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Columnas

Urbanidad arquitectónica

Urbanidad arquitectónica

7 octubre, 2020
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El primer número de la revista Arquitectura y decoración —“órgano de la Sociedad de Arquitectos Mexicanos”—, se publicó en agosto de 1937. La revista, con 24 páginas sin contar publicidad, era dirigida por Luis Cañedo Gerard quien, según cuenta Lourdes Díaz Hernández en el estudio introductorio a la edición digital de Arquitectura y decoración hecha por la UNAM, se tituló como arquitecto en 1928 y había sido secretario de redacción de la revista El Arquitecto, que fuera publicada también por la Sociedad de Arquitectos Mexicanos entre 1923 y 1933, bajo la dirección de Alfonso Pallares, primero, y de Ignacio de Miranda, después. Jorge Francisco Liernur escribió que Cañedo fue una de las pocas amistades que mantuvo Hannes Meyer durante toda su estancia mexicana.

El primer texto de la revista —que no se presenta oficialmente como una presentación de las intenciones editoriales— está firmado no por Cañedo sino por José Pijoán. Nacido en Barcelona en 1881, Pijoán estudió arquitectura en esa ciudad y literatura en Roma, enseñó en Chicago y fue autor, entre otras obras, de una Historia del Arte y otra de la Civilización en muchos tomos. Su texto lleva por título “Urbanidad arquitectónica” y afirma que “no se podría vivir en una ciudad en que cada uno se rigiera por su propia voluntad”, donde “cada casa refleja sólo el capricho de su propietario”. Para Pijoán, lo mejor en la fachada de una iglesia churrigueresca mexicana es que al lado del “derroche de adornos en el centro” se extienden “dos muros lisos invitándonos a perdonar la estridencia del cuerpo central” y que son, dice, un gesto de urbanidad mediante el cual “el monumento se prepara respetuoso para enlazarse” con los edificios vecinos, más modestos. Pujoán supone que será “fácil para el arquitecto mexicano ser moderno y al mismo tiempo urbano.” Tras elogiar las fachadas de tezontle y recinto sobre las de “estuco blanco pobre”, anuncia que no quiere “con celo de novedad interponerse a las novedades: hasta la urbanidad cambia con el tiempo.” Pero su propuesta de urbanidad arquitectónica resulta curiosa:

“Por qué no dividir una ciudad como México en zonas: una zona monumental donde se manifieste solo respeto al pasado, una zona industrial con la arquitectura, digamos, de hoy, y una tercera, residencial, para experimentos individuales y ensayos arquitectónicos del mañana. Si alguien ahí se equivoca estará en su casa y no tendrán que sufrir sus desatinos —si es que lo son— los que tengan que ir cada día al Centro.”

Resulta interesante que Pijoán lleve a escala urbana el mecanismo que había señalado a la escala de los edificios. Al muro liso que separa y articula la fachada churrigueresca con las construcciones vecinas, más modestas, corresponde la separación de la ciudad en tres zonas —la monumental, la industrial y la residencial— que corresponderían a tres formas de arquitectura —la tradicional, la funcional y la experimental— y a tres tiempos —el pasado, el presente y el futuro. Aunque no lo dice, podemos suponer que en esa ciudad que propone Pijoán las distintas zonas estarían separadas y articuladas por otras de transición, equivalentes a los muros lisos de la fachada churrigueresca. La separación que propone, sin embargo, podría contrastarse con lo que el mismo Pijoán afirma del antiguo centro de la ciudad en una conversación con Rafael Heliodoro Valle, publicada en la Revista de la Universidad, también en agosto de 1937. “Hay que imaginar el ímpetu de construir, de hacer, que había en México cuando se planeó la ciudad, dejando aquel espacio inmenso —el Zócalo— que todavía hoy queda grande y así quedará por varias generaciones.” Las calles del centro, “anchas para su tiempo”, permitían que una población de más de un millón de habitantes —en 1938— mantuviera “cómodamente para su centro comercial y bancario el cuadriculado de calles que planeó Hernán Cortés”, dice Pijoán. En el zócalo, agrega, se revela una “sensación de futuro”. ¿Por qué, entonces, en aras de cierta urbanidad arquitectónica, separar la arquitectura tradicional de la funcional y de la experimental, el pasado del presente y del futuro? Quizá por lo que apunta al inicio de su texto: porque no se puede vivir en una ciudad en que cada uno ser rija por su propia voluntad, y para “evitar la estridencia novedosa”, aunque más adelante aclare, como vimos, no querer interponerse con las novedades y que la urbanidad cambia con el tiempo. Quizá, a fin de cuentas, el problema reside —como afirma en la frase que cierra su breve texto— en que “lo difícil será precisar lo que es de ayer y lo que debe ser el mañana.”

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