Serie Juárez (I): inmovilidad integrada
No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me [...]
11 septiembre, 2023
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio
“These incredible giants just stand there, artless and dumb, without any relationship to anything, not even to each other”. “Arrogant twins.”
—Wolf Von Eckardt
Un martes por la mañana yo desayunaba en el comedor. Recuerdo estar viendo las noticias que transmitían con la estridencia del tiempo real un acontecimiento estremecedor: un avión comercial se estrelló contra una torre en Nueva York. Mis padres estaban consternados sin poder dejar de ver. A mis siete años, la única forma en la cual yo me entendía la tragedia fue como un accidente. Los aviones atraviesan las alturas y, aquel edificio también era altísimo. Le llamaban rascacielos. De alguna forma supuse
–aunque no por ello era menos desafortunado– que eventualmente ocurriría una colisión en las alturas. Dieciséis minutos después volvió a acontecer justo lo mismo con la torre de al lado porque eran dos. Ahora lo tengo ante mí con la claridad proveniente de la distancia temporal, pero en ese momento, después del segundo impacto, fue que comprendí la gravedad del asunto: dos aviones chocando por accidente contra dos torres hubiera sido demasiada coincidencia y, por lo tanto, tras las bambalinas de la realidad de lo que se transmitía en las noticias había una compleja red de relaciones causales. En el transcurso de los siguientes meses, aquella confusión se desenredó de manera gradual; quienes escribieron la historia circunscribieron la narrativa de los hechos dentro de una iteración del discurso oficial del mismo país: el de los buenos contra los malos, terroristas contra civiles, democracia contra regímenes de autoridad. Tal narrativa parecía explicarlo todo. Al menos sació mi intriga y yo percibía –o proyectaba– que era un explicación suficiente del acontecimiento para todas las demás personas, incluidos mis papás.
“[…] they often appeared to New Yorkers like a pair of middle fingers —to good development, to good economics, to good taste.”
—Henry Stewart
Entonces era niño, ahora soy adulto. Es decir, ya he adolecido. En gran parte le atribuyo ese adolecer al hecho de que ahora lo que le exijo a mi realidad rebasa toda narrativa fundamentada en un ellos contra nosotros. No es que tal postura ante la historia me parezca reduccionista, sólo insuficiente. Tal vez nunca conozcamos del todo la compleja articulación de voluntades, agentes y fuerzas de causa mayor que estuvieron en juego en los choques de aquellos aviones. Los responsables de los ataques entendían que para direccionar la historia a tal o cual lugar el precio era alto y se tenía que saldar con vidas. La función del memorial del 11 de septiembre es guardarle remembranza de quienes asumieron el costo aquel día y que, sin su consentimiento, han sido convertidos en mártires. Sin embargo, no tengo en mente fragmento alguno que le conceda memoria a los objetos arquitectónicos que acaecieron ese mismo día. Ante el imaginario colectivo estadounidense, el 11 de septiembre convirtió a las torres gemelas en un símbolo indisociable de su derrumbamiento. Sin embargo, estos párrafos tienen como objeto su altura y no su caída. Aquí es relevante reparar en lo que las torres representaban para la arquitectura –o como Mies van der Rohe le llamaba, el arte de construir–, a sabiendas de que para escribir un réquiem es necesaria la muerte de su objeto.
“Mr. Suchanek seems to regard the World Trade Center as little better than the box the Empire State Building came in.”
Si empiezo por el principio pienso en la torre que comenzó a ser construida primero y que también fue la primera en ser coaccionada hacia su propio cataclismo. La Torre 1 (WTC1, the North Tower). Si la juzgamos por lo que costó y su relación con la ciudad donde está emplazada, o por sus contrastes ante los otros bellos edificios art déco de Nueva York, habría cuestionamientos pertinentes. Sin embargo, estos juicios así como los que hicieron en su momento varios críticos, citados en los epígrafes que inauguran este réquiem, son juicios de adulto; de un adolecido, de alguien que adolece de poder sentir asombro frente una estela de aluminio de 415 metros de altura cuyas estrías se reflejan sobre el cauce de un río. Además, efectivamente es como una caja, como un prisma proyectado sobre la tierra desde el mundo de las formas; no en un sentido ideal sino material: para ser visto en su totalidad, cualquier objeto de ese tamaño tendrá a bien en apreciarse desde una lejanía suficiente, y a tal distancia las irregularidades y accidentes de sus vértices se desvanecen. Aquel prisma posiblemente era lo que en este plano se acercaría más a la imposible pureza de la forma abstracta. Pero además, lo que se ve es una superficie uniforme que está compuesta por columnas estructurales de acero que en su base se entrelazan de tres en tres; la fachada soporta la mitad de la carga del interior cuyo núcleo a su vez asume la mitad de la carga de la fachada: lo que ves es una estructura y su estructura es lo que ves. Pero además, son dos.
