Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
El año se cierra, al menos en el calendario al que estamos acostumbrados en Occidente. Se acerca el solsticio de [...]
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¡Felices fiestas!
26 julio, 2022
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
En esta ocasión, la reflexión se estructura robándome el concepto con el que Eco maneja su novela El Nombre de la Rosa a partir de la liturgia de las horas, que impuso Benito de Nursia para su regla y que terminaría trascendiendo desde la orden Benedictina a las demás organizaciones del Clero Regular.
La edificación sobre la cual narro mis experiencias hoy me parece tan extraordinaria como compleja, y sólo tratando de jugar al actor, apropiándome el papel desde la psique ideológica de su responsable, creo que puedo llegar a comunicar lo que, a mí, me hacen sentir sus espacios.
Como todo, es una interpretación muy subjetiva, libre de ser cuestionada y criticada por quienes leen este escrito, pero espero que, más allá de la opinión de cada lectora o lector, les resulte al menos un ejercicio de entretenimiento. Por cierto, también tomo un término que le robo a mi buen amigo Juan Carlos Tello, del que aprendo en cada conversación, y en lugar de “obra” trataré de usar “trabajos”, que es más adecuado para lo que realmente es el proceso de materialización de un edificio.
1550, Fray Andrés de Mata se levanta pasada la medianoche, en su cabeza suenan las campanadas que llaman al rezo de agradecimiento. Agradecimiento por haber sido designado como responsable de la Orden Agustina, para llevar a cabo los trabajos de construcción de lo que será, una de las mayores edificaciones conventuales en la Nueva España. Se ubicará en esa peculiar región que hoy conocemos como El Valle del Mezquital, al norte de la Cuenca de México, en el actual estado de Hidalgo. Esa tierra rodeada de una orografía semidesértica, que por erosión y tiempo ha acumulado contrastantemente la tierra fértil en la planicie del valle. Así, amplios cultivos cuyo verdor en sus primeras etapas, dibujan un paisaje esquizofrénico al ser enmarcado por la ruda y árida experiencia de los cerros que le acotan.
Allí, en la región de Actopan cuyo nombre significa justamente “sobre la tierra gruesa húmeda y fértil”, será el gran reto.
La necesidad de una gran edificación deriva de una cuestión básica: La región es una de las más pobladas del virreinato, y la Orden, ha sido encargada junto con los Franciscanos y los Dominicos, como herramienta de evangelización. La misión de convertir a la amplia población, en este caso otomí, al catolicismo, parece imposible de realizar en un ejercicio individual. Por lo mismo se debe pensar en espacios colectivos, donde cientos de habitantes puedan escuchar y ver, el mensaje de conversión simultáneamente. Fray Andrés recurre a un programa ya probado y exitoso, que se convertirá sin que lo sepan aún sus diversos autores, en una de las peculiaridades más características de la arquitectura novohispana del siglo XVI: El gran Atrio y la Capilla Abierta.
“Gracias” da al señor Fray Andrés, pues sus estudios en el monasterio le han llevado a conocer los secretos de la geometría aplicada, la escala y la proporción, así como las técnicas adecuadas para usarla como herramienta de edificación. En su cabeza, la Capilla se convierte en un gran arco de medio punto levanta la bóveda de cañón 17.5m de altura sobre el piso, y se proyecta de oriente a poniente con una profundidad aproximada de unos 16m, para formar la concha acústica donde los sacerdotes intentarán contar la historia adecuada, para conseguir la conversión. El edificio se desplanta sobre gruesos muros cuya proporción obedece a las necesidades estructurales del edificio, y que le elevan todavía unos 4m más por sobre el suelo. Frente al arco, al poniente, la dimensión del atrio permitirá concentrar una gran cantidad de habitantes. Pero el trabajo tectónico no está completo, en una mentalidad integral, sin la expresión pictórica, y para ello el espacio se llena de gráficos. El intradós (la parte interior de la bóveda) a falta de tecnología en ese instante para lograrlo, reproduce un encasetonado renacentista, es decir, lo moderno, mientras que el resto reproduce la traducción del artesano otomí, las escenas con las que se explican el Génesis y el juicio final. En términos prácticos, y potenciado como nunca en nuestra contemporaneidad, las imágenes pueden transmitir mucho más que las palabras, ya que no requieren traducción lingüística. Fray Andrés da gracias, y la visión se materializa.
