, 2013
por Mateo Fernández Muro | Twitter: matufis
A día de hoy sabemos que nuestro Universo se compone de materia oscura en un 23% y de energía oscura en un 72%. Sólo un pequeño 5% de nuestro Universo está formado por materia visible, ordinaria. De dicha materia, el 99,999% es espacio vacío, y solamente el 0,001% es materia “normal”, compuesta por protones, neutrones y electrones. Pero incluso este último porcentaje, según la Física Cuántica, es también espacio hueco, ya que, según las últimas investigaciones, el material aparentemente sustancial no es en realidad nada más que una fluctuación en el vacío cuántico, pura energía.
Hagamos cálculos y podremos afirmar entonces, siendo generosos, que sólo un 0,00005% de nuestro Universo está formado por algún tipo de sustancia material. ¿Y el resto? El resto lo es todo, y se compone de vacío, energía y materia oscura. Centrémonos en esta última, que a pesar de su oscuridad constituye un nada despreciable 23% de nuestro Universo.
El modelo más aceptado entre los astrofísicos señala que dicha materia oscura se distribuye en el Universo en una gigantesca red de “hilos invisibles”. Estas hebras, a su vez, se fragmentan en enormes y densos esferoides llamados halos, que atrapan al gas de materia ordinaria o visible, gestando en su centro a las constelaciones y estrellas. El resultado es una verdadera ‘telaraña cósmica’ donde los halos galácticos tejen filamentos con nudos en sus intersecciones, y donde el grueso del volumen, de nuevo, corresponde a enormes huecos.
Cuando tratamos de explicar una red, ya sea social, física o digital, ya sea una ciudad o un entramado de relaciones virtuales como es Internet, solemos hacerlo principalmente a través de sus nodos y a través de las conexiones surgidas entre ellos.Despreciamos sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos, el enorme porcentaje de vacío al que envuelven. Desechamos el fondo y nos quedamos con la figura, en una suerte de deformación gestáltica de nuestra percepción. Desdeñamos lo oscuro, ya sea materia o energía, por desconocido, por incontrolable.
De una ciudad estudiamos sus procesos o atendemos a las relaciones que se dan entre sus diversos actores, estudiamos su espacio público y su espacio privado, su tráfico rodado, peatonal y subterráneo. Analizamos las conexiones, los flujos, los hitos, los núcleos y el tejido urbano. Pero por muy novedosas que sean las relaciones (conexiones) que hayamos encontrado o por particulares que sean los diversos actores (nodos) involucrados, todo forma parte de un entramado completo, lleno, definido, codificado. No hay lugar, aparentemente, para nada más. Pero, ¿y si comenzamos a escuchar sus vacíos y sus silencios?
El código de la ciudad actual no está hecho para solucionar ninguno de los problemas que tenemos como sociedad. Su objetivo por encima de todo es la saturación, el control y el poder. El vacío, por el contrario, se escapa a cualquier tipo de certidumbre, dada su condición oscura e ignota. No debemos perder este enfoque a la hora de hablar de él, entendiéndolo como un estado latente en que todas las probabilidades se acumulan precisamente por la inexistencia de certezas. El arquitecto holandés Rem Koolhaas diría que“donde no hay nada todo es posible, donde hay arquitectura ninguna otra cosa puede ocurrir”. Habrá que empezar a buscar agujeros y huecos por los que escapar, plantear la incertidumbre como motor de cambio.
La renuncia al control y la inmersión en la esfera de la espontaneidad y de la imprevisibilidad es algo que, sin embargo, la arquitectura y el urbanismo tratan de evitar a toda costa en favor del planeamiento y del control. De acuerdo al arquitecto francés Leopold Lambert, “los arquitectos y urbanistas establecen planes que son la expresión directa del control trascendente que buscan ejercer sobre la materia y sobre los usuarios”. En sus diseños no cabe una dosis de imprevisión.
En este sentido, es interesante notar cómo ambas disciplinas, en palabras de Gilles Deleuze y de Félix Guattari, se encuentran más estrechamente ligadas a los esquemas estriados y limitadores del Estado que a las dinámicas alisadoras de la Máquina de Guerra, en lucha por un espacio “liso”, abierto y sin límites fijos. De un lado, la máquina estatal de control y captura. De otro, una máquina de deslocalización y confabulación. Se trata de reflexionar a cuál nos subimos.
Frente a la certeza de que existe un plan para todo, frente a la idea de un acabamiento total, hay quien empieza a apostar por lo inacabado y lo desorganizado. “La promesa de la desorganización está por descubrir y es un continente a explorar”, afirma el sociólogo español Antonio Lafuente. Desorganizar significa sin duda desburocratizar, descentralizar o desjerarquizar, en fin, destejer lo tejido. Pero implica ante todo adentrarse en ese enorme porcentaje de red vacía, hueca, ambigua, inacabada, cargada de energía oscura y latente, donde se permiten acabamientos distintos e incluso antagónicos; ese espacio virtual de potencialidad pura que nos haga olvidar la certidumbre de poder vivir un mundo totalmente dibujado.
Imagen: Ben Vautier
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