Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
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¡Felices fiestas!
30 mayo, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Propiedades, prisiones, fronteras: es mediante la prevención del movimiento que el espacio entra en la historia”. Eso lo escribió Reviel Netz en su libro Barbed Wire, an ecology of modernity. Como también hizo Olivier Razac en su Historia política del alambre de púas, Netz divide la historia de este dispositivo en tres momentos: el de la organización territorial de la pradera en el oeste americano tras de que Joseph Farwell Glidden patentara el alambre de púas en 1873, el de la guerra de trincheras y el de los campos de concentración. Tres momentos que hablan de la relación entre territorio, distribución de cuerpos, control de movimiento y, especialmente en el primero, la gestión de nuevas modalidades de apropiación del suelo y, al mismo tiempo, la generación de nuevas subjetividades: el individuo como propietario/ciudadano. Netz también compara dos sistemas de apropiación del suelo y producción que resultan opuestos: los rangers y los rancheros. Si bien las dos palabras comparten etimología —ambas cercanas a rango y a ring, anillo—, los rangers cuidaban ganado que tenía dueño pero que pastaba en tierras de las que no eran propietarios, mientras que para los rancheros sus posesiones estaban concentradas y, más aún: determinadas por las alambradas que rodeaban sus terrenos. Si los primeros marcaban su propiedad en el cuerpo mismo del ganado con hierros ardientes, los segundos marcaban su propiedad, junto con escritura y escrituras, sobre mapas con líneas y en el territorio con cercas. Cada uno de estos grupos concebía la propiedad y la relación entre tierra y libertad de manera distinta.
Lo anterior viene a cuento por tres pabellones distintos que se presentan en la 16ª Muestra Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia, Freespace. Tres pabellones americanos que tienen que ver con ideas sobre el territorio, la libertad, la apropiación y la ciudadanía, aunque con tratamientos muy diferentes.
El pabellón de los Estados Unidos, Dimensions of Citizenship, bajo la curaduría de Niall Atkinson, Ann Lui y Mimi Zeiger, además de Iker Gil como co-curador, presenta distintos proyectos, en contextos y a escalas diversas, “cuyo trabajo usa el diseño para desplegar temas sociales, políticos, económicos y ambientales contemporáneos, incluyendo el significado del hogar, el derecho al espacio público, los usos de los monumentos cívicos, las dinámicas de las fronteras y las condiciones de la migración global.” Entre los trabajos seleccionados se encuentran Mexus: una geografía de la interdependencia, de Teddy Cruz y Fionna Forman, que estudia la frontera entre los Estados Unidos y México más como la ecología de una región compleja que como una línea divisoria; In Plain Sight, desarrollado por Diller, Scofidio y Renfro en colaboración con Laura Kurgan, Robert Gerard Pietrusko y el Centro de Investigación Espacial de la Universidad de Columbia, que usa la relación entre lugares deshabitados del mundo, pero visibles en imágenes satelitales nocturnas por ser centros de extracción y producción industrial, y lugares habitados que, por sus condiciones económicas, son prácticamente invisibles en esas mismas imágenes satelitales a causa de la poca iluminación, presentando esa evidencia como un índice de la marginación y la pobreza inscrita y prescrita por el territorio; o Stone Stories, de Studio Gang, en el que parte del pavimento de piedra de un muelle en Memphis, Tennesee, que servía para el comercio de algodón producido con el trabajo de esclavos, se presenta en Venecia como una reflexión sobre otras maneras de relacionar la memoria y el espacio público.
El pabellón chileno, Stadium: un acontecimiento, un edificio y la ciudad, bajo la curaduría de Alejandra Celedón, presenta el caso del Estadio Nacional de Chile. Inaugurado en 1938, además de servir, entre otras cosas, como sede para el Mundial de Fútbol de 1962, para acoger un encuentro masivo entre jóvenes chilenos y Juan Pablo II el 2 de abril de 1987 o como centro de detención tras el Golpe de Estado de Pinochet el 11 de septiembre de 1973, congregó, el 29 de septiembre de 1979, a más de 37 mil personas que recibieron títulos de propiedad de las tierras que ocupaban de manera informal, transformándolos en el acto de ocupantes ilegales en propietarios, con las ventajas y responsabilidades que eso supone en cierto contexto político, social, cultural y económico. Celedón escribe que “el pabellón celebra esta capacidad maquínica de un edificio para mediar observadores y observados y su habilidad para articular la memoria de un país como testigo reinventado de su propia historia.” Al centro del espacio que ocupa el pabellón chileno, un modelo a gran escala reproduce la planta del estadio pero no al estadio en sí, sino un diagrama en el que se marcaba la distribución en el graderío, por barrios, de quienes pasarían de ocupantes a propietarios aquél 29 de septiembre.