Fray Andrés se levanta. El sol está por salir y las campanas están anunciando la hora para la primera alabanza del día. En su cabeza, el fraile visualiza la casa de las campanas como una gran torre de planta cuadrada y rematada como es la usanza en el territorio novohispano, con almenas que le confieren un aspecto de fortaleza mística. Pero en su formación destaca los años como aprendiz de un pintor renacentista en Italia, y su visión como ser humano universal le obligan a buscar la modernidad expresada en cuatro vanos, uno por cara, por donde asomarán las campanas y escapará el sonido de su repique. Todas son diferentes, todas parten de una media luna que se desarrolla hacia abajo buscando un rectángulo áureo.
No hay muchas torres en el territorio del virreinato, se ha favorecido más para cobijar campanas, la espadaña, por ello, la alabanza en la imaginación de Mata es más significativa.
Concebido el campanario en torre termina el Laudes y comienza el Prime, pues el sol despunta por el horizonte, y la luz que nace con la mañana, debe reflejar la cara del gran templo, aunque esta cara dará al poniente. El rezo se convierte en una finísima portada plateresca, que será ejecutada por las manos expertas de artesanos locales, contagiados del fervor y la vehemencia del fraile.
La composición geométrica es sencilla y precisa, un primer rectángulo áureo cobija cuatro columnas corintias, dos de cada lado, entre las cuales se escarban en vertical cuatro nichos. Con ello se centra la puerta, coronada por un muy refinado doble arco encasetonado: uno, el propio para cargar tectónicamente el vano del acceso, y el otro con una ligera proyección cónica, que decorativamente ensalza y le da escala monumental a la portada. Un segundo rectángulo áureo enmara por encima del primero, la ventana del coro y fija en vertical todo el eje compositivo de la fachada del templo.
La ejecución exacta, detallada, cuidadosa, preciosa del rezo principal del día, se vuelve palabra gracias a los canteros otomíes, para que fray Andrés y la alabanza a su dios, perdure durante los siglos venideros.
Es media mañana y Fray Andrés se encamina a una nueva alabanza, para que la gracia divina otorgue su permiso y los trabajos culminen el Templo. Así, envuelve el espacio en una austera muralla de gruesos muros reforzados con robustos contrafuertes que aterrizarán el empuje de las bóvedas hasta el suelo y siguiendo una métrica rigurosa, cual si se tratara de un cántico gregoriano, una gran ventana se insertará en el muro, justo a la mitad del espacio entre cada contrafuerte, éstos a su vez, serán coronados por una fantasía de garitas con almenas, reinterpretando un pináculo. Allá arriba, donde la edificación mira al cielo, imaginará fray Andrés a los ángeles, como soldados vigilantes que transitan el paso de guardia en su fortaleza mística, con el fin de ahuyentar a las demoniacas tentaciones.
Al interior, Mata decide jugar con dos formas de abovedar el espacio. Elige un cañón corrido para el espacio que va del acceso y sobrevuela el coro, para posteriormente acercarse al altar principal, usando una secuela de bóvedas nervadas cuya complejidad en el dibujo geométrico, va aumentando según su progresión hacia lo divino. El retablo principal, estará coronado por la bóveda que dibuja la geometría más elaborada, donde al poner la piedra clave con la que sostiene ese último tramo del techo, se cierra el rezo.
Cuando el sol llega al punto más alto de su trayectoria, entre el oriente y el poniente, justo a la mitad del día, es hora de una nueva alabanza. Toca definir el portal donde los monjes darán cobijo y descanso a los peregrinos y que funcionará como conexión entre el exterior y el interior del convento, el cual, debe ubicarse según la costumbre, al sur del volumen del templo, haciendo coincidir en orientación, la fachada principal de éste y la del recinto donde habitarán los monjes. Para ello, la tipología marca la necesidad de un espacio a nivel de piso y fray Andrés dibuja en su cabeza, y en el papel, tres arcos cuyo intradós repite el moderno encasetonado renacentista. Por encima del portal una logia cuyos arcos (también tres) contrastan en ligereza y proporción con los del portal remata la portada del convento, para que los habitantes enclaustrados, asomen desde el segundo nivel, su curiosa vista a quienes deambulan en el atrio.
