Goeritz entre dos obras idénticas
En el centenario del nacimiento de Mathias Goeritz, la figura del polifacético artista parece encadenada entre los que estuvieron antes [...]
2 mayo, 2019
por Alberto Odériz | Instagram: alberto_oderiz
La arquitectura y la escultura son dos disciplinas con muchos elementos comunes pero con diferencias relevantes: la escultura no sirve para nada. Carece de la utilitas vitruviana o, en palabras del movimiento moderno, la forma de una escultura no sigue a una función. Su propósito reside en la capacidad que tiene para recibir un sentido.
Debido a que el significado de una piedra no brota de ella misma está sujeto a la interpretación que hacemos de ésta y condicionado a las posibles modificaciones a la que el azar o la voluntad humana la sometan. No es de extrañar que cualquier sociedad que quiera mantener un status quo proteja sus esculturas dentro de una arquitectura o una institución. El templo religioso pero también el museo cumplirían esa función. Proteger la forma para proteger su significado.
Cualquier cambio en la forma es interpretado como una posibilidad de intervenir en la discusión de lo que esa escultura es para una sociedad. Esa es la razón por la que la destrucción del patrimonio muchas veces no hace desparecer el monumento sino cambiar o amplificar su significado.
En el último siglo la fotografía, el video y ahora internet permiten guardar la memoria del acontecimiento. Un recurso artístico que ha sido utilizado por el terrorismo: la imagen de las torres gemelas en llamas y su caída nos impacta más que cualquier rascacielos en pie. Lo mismo podríamos decir de la demolición filmada de los Budas de Bāmiyān en 2001. Es un camino que el arte actual también ha explorado con el registro de acciones que de otra manera hubieran pasado desapercibidas. Francis Alys desplazando su cubo de hielo (Paradox of Praxis 1, 1997) o Ai Weiwei Tirando al suelo una urna de la dinastía Han (1995). De igual manera, la reciente caída de la cubierta de Notre Dame abre de nuevo la disputa sobre su significado a través de cómo hacer la reconstrucción o quién paga su financiamiento (Reconstrucción o invención, lo que le espera a Notre Dame).
La historia de la Ciudad de México está llena de estos ejemplos. De algunas ya no queda rastro físico. En 1966 en el contexto de la huelga de estudiantes se dinamitó por segunda vez y se desmanteló la escultura de Miguel Alemán en Ciudad Universitaria. Otras fueron reconstruidas a imagen y semejanza de la original pero su caída permanece en la memoria colectiva (el Ángel de la Independencia en el terremoto de 1957). Otras desapariciones provocaron reacciones menos predecibles. En 1985 el robo de 140 piezas de Antropología descrito en la película Museo (Alfonso Ruizpalacios, 2018) hizo que aumentara el interés del público para ver los pedestales vacíos. No se trataba de contemplar las piezas sino las consecuencias del acto que las revalorizaba. Unos años antes, en la orilla del lago de Texcoco se produjo el despojo y desplazamiento del llamado monolito a Tlaloc en Coatlinchan, hoy en la entrada del Museo Nacional de Antropología. Los habitantes del lugar convirtieron su ausencia en una presencia múltiple a través de la reproducción de la deidad por todos los rincones del pueblo (Sandra Rozental, Jesse Lerner. La piedra ausente, 2013).
A día de hoy podemos observar un ejemplo ilustrativo de las bifurcaciones que plantea cualquier caída. En el temblor de septiembre 2017 colapsó el Monumento a la Madre del escultor Luis Ortiz Monasterio. Las 25 toneladas de cantera yacían rotas y sobre el pedestal desnudo se podían leer las dos placas que se habían disputado el significado de la escultura: “A la que nos amó antes de conocernos” texto que permanecía desde su inauguración el 10 de mayo de 1949 para honrar a la mujer en su función reproductiva y, debajo de la anterior, una segunda placa de 1991 que alegaba “Porque su maternidad fue voluntaria”, esfuerzo de grupos feministas por convertir el monumento en lo opuesto a lo que había sido levantado (Sandra Barba, El día y el monumento).
Sin entrar en la discusión de las dos placas y sin incorporar la memoria del reciente terremoto se realizó una réplica fiel a la original con el objetivo de volver a dejar todo como estaba. Como tantas veces después del largo proceso nada volvió a ser lo que era. Tras un trabajo minucioso de restauración sobraron algunas enormes piezas originales que hoy permanecen a un costado del monumento. Cualquier visitante puede comprobar en el sitio los dos significados diferentes que provocan. Por un lado, la reconstrucción sobre el pedestal con sus dos placas, y por el otro, los fragmentos originales que mantienen viva la memoria y las consecuencias de aquel fatídico día.
La escultura intenta contrarrestar la inutilidad de nuestros esfuerzos en el mundo dando sentido a las piedras, y con ellas, a todas nuestras caídas. No hay nada más humano que encontrar un propósito en la tragedia de una caída. Porque si la ascensión de una piedra sobre un pedestal es el nacimiento de un significado, su caída no es su desaparición sino un sacrificio, es decir, una muerte cargada de sentido.
En el centenario del nacimiento de Mathias Goeritz, la figura del polifacético artista parece encadenada entre los que estuvieron antes [...]