Ambas torres personifican el culmen del concepto de rascacielos. Sin embargo, la palabra rascacielos es un anglicismo a medias porque su traducción no es exacta. En inglés sky-scraper, incluye el verbo to scrape que al español se traduce mejor como rasgar, no rascar: se rasca una inquietud, o una comezón. En cambio, el cielo se rasga, como una lona, con un objeto punzocortante. La manta, que es el firmamento, sus nubes y sus estrellas se rasgan con la aguja que son los pararrayos y las antenas. A este respecto, la antena de más de 100 metros de altura de la primera torre es, en términos técnicos, una minucia; mientras que en términos simbólicos es lo que constata la pertenencia de los 110 pisos al estatuto de rasgacielos: skyscraper. El rascacielos –considerada aquí la insuficiencia de su traducción convencional– ocupa una posición importante para la disciplina de la arquitectura; ese lugar consiste en el contenido de una casilla que le antecede: el arquetipo de la torre. Es decir, el skyscraper es la forma en la cual se manifiesta ante nosotros hoy, en concreto y acero de alta resistencia, el arquetipo torre en su alta expresión.
La torre es ejemplo de un arquetipo, no de una en particular sino de su concepto, a sabiendas de que el arquetipo torre se manifiesta en mayor o menor medida mediante la particularidad de cada torre. Más allá de todo ocultismo, un arquetipo entendido como una estructura de sentido es un significante cuyo origen se remonta continuamente al pasado. Por ejemplo, la narrativa oficial de ellos contra nosotros, que se develó en torno a la imposible resolución tras los ataques del 11 de septiembre, es una historia arquetípica: las categorías del bien y el héroe, del mal y el villano, son cada una arquetipos en el sentido de que su origen es difuso a lo largo de la historia. ¿Cuál fue el primer héroe?, ¿quién fue el primer villano? Quienes hayan sido, son por necesidad figuras que nos anteceden, tanto ahora como si esta pregunta se nos hubiera suscitado hace miles de años. Donde sea que uno quiera situar el origen de un arquetipo está inclusive más atrás, sus márgenes apenas visibles tras las penumbras de la antigüedad –o la eternidad–. Otra característica del arquetipo es ser una inagotable fuente simbólica, su significado no disminuye con su réplica o multiplicidad. Puede haber muchos especímenes de un mismo arquetipo sin que estos demeriten su significado entre sí. Es decir, el hecho de que hubiera estructuras más altas u otros edificios pertenecientes al arquetipo torre, no hace que las torres gemelas hayan sido menos torres y viceversa. De la misma forma, el hecho de que la Torre 1 tuviera antena no la hace más torre que la Torre 2 (WTC2, the South Tower). Hay arquetipos en los cimientos de toda tradición. ¿Qué son las tradiciones judeocristianas sino amplias y fecundas constelaciones arquetípicas, que postulan sus arquetipos como los primeros? El mito de la creación, el pecado original, el mesías o profeta, la trinidad (y cada uno de sus componentes), la tierra prometida, el libro, el pontífice, etc., cada uno de estos tropos es de naturaleza arquetípica y posiblemente antecedan a la aparición de las religiones monoteístas. A su vez, ¿qué es una ciudad sino un conjunto de arquetipos? El mercado, el templo, el palacio, la plaza, el parque, la avenida, el puente y desde luego, la torre.
Nuestra era moderna, de pretensiones seculares, se caracteriza en gran medida por la paradoja de ser la época que se deshizo del arquetipo, al mismo tiempo que sigue siendo una época altamente arquetípica. Hay figuras hoy de cierta proximidad al arquetipo del rey (¿quién fue el primer rey?), políticos, presidentes, empresarios, que en términos absolutos disponen de más poder del que pudieron haber ostentado muchos monarcas de épocas pasadas. Los avances científicos contemporáneos nos suscitan el asombro que alguna vez provocaron ciertas técnicas con afinidad al arquetipo de la magia. Procedente de esta era, la arquitectura moderna reprime sus arquetipos; se concibe como una disciplina que los trasciende. El desarrollo de la arquitectura moderna –o, como la llamó el historiador Siegfried Gideon, la nueva tradición– fue, a lo largo de los siglos XIX y XX, un proceso constituido por formas de construir cada vez más depuradas, optimizadas, finas, con nuevos materiales industriales como el acero y el concreto, que a su vez comprendían novedosas manifestaciones de composición arquitectónica que le otorgaron a la disciplina una supuesta autonomía. Gracias a su autonomía, la arquitectura entendida como una disciplina moderna podría suponerse libre de la densa carga simbólica que representa ser un arquetipo. Sin embargo, la condición arquetípica es inevitable. Así se explica el hecho de que algunas de las primeras y más representativas construcciones pertenecientes a la nueva tradición de la arquitectura moderna estén rodeadas de un aura onírica como es el caso de los Palacios de Cristal. Inclusive los edificios más depurados y con pretensiones de pureza mantienen latente una tensión con sus arquetipos. Por ejemplo, ¿cuál sería el arquetipo de la Ville Savoye? El de la villa, entendida como una residencia grandilocuente, aristocrática, que guarda vigilia sobre un amplia extensión de territorio y que custodia una demarcación de tierra que está alejada de la urbe.