Al interior del portal de peregrinos, una transversal bóveda de cañón corrido a la que se adorna con lacerías góticas y mudéjares produce una intensa y refrescante sombra, mientras que un elaborado marco de cantera señala el zaguán que da paso al convento. Una discreta alabanza, para un rezo sencillo y menor.
El sol se inclina ya hacia el poniente, y a las tres de la tarde toca, en la última de las horas menores, hacer el rezo previo a vísperas. Un rezo para los hermanos que habitarán el convento, un rezo que piensa en las celdas con ventanas adecuadas para sentarse a leer y escribir, pequeñas, suficientes para una persona, sin más que una mesa, una cama y un perchero. Los espacios colectivos: Biblioteca, taller, refectorio para compartir el pan y el vino, cocina para ensalzar el don que Dios da con el sentido del gusto. Espacios para atender a los feligreses, como el dispensario y la portería. Y los deambulatorios que les conectan y al mismo tiempo, al vestir sus muros con una riquísima secuencia de esgrafitos, se convierten en un ritual de recorrido y meditación contemplativa.
Para el refectorio, una fantasía en el techo: Casetones cónicos de traza entre circular y octagonal, se entrelazan en una maya con hexágonos ligados en cuyo interior se dibuja una flor. Cada casetón a su vez contiene al fondo del cono una flor “pasionaria” rodeada por hojas que llegan hasta el borde de la geometría. Completa la composición de tan peculiar bóveda, con pequeños medallones entre los octágonos, que contiene monogramas de Jesucristo y María, para el buen provecho. No todo es adorno, el casetón funciona acústicamente para romper los ecos y que la lectura que nutre el alma mientras se nutre el cuerpo, llegue sin ecos a cada hermano.
El sol se acerca al horizonte, y para dar gracias a lo transcurrido, se hace la alabanza de una de las horas principales. Mientras el astro luz baña con sus cálidos rayos la fachada principal de templo y convento, resaltando la torre en el paisaje que se acota con la sierra, Fray Andrés decide eclectizar la piel del claustro: El claustro bajo, se eleva verticalmente en arcos apuntados que recuerdan el gótico emblemático del medievo, pero cada vez más en desuso ante las modernas ideas renacentistas, que retoman el orden clásico de la arquitectura romana y griega. Pero para el claustro alto, recurre al arco de medio punto apoyado en esbeltas columnas toscanas. Dos arcos clásicos para un arco gótico es el juego, reflejando lo público abajo, y lo privado arriba.
Para asegurar la solidez de la estructura, unos sobrios contrafuertes alternan el ritmo con los arcos apuntados del claustro bajo, ya que en ese tiempo, el arte es ciencia y viceversa. El efecto conseguido, son cuatro fachadas idénticas acotando el patio cuyo matiz de diferencia, se encuentra en los segundos planos, ya sea por el asomo del muro almenado del templo, o por la torre que comunica con imagen y sonido, los eventos místicos del día.
La alabanza está casi completa.
Se acerca el tiempo del descanso nocturno, y la última alabanza correspondiente a las horas menores. Para Fray Andrés, y su universo edificado, quizá implique cerrar el atrio con la barda también almenada; el huerto con que se alimentará la cocina y completará el servicio del dispensario, por supuesto la zona de letrinas para el alivio de los procesos digestivos del cuerpo, y la cisterna, ya que no abunda el agua en la región. Ésta última colectará el agua que cae sobre los techos del conjunto, canalizada por gárgolas, ranuras, canales.
El fraile ha completado los trabajos. Otros vendrán décadas o siglos después, a ajustar, modificar, quitar o sumar o reconstruir elementos, porque la arquitectura no es de quien la produce, si no de quien la habita y suele suceder, que mientras los edificios siguen en pie, las ideologías cambian, las necesidades se transforman y, por lo tanto, los espacios evolucionan, como evoluciona también nuestra concepción del tiempo, en este caso, dividido en 7 segmentos del día que se acompañan con 8 momentos de alabanza. El reloj marca las horas que nosotros le indicamos.
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