El pabellón mexicano, con la curaduría de Gabriela Etchegaray y la museografía de Jorge Ambrosi, también habla en parte del territorio, desde su título: Echos of a Land. En el texto del catálogo, Etchegaray explica que se “presenta un territorio complejo y fértil que se enaltece con las prácticas de la arquitectura que toman forma en escenarios sublimes.” Con un montaje cuidado al mínimo detalle, el pabellón mexicano intenta presentar esos dos momentos: el territorio y la arquitectura.
El primero a partir de un plano en relieve del país entero tallado en piedra que recibe al visitante como un mural y que se complementa con un par de secciones, que atraviesan del golfo al pacífico, a la manera del famoso dibujo publicado por Humboldt a inicios del siglo XIX. La primera, al anverso del plano en relieve, es un dibujo que describe los distintos tipos de vegetación en el territorio mexicano, mientras la otra, también tallada en piedra, ocupa la mayor longitud del pabellón de manera casi escultórica. Al otro extremo de esta pieza, otra placa presenta un recuento acaso demasiado escueto de datos sobre el país —los 53 millones que viven en la pobreza, los 9 en pobreza extrema, los 23 millones que no tienen acceso a servicios básicos en sus casas, etc.— y, al anverso de esta, otro mapa del territorio nacional entero presenta en bajorrelieve las zonas más afectadas por la pobreza y catástrofes naturales en los últimos años. Este mapa, con estados completos excavados con la misma profundidad, resulta engañoso al no diferenciar y localizar realmente los datos sobre el territorio —como hizo en un ejercicio similar Raúl Cárdenas, de Torolab, con un plano de Tijuana expuesto hace un par de años en la galería OMR.
A estas piezas las acompañan una serie de estelas donde se presentan 21 proyectos arquitectónicos mostrados mediante videos con imágenes aéreas realizadas por Santiago Arau, un collage de fotografías de cada proyecto hechas por Francisca Rivero Lake y Carla Verea y un modelo abstracto y a veces demasiado enigmático del proyecto o de las intenciones que lo sostienen, tallado también en piedra. Si bien ese modo de presentar la arquitectura sirve para unificar proyectos cuya relación con el tema puede parecer a veces accidental, por eso mismo no se hacen explícitas ni las preguntas ni las respuestas que las condiciones específicas del territorio mexicano les sugieren. De no ser por la propuesta del grupo MMX, que estudia el borde de Ciudad Universitaria como un problema de confrontación y choque entre el desarrollo urbano y la conservación tanto del paisaje como del patrimonio arquitectónico —investigación que, por supuesto, no se muestra ni parcialmente debido al formato de exhibición elegido—, los proyectos seleccionados son edificios en los que la respuesta al territorio no parece ir más allá del contexto inmediato. Una lectura posible del pabellón mexicano sería que, ante un territorio rico y complejo que ha sido transformado y trastocado por un desarrollo económico y social desigual y muchas veces devastador, tanto para la tierra como para la gente que la ocupa, la arquitectura en general —al menos la que se quiere escribir con mayúscula y que parece ser la que se quiso mostrar— no ha querido o no ha podido decir mucho sobre ese territorio y se ha contentado con hacer —bien— lo que está a su alcance, reducido ese alcance a los límites de un terreno y donde los ecos del territorio se escuchan débiles o lejanos.
Contrastados estos tres pabellones, los tres americanos y los tres reflexionando de algún modo sobre la relación entre el territorio y la libertad que propicia o limita, nos enfrentamos a dos modelos de exhibición arquitectónica eficaces. Por un lado, la antología crítica de proyectos a su vez críticos, como en el caso de los Estados Unidos —equivalente a detenerse en la investigación de las formas de subjetividad y propiedad generadas por los distintos momentos del uso del alambre de púas para Razec o Netz— y, por otro, está el estudio de un caso presentándolo de una manera que es, a la vez, evocadora y profunda, como en el pabellón chileno —equivalente a mostrar un rollo de alambre de púas, acompañado de la copia de la patente y tres escenas de películas del viejo oeste, la guerra de trincheras, y el campo de concentración. En un caso la información se presenta de manera analítica, en el otro sintética, prestándose a múltiples interpretaciones.
El pabellón mexicano, pese a la elegancia con que exhibe modelos, fotografías y videos, parece haberse quedado en un punto medio entre estos dos formatos, sin acabar de presentar una selección de proyectos de manera comprensible ni, tampoco, una idea fuerte, sintética, de manera clara. Tras leer el par de textos firmados por funcionarias que sirven de introducción al catálogo del pabellón mexicano, me parece que se puede intuir que una de las razones para este resultado, aunque seguramente no la única, es de nuevo la voluntad protagónica de una burocracia cultural empeñada en entender cualquier presentación de México en eventos de este tipo como un ejercicio cercano a la propaganda turística con el fin de enaltecer la grandeza de nuestra cultura, dificultando o, peor, marginando así la posibilidad de lecturas críticas de nuestra realidad y, en este caso, de nuestra arquitectura.
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