29 julio, 2021
por Juan Carlos Espinosa Cuock y Tania Tovar Torres
Las políticas de planificación urbana implementadas por los gobiernos posrevolucionarios mexicanos entre las décadas de 1920-1940, verifican los esfuerzos por impulsar un nuevo pacto político-social orientado al crecimiento de la economía nacional, basado en el reacomodo de las ciudades, la construcción de infraestructura y la redistribución de la tierra. El discurso de la descentralización —la piedra clave de este nuevo lenguaje progresista y transformador— condenaba con pasión ideológica el hacinamiento de las vecindades en el centro, y la insalubridad presente en los barrios marginales del este y el norte de la ciudad, producto de la agresiva expansión territorial y demográfica de la ciudad posrevolucionaria. Así el dinámico paisaje urbano de la época, estableció de inmediato relaciones instrumentales con el nuevo poder y su lenguaje institucional, que vistos en conjunto —y en ese momento histórico y cronológico en particular— conforman una sola entidad y son parte del mismo proceso.
Estas relaciones abstractas entre el gobierno, el territorio y la industria establecidas a través del lenguaje, revelan la formación de un inminente proceso especulativo en un momento histórico marcado por la desregulación, la falta de control gubernamental y una inédita asimetría económica entre gobierno e industria, todo esto mientras seguían en curso los reacomodos de las fuerzas vivas de la revolución. Estas relaciones establecidas informalmente entre el nuevo poder y el nuevo dinero, pusieron en evidencia la necesidad de actualizar de fondo el viejo capitalismo mexicano, un régimen semi-feudal basado exclusivamente en la propiedad de la tierra, la agricultura y la subordinación absoluta a un régimen oligárquico que ya no existía. Esto también sirvió para reconfigurar el tono del discurso público, especialmente el dirigido al pueblo, con el que el nuevo gobierno había suscrito un endeble pacto de estabilidad. Así que los gobernantes revolucionarios, ni conservadores, ni socialistas, ni radicales y más bien pragmáticos, expresaron abiertamente en sus discursos públicos una gran simpatía por los menos favorecidos, mientras promovieron la actividad empresarial en reuniones y documentos privados.[1]
Las divergencias existentes entre el ambicioso programa social anunciado por el nuevo estado mexicano, junto con sus limitaciones económicas y los rituales formales impuestos por el aún frágil ambiente social, inauguraron una forma oblicua de comunicación entre el nuevo estado, y la no tan nueva oligarquía para obtener beneficios mutuos sin suspicacias. Profuso en eufemismos y reverencias, crearon un metalenguaje que formalmente subordina el interés particular al general, pero informalmente se usaba para realizar inversiones garantizadas a cambio de “ayuda moral”, “facilidades” o “intermediaciones” para llevar a cabo los proyectos inmobiliarios sin contratiempos.[2] Al evaluar la insostenibilidad de un programa de desarrollo de infraestructura en una ciudad que cuadruplicó su población en un lapso de dos décadas, el gobierno le dió alegremente la bienvenida a la “familia revolucionaria” a industriales, banqueros, comerciantes y ex-hacendados, cuyas decisiones influyeron fuertemente en la forma y dirección que toma el desarrollo habitacional de la Ciudad de México en los años posteriores, ofreciendo una rápida rentabilidad y nuevas áreas de expansión a partir de la imaginación de una ciudad sin límites.
Sin embargo, ese breve “laissez faire” otorgado por el gobierno a los especuladores, había convertido a la capital en una ciudad “de parches”[3] según el arquitecto Carlos Contreras, quien sostenía que el proceso de expansión de la ciudad necesitaba revisarse. En el inédito programa de planificación de la Ciudad de México presentado en la “Conferencia Internacional de Planeación de Ciudad y Regional” en Nueva York de 1925, Contreras estableció por primera vez las pautas para la nueva disciplina del urbanismo, especulando científicamente sobre el futuro de la ciudad con el fin de atender los problemas prioritarios del momento, y con mucha precisión anticipar los ulteriores.[4] Destacan principalmente el plan de ordenamiento urbano de las industrias en el norte de la ciudad, el control del crecimiento, la conectividad metropolitana y la creación de nuevos barrios residenciales diferenciados.
