José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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¡Felices fiestas!
9 febrero, 2023
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
El capitalismo funciona como la pandemia zombi, es el pensamiento de la horda: cubrir todo, arrasar todo. No guardes un cadáver en la despensa, unos pocos sesos en la alacena, hay que comerse aquello que pase por delante. Como en las películas del género, no hay escapatoria, nunca hay final feliz, no se resuelve la pandemia. A lo sumo, algunos logran huir, pero su destino es una ciudad aún más sumida en el holocausto. ¿Qué espacios deja libres la extensión del capitalismo? Ni siquiera el arte o la revolución pueden escapar a su alcance. Un capitalismo zombi que nos entrega pequeños momentos de ocio, que permite la dilapidación del dinero y que retarda el pago todo el tiempo que puede.
Filosofía zombi, Jorge Fernández Gonzalo
Se acabó: ya nada se mueve.
Ningún ruido del exterior.
Me dirijo rápidamente a la ventana.
Los sobrevivientes se abrazan en medio de la calle.
Nada, nadie. Las voces del temblor, Elena Poniatowska.
A las voluntarias y voluntarios del sismo de 2017
Meses después de que ocurrió el sismo de 2017, leí en Twitter a alguien que decía que pasar frente a los edificios que no se terminaron de derrumbar era como estar frente a un zombi, los emblemáticos no-muertos que deambulan por las calles de una ciudad postapocalíptica buscando la carne de los sobrevivientes. A pesar de tener algunas partes de su piel ya podridas (y, sobre todo, a pesar de ya no responder a las normas sociales más básicas), estas criaturas siguen conservando algunos rasgos de su identidad, como pueden ser pedazos de ropa o rasgos faciales que permitan reconocer quiénes fueron antes de su transformación. Casi de la misma manera, los desechos de los edificios dejaban ver restos de la vida que habían albergado: pertenencias que no pudieron sacarse de los departamentos, uno que otro colchón para dormir o hasta retratos familiares. Quienes caminamos las calles de la ciudad después del sismo, ya sea repartiendo comida o alzando los puños en señal de pedir silencio a quienes circundaran frente a un derrumbe, seguramente también interpretamos, hasta cierto grado, aquel paisaje de polvo porque hemos visto las historias ficticias sobre el fin del mundo. La destrucción es una tradición milenaria para la expresión estética. Pero, ¿también lo es para los que experimentan situaciones de desastre?
Cada imagen del futuro apocalíptico conlleva un escenario: la lluvia permanente de Blade Runner; la vegetación que crece entre el concreto de Soy Leyenda y que ahora se cita, de alguna manera, en la serie de HBO titulada The Last of Us. En su primer capítulo se establece una premisa que podemos encontrar en otras producciones y que, sin embargo, sigue funcionando con éxito. Un agente desconocido comienza a esparcirse por una región. Todos intentan huir, incluso a costa de perder su solidaridad con el prójimo: no puedo ayudarte porque no sé si estás contagiado. El orden social también es carcomido por el mismo agente infeccioso y se instalan regímenes casi dictatoriales que impactan en los entornos urbanos. Al establecerse toques de queda, las calles se quedan casi siempre solas y hay tramos donde no hay señales de ser habitados por humanos, lo que los vuelve zonas más peligrosas para los protagonistas que tienen que sortear las adversidades con el fin de mantener los capítulos de la historia. Por esto, es posible leer las historias del fin del mundo como una fórmula para el entretenimiento cinematográfico. “Algo que puede hacer la fantasía es sacarnos de lo insoportablemente monótono”, dice Susan Sontag en su célebre ensayo “La imaginación del desastre”. “Nos distraen de los terrores, reales o anticipados, mediante un escape hacia situaciones peligrosas y exóticas que tienen finales felices de última hora”. Para la autora, el efecto de la imaginación apocalíptica sobre sus espectadores es paradójico: uno va al cine a ver “una de zombis” para ver cómo los personajes sobreviven por sus propios medios hasta que un doctor encuentra la cura y se restaura, de nuevo, un mundo que nos es familiar. El desastre extremo es una fórmula para el alivio, y son sólo unos cuantos individuos los que salen victoriosos.
