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Columnas

Sobre lo bello

Sobre lo bello

22 julio, 2019
por Jaume Prat Ortells

RCR arquitectes ha vuelto al Arts Santa Mònica con una curiosa exposición que, por su naturaleza de collage, permite que las obras presentadas brillen con casi total autonomía. La exposición quiere consolidar la intención del centro de acercar a los barceloneses los Pabellones Catalanes de la Bienal de Venecia, aparador privilegiado del arte y la arquitectura mundiales, cuando éstos son repatriados después del evento. Este es la segunda vez que se hace. RCR, que crearon una obra que se ajustaba como un guante al espacio veneciano, exponen aquí los contenidos sin el continente en formato audiovisual, estrenan en pantalla un documental de Hisao Suzuki y Júlia de Valle y, más importante, reajustan una obra en papel expuesta en la Galería Mâ de Tokio. Este artículo está dedicado a ella.

He tenido bastantes oportunidades de hablar con Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramon Vilalta, los tres directores del estudio, sobre la evolución de su obra. Cuando salieron de la facultad se empezaron a fijar en otros arquitectos. Luego dejaron de hacerlo para empezar a fijarse en el arte. Hace poco empezaron a hablarme de la danza. La danza es la relación más directa que conozco entre el cuerpo y el espacio. Si nos ponemos arquitectos tendremos que pensar en dos clases de danza: la que se apropia del espacio donde se produce y la que lo crea. Todas las danzas tradicionales crean espacio. El ballet moderno se lo apropia. Sacad cuantos paralelismos queráis a partir de esta afirmación. Hay una correspondencia directa entre el interés de los RCR por la danza y la percepción que se tiene de su última arquitectura, la más sensual de todas las que conozco actualmente. Habitar la arquitectura de RCR te conecta con el entorno por poco que este entorno reúna unas condiciones de habitabilidad dignas anulando prácticamente los espacios cerrados: aquello de los ciclos día-noche, el contacto con la vegetación, los olores, los rumores… La escala de esta arquitectura no se ciñe al estándar que imponen las normativas de habitabilidad: el espacio siempre es más alto o más bajo de lo que toca, sombrío y, a la que se pueda, exterior. No es un espacio neutro del que puedas desconectar. Es así como entienden la arquitectura. Es así como ellos mismos la viven. He sido testigo directo de ello. Los RCR creen en la acción y en lo que ésta te motiva. Es por esto que la danza es un buen modo de llevarte a un estado en que sientes intencionadamente sin demasiada reflexión, más experiencial, más vivencial. Lo que significa que su arquitectura no va de construcción o de materiales, sino de cómo provocar estas sensaciones o de cómo acondicionar un lugar para que te las provoque. Principalmente a través de la belleza.

Esta obra propone esto exactamente. Pocas exposiciones se habrán hecho en el Santa Mònica que ocupen semejante volumen con tan poca cantidad de materia. La suma total de los papeles y de los hilos de pescar que los sujetan no creo que llegue a los 10 kilos. Su volumen ocupa literalmente todo el espacio central de exposición de la institución, el corazón de lo que era el claustro del convento donde se ubica el Santa Mònica, hecho nada menor para los RCR. La obra consiste en láminas de papel de aproximadamente treinta centímetros de ancho por metro y medio de alto, láminas colgadas del techo superpuestas las unas sobre las otras en grupos verticales que dan la idea de un árbol sin ninguna literalidad en su ejecución. El papel es un papel oriental especial, un papel fibroso de cedro de una consistencia textil. Está acuarelado, pintado con enormes pinceles que pueden tener tranquilamente cinco o seis centímetros de diámetro, pinceles capaces de absorber medio vaso de agua de una sola pincelada. Cuando la pintura se seca el papel se retrae, se arruga y, sin perder esta consistencia textil, semeja una corteza. La aguada da textura, da materia pero no se impone al papel. No hace como la pintura al óleo, que cuando se distribuye uniformemente sobre la tela la anula. La aguada sobre papel se puede disponer en capas muy gruesas sin que el papel pierda su presencia. Es papel, es color, es textura. Y la relación con nuestro cuerpo. Las primeras acuarelas de RCR están hechas sobre papeles pequeños. Los primeros gestos son caligráficos. Después se empieza a mover la muñeca. Luego el brazo. Estas acuarelas están pintadas con todo el cuerpo. La propia acción de acuarelar el papel es una danza. Un campo de batalla.

Las acuarelas que se disponen sobre estas lamas de papel forman series. Las series se organizan en función del color, mucho color, y de los gestos. El blanco del papel también juega. Te has de sumergir en los papeles, que suben como cuatro metros sobre tu cabeza y bajan hasta tu rodilla. Has de jugar con las sombras de los focos. Has de crear recorridos. Como un bosque, cada árbol de papel es igual que el otro y diferente a la vez. Como un bosque es sensible a quien lo visita, a los corrientes de aire. Al sonido. La obra es un concierto para la vista. La expresión de una lucha. Un camino para el visitante.

También es arquitectura pura. Sólo tenemos que recordar el altar de la capilla del MIT hecha por el arquitecto Eero Saarinen (sí: para esto está Google. Mejor teclead MIT chapel Saarinen), una fuente de luz capturada, pura sensación sensible al ojo del visitante, a su posición dentro del espacio. También es cultura: el lugar y nuestro arte está presente gracias al recuerdo de los frescos románicos, a los gestos de Jujol, a las texturas de Tàpies, de Guinovart o de Cuixart (Modest). Y los viajes, y los homenajes a artistas internacionales: allí hay Japón, mucho Japón. Hay Soulages (Pierre). Hay Klee (Paul). El resultado, no obstante, es tan original, tan genuino, que todo queda filtrado por la mirada, por la manera de hacer de los RCR.

No es una obra convencional. Lo que se expuso en la Mâ de Tokio, un espacio horizontal, bajo y estrangulado, se recompone para verticalizarse y apelotonarse en el centro para que destaquen las arcadas, las viejas del convento y el recuerdo de las nuevas que pusieron Albert Viaplana y Helio Piñón en la reforma del 87. La obra no tiene forma definitiva. Si se ha de exponer en otro espacio cambiará. Si se transporta cambiará, exactamente igual como pasa con la buena arquitectura, que si se transporta cambia. Como en la danza tradicional, la obra se crea su propio espacio. Como en la danza moderna, la obra se apropia de lo que hay. Podemos pensar que lo mejor de la arquitectura de los RCR está por venir todavía. Sólo tenemos que estar atentos a la profunda transformación que está experimentando para comprobarlo.

Mientras, podemos disfrutar todo el verano de esta obra de papel.


Jaume Prat para Diario 16. Publicado con el permiso del autor.

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