Planificación de La Ciudad de México. Estudio de Trazo, Carlos Contreras y Justino Fernández, 1938. Plano. Archivo Carlos Contreras.
Por otra parte, algo fascinante estaba sucediendo en la academia: el número de arquitectos jóvenes que cuestionaron su formación clásica creció dramáticamente, agrupándose para buscar una nueva relevancia en su trabajo profesional. Esta situación fue aprovechada por Contreras, que rápidamente los incorporó a la Asociación Nacional de Planificación de la República en 1927.[5] Con el auspicio de esta organización —fondeada casi en su totalidad por la industria de la construcción y acreditada por el gobierno— y la férrea dirección de Contreras, se editó la revista “Planificación” para crear un comité del Plan Regional de la Ciudad de México y sus alrededores, con el fin de racionalizar la formulación de políticas urbanas y difundirlas de la mano de los desarrolladores, quienes ejecutaban toda la obra nueva de la ciudad.
Los “promotores de vivienda” o “desarrolladores” representaron en adelante a la nueva industria de la construcción, conformada por los propietarios de la tierra, políticos, jueces, banqueros, arquitectos e ingenieros que con la fuerza del grupo —y su renovada influencia en el gobierno a través del monopolio de la regulación— pudieron implementar unilateralmente políticas que resultaron tanto efectivas en la práctica como lucrativas para sus propias inversiones inmobiliarias. Por ejemplo, fueron ellos mismos los que determinaron que “al menos el 60% de la población vivía en condiciones miserables e insalubres”[6] y fueron sus propios estudios los que establecieron que los alrededores de la ciudad eran burdas subdivisiones y colonias invadidas, sin servicios básicos y a la merced de “especuladores inmobiliarios”.[7]
La revisión del entorno construido entre 1920-1940, examina con precisión el significado de la revolución como una idea abierta, a partir de la delimitación igualmente abierta y flexible de las nuevas fronteras de la ciudad, establecidas orgánicamente por los espíritus peregrinos de los especuladores y su dinero prestado, y no por sus caudillos e ideólogos, esos que exigían vivienda para todos y sostenían que la tierra era de quién la trabaja. Pero donde el Estado veía pobreza, abandono y miseria —una imagen que fácilmente se podía contrastar con las abandonadas haciendas de la vieja oligarquía porfirista que rodeaban la ciudad— los promotores veían campos de experimentación arquitectónica, fundados sobre una narrativa abstracta del el futuro y lo inevitable.
Esta pulsión instigada por las promesas de tierra en los términos que establecía la especulación económica y el auge de la industria, no veía otra cosa que potencial en el crecimiento. Si la tierra es para quien la trabaja, la tierra disponible era para ellos. Este proceso alternativo de redistribución territorial, dejó evidencias indelebles en el territorio de las negociaciones entre el Estado y la industria, que para entonces ya participaba en todos los aspectos de la edificación: desde la expropiación de tierras y fraccionamiento de lotes, hasta la comercialización de casas y proveeduría de maquinaria y fabricación de materiales.[8] La especulación institucionalizada del periodo, se consolidó en la nueva periferia urbana trazada por los desarrolladores inmobiliarios en el norte, y reorganizó con gran éxito a todas las fuerzas sueltas de la Revolución Mexicana en un solo objetivo, la vivienda para todos, que también era un ideal revolucionario.
Colonia Obrera, 1936. Fotografía Aérea. Acervo Histórico Fondo Aerografico Fundación ICA.