“The buildings only succeeded as abstract objects. But it is not out of abstract geometric forms that you make a city.”
—Paul Goldberger
Construidas con dinero proveniente de capital bursatilizado, diseñadas para Nueva York por un arquitecto japonés –en medio de tensas relaciones entre ambas naciones arquetípicas: the land of the free y el país del sol naciente– y concebidas como símbolo de promesa y progreso del libre intercambio comercial internacional, el World Trade Center tuvo su sede en las que fueron al momento de su inauguración las estructuras más altas del mundo. Sin embargo, la altura no es la característica sustancial de la torre. Para la torre entendida como arquetipo, la altura en sí misma no es un fin sino un medio, ya que no sólo es literal sino figurativa: el tamaño de una torre es directamente proporcional a su fuerza simbólica. La altura es como un puente entre el plano terrenal y el cielo de proximidad divina. Antes de las torres seculares como la torre Eiffel o la torre a la tercera internacional de Tatlin, fueron las cúpulas de los templos y demás construcciones religiosas las que ostentaban una mayor grandeza vertical. El primer arquetipo torre que se nos ha relegado es la Torre de Babel, sin embargo, antes de la torre estaba el obelisco, cuyas aspiraciones también son de naturaleza divina y diáfana. Por lo tanto, lo que hace que una construcción vertical se eleve al estatuto de torre no sólo es su altura entendida en términos burdos o cuantitativos, sino demás características simbólicas y relacionales. Las torres suelen estar en los centros, o más bien, las torres hacen de sus emplazamientos lugares concéntricos. Además del sentido figurado de su proximidad a la divinidad celeste, la altura sirve para distender la distancia del horizonte: para ver y ser vistas a la lejanía: por lo tanto, la torre también tiene cierta connotación militar. Junto con la reina, en el ajedrez son las piezas de las torres las que cuentan con mayor rango móvil. Ver una torre de lejos es saberse observado y, en caso de conflicto, vale más estar del lado que tiene mayor isóptica. De esta forma, las torres representan epicentros de poder –es dentro de la torre donde se toman las decisiones–. El poder habita la torre. Esto lo ejemplifican bien los especímenes del arquetipo que están descritos en obras literarias como las de J. R. R. Tolkien. También la torre concede valor al custodiar lo que resguarda en su interior, en los relatos fantásticos la princesa permanece encerrada en la torre. Por un lado, la torre puede ser un faro que proyecte una luz bienaventurada y le anuncie una próxima llegada a un extranjero, pero por el otro lado, no es de sorprender que quienes ostentan la torre más alta abusen de su poder. Ante la imposibilidad de ser iluminada desde todos los ángulos, la torre tiene un lado oscuro y proyecta una larga sombra. Por tal motivo, en la ciudad de Nueva York los reglamentos de construcción y desarrollo obligan a los arquitectos a diseñar torres cuyas fachadas se escalonen de manera progresiva hacia atrás conforme a la altura, con tal de no hacer de las calles a nivel banqueta zonas sin luz solar. No obstante, por alguna razón las torres gemelas –faros de enorme poder– no obedecieron tal normal y su forma es monolítica. ¿Qué poder habitó esas torres? El poder financiero del alto capitalismo neoliberal, postrado imperialmente a lo largo de extensas zonas geopolíticas en todo el mundo cuyo centro estuvo en Nueva York. Los nombres arquetípicos delatan demasiado: las Twin Towers auspiciaron al World Trade Center situado en el Empire State.
Cuando Mies van der Rohe escribió que la arquitectura es la voluntad de una época traducida al espacio, no lo hizo en clave normativa sino descriptiva. Es decir, no es que la arquitectura busque traducir de forma espacial la voluntad de la época de la que emerge, sino que no lo puede evitar. En este sentido, aquellas dos barreras de viento de semblante ortogonal, con enormes vestíbulos de cuádruple altura, lujosos interiores y 99 elevadores cada una, traducen al espacio y al pie de la letra la voluntad de su época, sus respectivas condiciones materiales, y sus pretensiones de expansión y exceso. Si bien hay estructuras más altas hoy, sus dimensiones no se justifican de la misma manera. Por lo tanto, sigue sin haber construcción alguna en términos figurados este a la altura de quienes hace 22 años llenaron la casilla del arquetipo torre. La compleja articulación de voluntades, agentes y fuerzas de causa mayor que construyeron y después habitaron esas torres sabían que la expansión no solo se libra en términos económicos, sino simbólicos. En realidad, las torres gemelas hasta el día de su caída nunca rindieron las ganancias esperadas en las corridas financieras de su gestión, pero no por ello fueron menos altilocuentes, gemelas arrogantes, porque lo que el poder que las encargó sabía –y que supo mejor aún cómo disimular– es que no todo se trata de dinero. Sin embargo, lo que quizá esa misma instancia de poder no haya alcanzado a vislumbrar es el hecho de que, como bien lo demuestra la historia de las tradiciones monoteístas, el declive de un imperio se anuncia con la caída de un arquetipo, manifestado como ataque o como accidente.
No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me [...]