Sin embargo, después del sismo de 2017, las calles recibieron al colectivo. Bastantes infraestructuras, tanto públicas como privadas, permanecieron inutilizables por horas. Parte del caos que vemos en las películas sobre desastres se debe a que las multitudes esperan la respuesta de los militares o de los gobiernos que se encuentran más que presentes pero que pueden llegar a tomar decisiones contra los pueblos. En la Ciudad de México, algunos ciudadanos se hicieron cargo de semáforos descompuestos para controlar el tránsito y algunos pusieron a disposición de personas a las que jamás habían visto sus propios autos para ayudar a acercarlos, aunque sea en una distancia mínima, a sus casas. Nada del “sálvese quien pueda” de los que luchan contra zombis. La cooperación, incluso, fue el factor que desordenó esfuerzos que debieron estar coordinados. Aparecían centros de acopio falsos o imágenes de patios que acumulaban víveres que no llegaban a ningún lado. En su libro No sin nosotros. Los días del terremoto, 1985-2005, el cronista Carlos Monsiváis legó una imagen del cataclismo que bien podría sumarse a la de las imágenes donde los héroes de las películas ven extinguida su civilización, sin dejar de lado el matiz mexicano. Describe los estragos físicos del sismo de 1985, ocurrido en el mismo día que el del año 2017: “De la conmoción surge una ciudad distinta (o contemplada de modo distinto), con ruinas que alguna vez fueron promesa de modernidad victoriosa: el Hotel Regis, la SCOP con sus extraordinarios murales de Juan O´Gorman, el Multifamiliar Juárez, la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, Televisa, el Centro Médico, el Hospital General, la Secretaría de Comercio…” Pero en esta urbe arrasada, “mientras alrededor crecen los problemas de agua, de luz, de comunicación telefónica, de drenaje , 50 mil personas trabajan ante un apocalipsis de cascajo y polvo. El duelo honra de modo genuino a los miles de víctimas y este sentimiento de tragedia que es lealtad nacional y humana se reafirma ante cada información estremecedora”.
Recuerdo el video de una mujer que iba caminando por una calle en la que, evidentemente, no funcionaba la iluminación pública. Ya era de noche y se escucha a la multitud que no deja de trabajar ni de acompañarse. Aplauden, dicen consignas. Se escucha el coro de “canta y no llores, porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones”. Seguido de estos versos, alguien grita en la oscuridad un “¡viva México!” En el libro ya citado, Monsiváis propone que el sismo fue el surgimiento de una sociedad civil que volvía a hacer suya la ciudad después de las represiones de 1968, y que era atravesada por el recrudecimiento de políticas neoliberales que implicaban que el Estado fuera abandonado cada vez más la vida cotidiana. Hasta cierto punto, su descripción del 85 puede funcionar perfectamente con la de 2017. La gente salió a las calles porque las autoridades que debían coordinar los esfuerzos no estuvieron a la altura del encargo. Y después del sismo, siguió el conflicto. Muchos perdieron sus casas y aún esperan la respuesta de las iniciativas de reconstrucción. Ni la política ni la arquitectura pudieron abarcar la magnitud de una ciudad fracturada. Ante este panorama, lo que menos se podría esperar es que el marketing se apropiara de uno de los terrenos donde antes hubo un edificio.
La esquina de Ámsterdam y Laredo fue el sitio que albergó una instalación temporal alusiva a The Last of Us. Influencers y público en general publicitaron la “experiencia inmersiva”: sobre las paredes que cercan el predio se colocaron los hongos que provocan los contagios en el universo de la serie, y enfrente se puso un automóvil derruido y reclamado por aquella vegetación que reconquista una vez que los humanos desaparecen. En 2017, desde esa esquina también se difundieron imágenes de los vecinos que, equipados con apenas un casco, ayudaron a recoger los escombros del edificio o que alzaban los puños. Se pide silencio en el momento en el que se percibe un rastro de vida, apenas un respiro o el atisbo de una voz. La disonancia entre quienes buscaban cualquier señal de vida y la de una escenificación que privilegia a los “no-muertos” y a quienes los combaten merece algunos apuntes. Mientras que en la narrativa de The Last of Us la individualidad ha carcomido lo que queda del tejido social, en esa esquina la gente se negaba a que los muertos quedaran sepultados entre los escombros: nadie quería fantasmas ni zombis, sino ayudar a que quienes vivían en ese edificio pudieran saber qué era de sus familiares. También, cabría preguntarse qué nos quiere decir aquella campaña publicitaria. Afirmar el relato de los edificios-zombis es aceptar la falta de responsabilidad que generalmente se demuestran en estas situaciones. Nos quedamos con el escapismo interactivo, con una mera escenificación del apocalipsis, y olvidamos el polvo, el cascajo, los patrimonios perdidos. Lo que es verdad es que sólo las “activaciones” mercadotécnicas creen en los zombis y en el individualismo de quienes los esquivan. En esta ciudad, sus relatos tienen alcances muy cortos. A pesar del terror que nos pueda embargar cuando escuchamos la alerta sísmica, volveremos a encontrarnos en la oscuridad si la magnitud del desastre lo amerita. Porque volveremos a estar solos, sin políticos ni arquitectos que nos salven. Y volveremos a hacer nuestra la ciudad.
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