En la década de 1920, la subdivisión de tierras en la periferia se intensificó ante la fuerte demanda de vivienda, impulsado por el lenguaje optimista de la constitución de 1917 y su retórica social, que también contemplaba el fraccionamiento de tierras para la dotación de vivienda. Este esquema predominó en colonias nuevas y populares como la Obrera,[9] y marcó el inicio de la construcción de un nuevo paisaje urbano posrevolucionario fragmentado. En su apuro por desarrollar terrenos baratos, dividirlos y comercializarlos, algunos promotores de vivienda de colonias altamente densificadas y dirigidas a las poblaciones más pobres, “omitieron” con frecuencia la prestación de servicios urbanos básicos como la pavimentación de las calles, el saneamiento, el suministro de agua y la instalación de alumbrado público, sin preocuparse por la más mínima higiene y salud pública.
Este patrón de comercialización, había sido un fenómeno común en la consolidación de “la tradición especulativa” de la época, cuyo motor era la rentabilidad pura y la mínima inversión. Sin embargo, para 1932 la situación macroeconómica de México era deplorable, con un gobierno endeudado y en condiciones precarias, dada “la aguda deflación monetaria, la inestabilidad internacional de nuestro intercambio de bienes y la desaparición total del crédito, aparejados con el aumento del desempleo y el déficit,”[10] que obligaron a la inevitable regulación del mercado por parte del gobierno, así como de la emergencia de nuevas propuestas de desarrollo urbano barato para las crecientes masas de obreros, maestros, electricistas, burócratas y agremiados que de a poco, iban incorporándose al aparato estatal, frente a la realidad de una industria nacional disminuida. Fue en estas coyunturas transnacionales, en donde se eligió optar por la experimentación con nuevos materiales y la tecnología para el desarrollo masivo de vivienda, influyendo en la reconfiguración simbólica de las aspiraciones materiales de sus nuevos habitantes, vía la publicidad y la propaganda. Con promesas de “diseño urbano europeo” y “residencias estilo americano junto al bosque” para los ricos, y “calles pavimentadas con casas que duran para siempre” para los pobres, se promovía la “justicia social” del también recientemente creado nacionalismo revolucionario.[11]
A mediados de los años 20s y los 30s, se desarrollaron nuevos esquemas para la comercialización de bienes raíces —terrenos urbanizados, subdivisiones residenciales tipo lote, esquemas de pago bancario y la construcción de casas en serie para la venta— aparejados del surgimiento de la clase media trabajadora, ávida de mostrar su nuevo estatus a través de la segregación espacial y el diseño diferenciado. La arquitectura de esta manera comunicaba la dirección de la revolución, y registraba la cultura que la produjo, proporcionando conexiones visibles entre esa cultura emergente y sus manifestaciones en la producción arquitectónica de la época, alentando la construcción de nuevas colonias modernas en la ciudad —La Industrial, Vallejo, Estrella, Tepeyac— que revelaban el potencial económico y social de la especulación a través del objeto arquitectónico —la casa— y no solamente el valor potencial futuro del terreno, que en todos los casos tendía a subir. Al transitar del simple negocio del fraccionamiento de la tierra al de la urbanización, desarrollo y promoción de colonias enteras, el cemento se convirtió en el material idóneo para la especulación posrevolucionaria. Por apegarse a la lógica industrial de estos años y responder eficientemente a las demandas de crecimiento en la construcción, el cemento se convirtió en sinónimo de economía, firmeza y rapidez en las obras. Sin embargo, su acogimiento y popularidad no fueron inmediatos; el comité promotor del uso de Cemento Portland fue apenas creado en 1923 por varios agentes de la industria de la construcción, con el fin de promover el uso intensivo de este material.
Uno de los personajes que encarna el espíritu de esta época, fue Federico Sánchez Fogarty, quien entiende con perspicacia el valor de las relaciones, la propaganda, las asociaciones estratégicas y el poder de la fuerza gremial, así como la función instrumental del relato posrevolucionario, que buscaba inaugurar una etapa y símbolos nuevos en el país. Por estos motivos, decidió otorgarle un valor de culto al cemento mediante dos revistas patrocinadas por la industria, que se publicaron entre 1929 y 1932: “Cemento”, con una circulación mensual de 12.000 ejemplares en todo el país, que proporcionó los medios para que tanto los no especialistas como los profesionales de la construcción adoptaran el material como parte del ideario del nuevo nacionalismo revolucionario, y “Tolteca”, que no sólo impulsó el uso del material constructivo y la marca, sino que se convirtió en la promotora oficial de un nuevo estilo arquitectónico de fuente europea y estadounidense: el estilo internacional o arquitectura funcionalista, donde “el concreto es la letra y verbo de la arquitectura contemporánea.”[12]
Estas publicaciones destacan por sus portadas diseñadas por el artista Jorge González Camarena y por la promoción de concursos de arte y diseño de la misma fábrica, con premios otorgados a proyectos que ofrecían los mejores usos comerciales de los mismos. Algunos participantes de estas convocatorias fueron los artistas Juan O’ Gorman, Rufino Tamayo y Carlos Tejada, y fotógrafos como Manuel y Lola Álvarez Bravo y Agustín Jiménez, sentando las bases del modernismo y nacionalismo posteriores.
Portada de Revista Cemento Num. 29, Mayo de 1929. Facultad de Arquitectura UNAM.
La ciudad por otra parte continuaría su crecimiento horizontal, mientras el estado fomentaba las inversiones de capital y establecía fábricas en la periferia. Por su parte, la banca de inversión privada a través de créditos, financiaban empresas y emprendedores para la adquisición masiva de casas y terrenos baratos. El sistema para entonces funcionaba con precisión maquínica, y esa estabilidad permitió abrir debates necesarios en otros frentes, como qué otros estilos podían representar mejor la identidad del México revolucionario que se quería construir. Como ya sabemos, se impuso finalmente aquél que se expresa “…de manera directa, racional, sin el peso muerto de las formas tradicionales y la ornamentación pesada.”[13]
El reconocimiento de los cambios sociales y tecnológicos debido a la revolución industrial —inherentes al funcionalismo— fue significativo para este periodo. Eso implicó una nueva concepción de la construcción masiva, que se corresponde inevitablemente a la nueva tecnología de la época, la economía y el programa arquitectónico basado en las realidades locales. En México, las exhortaciones funcionalistas encontraron una amplia audiencia para enfrentar el desafío del crecimiento poblacional, y se adoptó con entusiasmo el credo de Le Corbusier de que “la casa era una máquina para vivir”, que también ofrecía una forma económica y eficiente de ejecutar la arquitectura para el desarrollo capitalista. Una muestra de esto último es que en 1932, el arquitecto Carlos Obregón Santacilia, por medio de su empresa “Muestrario de la Construcción Moderna” y bajo el encargo del gobierno, abrió un concurso dirigido a arquitectos e ingenieros del Distrito Federal para el proyecto y construcción de la casa obrera mínima, un prototipo de costo bajo que “en una planta de 54 m2 satisficiera las necesidades de habitar de las familias en cuestión.”[14]
Casas de Obreros en Balbuena, Abril 1934. Fotografía. Museo Archivo de la Fotografía.
El concurso planteaba analizar las condiciones de vivienda de la población asalariada de la época, y proponer mejoras que dignifiquen los espacios domésticos de estos usuarios. El primer lugar del concurso lo ganó Juan Legarreta y Justino Fernández, el segundo lugar le correspondió a Enrique Yánez y el tercero a Augusto Pérez Palacios y Carlos Tarditti. Juan O’Gorman, obtuvo una mención al presentar un proyecto para un multifamiliar —muy adelantado a su época— que era una tipología que anticipa el nacimiento de otra época, una en donde sería el Estado y no los industriales, quien se encargaría de seguir impulsando la revolucionaria idea de dotar de vivienda digna, a todos los mexicanos.
La relevancia del discurso especulativo en la conformación de la ciudad de México —y el lenguaje social moderno que acompañó su desarrollo industrial— sirve para explicar mejor la relación histórica entre su producción arquitectónica, sus abruptos cambios de rumbo, el abandono táctico de zonas enteras de la ciudad y la explotación intensiva de otras, su papel en la consolidación del poder estatal y sus seculares asociaciones estratégicas con el capital privado —que aún persiste y opera con gran eficiencia y sigilo— estableciendo linajes directos con estos procesos históricos de expansión y contracción urbana. Por otra parte, también da cuenta de la accidentada relación entre lo rural y lo urbano en la CDMX —que aún persiste—, y su revisión historiográfica recupera el criterio sobre la que se dibujaron las trazas de nuestra ciudad, mientras se revitaliza en el discurso actual la vieja promesa de una vida mejor al norte de la ciudad, redibujando un límite perdido de la mano de otros artífices, en un contexto parecido.
Notas:
1. Carta de William Johnston. a Álvaro Obregón acerca del apoyo de la “International Association of Machinists” para construir vivienda para trabajadores en México y ejercer “el derecho a la libertad y equidad dado por Dios” en estos tiempos de ajuste Universal. 26 de Febrero de 1922. Archivo General de la Nación.
2. Carta del Empresario Bruno García Lozano a Álvaro Obregón para solicitarle “Ayuda moral” para su empresa “Casas de Cemento Armado S.A.” 21 de Octubre de 1922 y Respuesta afirmativa de Álvaro Obregón para iniciar con los trabajos de la compañía, 10 de Noviembre de 1922. Archivo General de la Nación.
3. Escudero, Alejandrina. 2004. “Carlos Contreras: La Ciudad Deseada”. Bitácora Arquitectura 12.
4. Report on the International Town Planning Conference.1925: Part I: 36-37, New York.
5. “Comité del plano regional de la ciudad de méxico y sus alrededores” publicado en Planificación 7, Marzo de 1928. p.21-23. Facultad de Arquitectura UNAM.
6. Álvarez Montes, Gerardo, Concepción J Vargas, and Enrique Ayala Alonso. 2017. La Construcción De La Ciudad De México, Siglos XIX Y XX. Ciudad de México: Universidad Autónoma Metropolitana.
7. ibidem.
8. Cruz Muñoz, Fermín Alí. 2015. Configuración Espacial De La Industria En La Ciudad De México. Ciudad de México: Colegio de México.
9. Herrera, María Eugenia. 2015. El Territorio Excluido: Historia Y Patrimonio De Las Colonias Al Norte Del Río De La La Piedad. Ciudad de México: Palabra de Clío.
10. Olsen, Patrice Elizabeth. 2008. Artifacts Of Revolution. Lanham: Rowman & Littlefield.
11. Ayala Alonso, Enrique, and Gerardo Álvarez Montes. 2013. El Espacio Habitacional En La Arquitectura Moderna. Ciudad de México: Universidad Autónoma metropolitana.
12. Leidenberger, Georg. 2012. “Tres Revistas Mexicanas De Arquitectura. Portavoces De La Modernidad, 1923-1950”. Anales Del Instituto De Investigaciones Estéticas 34 (101): 109. doi:10.22201/iie.18703062e.2012.101.2430.
13. Olsen, Patrice Elizabeth. 2008. Artifacts Of Revolution. Lanham: Rowman & Littlefield.
14. Yepes Rodríguez, Jorge Oscar. 2016. “Juan Legarreta: Vivienda Obrera Mexicana Posrevolucionaria”. Bitácora Arquitectura, no. 32: 27. doi:10.22201/fa.14058901p.2016.32.56189.
*Este ensayo, publicado en el número 95 de Arquine, se escribió con base en la investigación realizada y el archivo compilado para la exposición “Industriales: Trazas de la especulación posrevolucionaria”, realizada en Proyector en Marzo de 2019) en colaboración con Fundación ICA.